El Latinobarómetro 2021, la más importante medición sobre la satisfacción con la democracia en América Latina, reveló un amplio descontento entre la población. El informe muestra que en la región existe un rechazo generalizado a la actuación de las élites (70% está insatisfecho con la gestión actual de su país), sólo 22% dice que sus dirigentes se preocupan por los demás y sólo 17% cree que la distribución de la riqueza en sus países es justa. La encuesta también destacó el deterioro democrático de Brasil bajo la presidencia de Jair Bolsonaro.
Frente a las amenazas golpistas de Bolsonaro y sus partidarios, diferentes sectores de la sociedad se han pronunciado públicamente en defensa de la democracia brasileña, incluso señalando en la dirección de una votación plebiscitaria ya en la primera vuelta de las elecciones presidenciales de octubre. Aunque importante y necesaria, se trata de una agenda defensiva, limitada a los contornos de un debate público guiado por la agenda destructiva de Bolsonaro.
Es una defensa de la democracia que no se muestra capaz de dialogar con el deseo de la población de cambios profundos en el país, incapaz de desenmascarar la farsa antisistémica del bolsonarismo. ¿Y por qué? Porque, sencillamente, no afecta a quienes, de hecho, concentran el poder y secuestran cualquier posibilidad de cambio a favor de las mayorías. Es decir, la oligarquía financiera, que drena porciones cada vez más grandes de los ingresos de la población, haciendo uso, más recientemente, de las políticas ultraliberales de Bolsonaro.
No por casualidad, estas oligarquías, partidarias del gobierno de Bolsonaro, son también hoy firmantes de manifiestos y pronunciamientos públicos a favor de la democracia. En el debate actual, entre demócratas y bolsonaristas, las oligarquías financieras no sólo están a salvo, sino que a menudo son protagonistas. Por esta razón, la defensa de la democracia, sin cuestionar la hipertrofia del poder de tales oligarquías, corre el riesgo de resultar, como la defensa antisistémica de Bolsonaro, una farsa.
No se trata sólo de responsabilizar a la oligarquía financiera local o de recordar que, según el informe de Oxfam de 2017 “La distancia que nos une”, seis brasileños tienen una riqueza equivalente al patrimonio de los 100 millones de personas más pobres del país, y que el 5% más rico tiene la misma cuota de ingresos que el 95% restante.
A nivel global, en las dos décadas del siglo XXI, el dominio financiero dentro de la dinámica capitalista ha ido adquiriendo una magnitud sin precedentes, algo que se aceleró en la crisis posterior a 2008. De hecho, un informe de 2021 del Consejo de Estabilidad Financiera, creado por el G20 para supervisar el sistema financiero internacional en el período posterior a la crisis, revela que el valor total de los activos financieros mundiales pasó de 230 dólares en 2009 a más de 400 billones en 2019, alcanzando casi cinco veces el PIB mundial ese año.
Considerada por los liberales, más o menos ortodoxos, sólo un exceso o una falla del mercado, esa lógica rentista-financiera ha dominado, igualmente, la dinámica de nuestro capitalismo periférico y ha hecho avanzar la concentración de la propiedad y de la renta. Un reciente estudio de la asociación civil Fonacate muestra que en Brasil, en 2020, por cada un real destinado a la inversión o a la formación bruta de capital, hay más de seis reales aplicados en activos financieros (títulos de deuda pública o privada, acciones de empresas, contratos de cambio y commodities).
Aunque importante y necesaria, la agenda de defensa de la democracia es defensiva, limitada a los contornos de un debate público guiado por la agenda destructiva de Bolsonaro.
Hay que democratizar la economía y las finanzas
Pero ¿de dónde extraen los agentes financieros su enorme rentabilidad? En 2021, 60% del stock total de activos financieros en Brasil estaba invertido en bonos de deuda pública. Algo que sin duda explica que ese país tenga el tipo de interés real más alto de la economía mundial, la llamada autonomía del Banco Central y el estrangulamiento del gasto social con el denominado “techo de gasto”. Un asalto al ahorro público acompañado de la precariedad de los derechos.
Por otro lado, estos mismos agentes financieros buscan avanzar en sus “inversiones” en políticas sociales (seguridad social, salud, educación, energía y saneamiento). En la privatización de la Compañía Estatal de Aguas y Alcantarillado de Río de Janeiro (Cedae), que tuvo lugar en abril de 2021, la gran ganadora de la subasta fue Águas do Rio, que pertenece a Aegea, que a su vez está controlada por instituciones financieras, como el banco Itaú y el Fondo Soberano de Singapur.
Más recientemente, con la privatización de Eletrobras, el mayor controlador privado de la empresa pasó a ser 3G Capital, propiedad de Jorge Paulo Lemann, el brasileño más rico según Forbes. No habrá mejor manera de apoyar la rentabilidad financiera que accediendo a los servicios públicos con tarifas, captando también las rentas del trabajo.
Esta lógica financiera y especulativa, que tiene sus operadores privilegiados en los grandes bancos y fondos de inversión, también manda hoy en los grandes grupos privados, no financieros, pero que cuentan con instituciones financieras en su estructura societaria, como es el caso de la empresa minera Vale, que tiene al banco Bradesco como uno de sus controladores. Así, las grandes empresas destinan una parte importante de sus beneficios al pago de dividendos a sus accionistas, a la recompra de acciones propias y a inversiones financieras.
Este comportamiento desalienta la inversión productiva y cambia las prácticas de gestión en favor de la asignación financiera y la rentabilidad, lo que da lugar a la presión de los accionistas, los propietarios, para la máxima extracción de valor del trabajo y la expoliación de la naturaleza. De ahí la legalización del trabajo precario, por la reforma laboral de Michel Temer, y las presiones diarias para flexibilizar los derechos ambientales e indígenas.
Con los ingresos comprimidos, privados de derechos y con la reproducción cada vez más en manos del sector privado, la mayoría de la población es rehén del endeudamiento, que ya alcanza a más de 77% de las familias brasileñas. Estas deudas alimentan aún más la depredación usurera y especulativa de los rentistas.
La oligarquía financiera, que hoy se hace pasar por demócrata, es la misma que opera y se beneficia de las políticas macroeconómicas, fiscales, de seguridad social, laborales y de privatización de los últimos gobiernos, verdaderas máquinas de triturar al pueblo.
Antes de la independencia de Brasil, existían los llamados “hombres buenos”, grandes terratenientes y personas que se encargaban de la administración local. Después de 200 años, ¿seguiremos siendo rehenes, ahora de una casta financiera, de “nuevos hombres buenos” al mando de toda la República, una especie de intocables que no rinden cuentas?
João Roberto Lopes Pinto es cientista político y profesor de la Universidad Federal del Estado de Río de Janeiro (Unirio) y de la Pontifícia Universidad Católica de Rio de Janeiro. Este artículo fue publicado originalmente en latinoamerica21.com.