En un nuevo capítulo de la guerra tecnológica entre Estados Unidos y China, el Senado estadounidense votó la semana pasada, con apoyo tanto de demócratas como de republicanos, una sideral financiación federal de promoción científica tecnológica sectorial.
Por la llamada Ley de Chips y Ciencia, el Estado otorgará subsidios y créditos fiscales por un total de 280.000 millones de dólares –más de cinco veces el producto interno bruto (PIB) de Uruguay– para investigación y desarrollo (I+D) en “tecnologías críticas”, entre ellas la de semiconductores y fabricación de chips. La dependencia estadounidense, al igual que del resto del mundo, de la producción de microchips originados en Taiwán y Corea de Sur está en la base de la iniciativa y un objetivo explícito de la medida es lograr producción nacional ante el temor de que la investigación china concrete avances en la miniaturización de microchips y tome la delantera.
La respuesta de las autoridades chinas no se hizo demorar. Según el ministro de Comercio de China, la ley “contiene disposiciones que restringen las actividades económicas, comerciales y de inversión normales de las empresas pertinentes en China, lo que distorsionará la cadena de suministro mundial de semiconductores y perturbará el comercio internacional”. El objeto de esta nota no es adentrarse en este nuevo capítulo de la confrontación tecnológica entre las dos mayorías economías del mundo y sus consecuencias globales, sino echar luz sobre el papel que le otorgan ambas naciones al Estado en sus respectivos desarrollos científico-tecnológicos.
Mientras que ese rol resulta innegable en el caso chino, donde la planificación estatal es parte esencial y explícita del sistema, para el caso estadounidense no resulta tan evidente pues se ha querido vender un paradigma de desarrollo económico donde lo central –y excluyente– es el papel de las empresas innovadoras privadas en competencia sin intervencionismo del Estado.
Como muy bien viene sosteniendo la economista Mariana Mazzucato, eso es una falacia. La disrupción tecnológica de la mayoría de las innovaciones en TIC, el corazón del Silicon Valley, se sustenta en financiación pública previa. Por ejemplo, como diseca Mazzucato, el exitoso iPhone está apoyado en varias tecnologías (internet, comunicación celular, pantalla táctil, microchips, GPS, procesamiento de lenguaje natural) que fueron financiadas originalmente con fondos estatales, mayormente relacionados con áreas de defensa y seguridad.1
La nueva Ley de Chips y Ciencia estadounidense provocará, sin duda, nuevas emergencias empresariales y –probablemente– nuevos multimillonarios y exitosos innovadores ingresarán a la lista de Forbes. Entonces se hablará de estos últimos y su gran capacidad de liderar y articular procesos tecnológicos, pero se hará muy poca referencia a la decisión del Congreso que le dio base.
Es evidente que en las dos mayores economías del mundo, como así ocurrió en otros países desarrollados o viene ocurriendo en los países llamados emergentes, el papel del Estado en promover I+D e innovación ha sido clave para sus trayectorias económicas. Por algo han venido invirtiendo 3% o más de su PIB en ello.
Y por casa, ¿cómo andamos?
Que nuestro país invierte poco en I+D no es novedad. Luego del importante impulso inicial de los gobiernos frenteamplistas, que incrementó el monto de inversión pública anual de 40 a 200 millones de dólares, esta se estabilizó en torno a un magro 0,4% del PIB. Si bien desde la campaña electoral de 2014 hay acuerdo en todo el espectro político en avanzar hacia un más digno, y necesario, 1% del PIB, eso no se ha concretado. Luego de la demostración incontrastable del papel de la ciencia nacional –y de sus científicos– durante la reciente emergencia sanitaria, y en un contexto de crecimiento del PIB, parecía que se comenzaría a avanzar en esa dirección.
Mientras el congreso de Estados Unidos aprueba una sideral financiación para ciencia y tecnología, la actual Rendición de Cuentas se caracteriza por incongruencias entre objetivos y financiaciones concretas.
La actual Rendición de Cuentas a estudio del Parlamento era considerada una buena oportunidad para hacerlo, pero todo indica que dicha expectativa quedará frustrada. En la exposición de motivos, adjunta al articulado, se realiza un diagnóstico de situación del área, si se quiere compartible, pero la incongruencia es considerable entre lo que allí se expresa sobre objetivos y prioridades y lo que se propone en concreto en el articulado.
De acuerdo a la exposición se priorizarán tres áreas: la tecnología digital aplicada a innovación, las tecnologías verdes (energías renovables, nuevos combustibles y materiales asociados a la economía circular) y la biotecnología. Priorizaciones que pueden ser también compartibles en una perspectiva de política pública sistémica y de largo plazo, pero veamos un ejemplo bien concreto de incongruencia. ¿Cuáles son las instituciones públicas en las que se realiza biotecnología en el país, es decir, donde tenemos instaladas las infraestructuras científicas y capacidades humanas al respecto? Las conocemos todos. Son fundamentalmente varias facultades de la Universidad de la República (Udelar), el Institut Pasteur de Montevideo (IPM), el Instituto de Investigaciones Biológicas Clemente Estable (IIBCE), el Laboratorio Tecnológico de Uruguay y el Instituto Nacional de Investigaciones Agropecuarias. Veamos pues cuánto es el incremental que se propone en la Rendición de Cuentas para apalancar la I+D en esa área priorizada. Cero. Sí, cero: no hay incorporado en el mensaje ningún artículo donde esa priorización se concrete. De hecho, no hay referencias al IPM o al IIBCE en el texto y todos sabemos que la Udelar no recibe nuevos fondos, es más, se le recortan por vía de la eliminación del adicional al Fondo de Solidaridad. Tampoco hay indicación respecto de un fortalecimiento de la principal institución ejecutora de fondos concursables en I+D e innovación, la Agencia Nacional de Investigación e Innovación, a la que se le incrementan fondos para todos sus actuales programas con sólo cuatro millones de dólares.
No hay política pública que pueda ejecutarse sin una financiación pública de base. Aunque se apueste a que el sector privado se involucre y se apropie del proceso innovador, como vimos que ocurre en las grandes economías, ese apalancamiento ha sido fundamental también en aquellas pequeñas que iniciaron una trayectoria sustentada en el agregado de valor en las cadenas productivas. Haciendo discursos, o escribiendo documentos, no se transforma la realidad ni se concretan objetivos. A santo de qué se prioriza la biotecnología en el texto si luego no se es consistente con ello. Desde la oposición se sostiene que la coalición gubernamental se ha caracterizado por construir relatos falaces o incumplidos de su gestión. Esta Rendición de Cuentas en lo que respecta a I+D desgraciadamente tiende a confirmar esa afirmación.
Edgardo Rubianes es doctor en Biología y fue presidente de la Agencia Nacional de Investigación e Innovación.