El ser humano es el único animal que tropieza dos veces con la misma piedra. Con simpleza, el proverbio español procura evidenciar que, a pesar de la racionalidad que le es propia, el ser humano no siempre logra discernir conforme a la razón y aprender de la experiencia, motivo por el que puede volver a equivocarse en una situación semejante.
Cuando el que comete tres veces el mismo error es un Gobierno, con el mismo propósito y dentro del mismo período quinquenal en el que le toca oficiar, la cuestión deja el plano de la torpeza y pasa al estadio de la voluntad, de la intención, y así debe valorarse.
Esta reflexión bien vale para la acción del actual gobierno en materia de enseñanza pública.
Desde la Constitución de 1918 y posteriormente, en las sucesivas hasta la de 1967, en la que terminó de cuajar su diseño actual, la enseñanza pública está encomendada exclusiva y excluyentemente a la gestión de los entes autónomos de enseñanza, que es una categoría de entes autónomos a la que la Constitución le dispensa la mayor independencia funcional posible dentro del sistema respecto del Poder Ejecutivo –y también respecto del Legislativo–.
La explicación es de fácil comprensión: mientras que en general, y a pesar de su autonomía funcional, los actos de gestión de los directorios de los entes autónomos –por ejemplo de Ancap o del BROU– pueden ser observados y corregidos por el Poder Ejecutivo no sólo por razones de legalidad, sino de mérito o conveniencia, acorde al artículo 197 de la Constitución; tal posibilidad está expresamente excluida respecto de los entes autónomos de enseñanza, según los artículos 202 y 205 de la carta magna.
La razón por la que los constituyentes le dieron esa extrema autonomía a la enseñanza pública respecto del Poder Ejecutivo –y del Legislativo– es triple, y en esto coincide el constitucionalismo clásico del país, desde Justino Jiménez de Aréchaga, hasta Cassinelli, pasando por Pérez Pérez y Cajarville, entre otros.
Primero, porque de esta forma se contribuye a garantizar que nuestra República evite la concentración de poder en un único centro de autoridad, particularmente en el Poder Ejecutivo.
Segundo, por la necesidad de que actividades intrínsecamente técnicas asumidas por el Estado no queden a cargo de autoridades puramente político partidarias, sino que estén en manos de administraciones técnicamente especializadas en la materia.
Tercero, porque la enseñanza pública no debe ser fruto del deseo político de la mayoría que gobierna durante cinco años el país –por más bien inspirada que esté–, sino que la enseñanza pública, en esencia plural, debe incluir en el ámbito de su autogobierno, en vez de excluir, a quienes integran las circunstanciales minorías políticas del país.
En lo que va del actual gobierno nacional, que aún no llega a los cuatro años, hemos presenciado tres hitos –podría identificar más, pero centrémonos en esos tres– en los que el Poder Ejecutivo o, más precisamente, la mayoría política del momento que se refleja tanto en el Ejecutivo como en el Legislativo, ha procurado quebrar y con decisión la autonomía de la enseñanza pública imponiendo una perspectiva ejecutivista que fricciona la Constitución.
En orden cronológico.
En primer lugar, el artículo 198 de la ley de urgente consideración (LUC) le confirió al Poder Ejecutivo, a través del Ministerio de Educación y Cultura, la facultad de reconocer con carácter universitario las carreras de formación docente y a los títulos otorgados a quienes las hubiesen culminado, impartidos por instituciones públicas que no son universidades.
La cuestión, que ha tomado relevancia en el último bimestre por el efusivo impulso del ministro Pablo da Silveira, ha sido engañosamente presentada como el simple reconocimiento formal de algo que ya es. Sin embargo, lo que se ha dispuesto, dicho crudamente, es otorgarle al Poder Ejecutivo la potestad de otorgar títulos universitarios, ni más ni menos que eso, por más disparatado que suene.
Precisemos.
No se trata del reconocimiento o de la reválida de un título universitario previamente expedido, como podría ocurrir respecto de los títulos emitidos en universidades de países extranjeros. Tampoco se trata del caso de instituciones privadas que se definen y organizan a sí mismas como universidades y que se proponen prestar carreras universitarias en el marco del derecho a la libertad de enseñanza, para lo cual requieren la autorización del Estado, de acuerdo a lo que dispone el artículo 68 de la Constitución. Se trata, en cambio, de instituciones públicas que no son universidades, que imparten carreras que no son universitarias, y a cuyo respecto se atribuye al Poder Ejecutivo el poder de reconocerles carácter universitario. Inaudito.
En segundo lugar, la Ley 20.093 y posteriormente la Ley 20.125, en una de las secuencias legislativas más desprolijas que recordará esta legislatura, dispuso que el Consejo Directivo Central de la Universidad Tecnológica (UTEC) pase a estar integrado por tres de cuatro directores designados por el Poder Ejecutivo –la venia de la Cámara de Senadores no atenúa la objeción, porque en ella hay una mayoría absoluta que respalda políticamente al Ejecutivo–, con el agravante de que el rector, que es uno de los directores designado por el Ejecutivo, tiene un voto que se computa doble en caso de empate.
Esta conformación, que les da casi la unanimidad a los miembros designados por Poder Ejecutivo en el órgano que gestiona esta universidad, hace que las decisiones del ente de enseñanza reflejen hegemónicamente la voluntad de los directores designados por el Poder Ejecutivo.
¿Ante quién responderán políticamente los directores de la UTEC si fueron designados, y además pueden ser destituidos, por el Poder Ejecutivo? Ante el Poder Ejecutivo y, en un sistema presidencialista como el nuestro, ante el presidente de la República.
¿Qué orientación política seguirán en la gestión de la UTEC? Naturalmente responderá y seguirá una orientación en la gestión alineada al Poder Ejecutivo.
¿Sería imaginable un descuelgue en la gestión de este ente de enseñanza, respecto de la orientación política del Poder Ejecutivo, por parte de un consejo dominado por integrantes designados por el Ejecutivo y que pueden ser cesados por su voluntad? Naturalmente, no.
Por último, hace pocos días, el 4 de octubre, en la Cámara de Representantes, se presentó un proyecto de resolución por parte de varios diputados cuyos partidos políticos integran la coalición de gobierno, solicitándole al Poder Ejecutivo que sugiera al Consejo Directivo Central de la ANEP, otro ente autónomo de enseñanza, la implementación de una oferta de bachillerato virtual para personas mayores de 18 años.
La notoria deriva ejecutivista que ha tenido en este período de gobierno la enseñanza pública no ha ocupado el lugar que se merece en el debate público.
Más allá de la medida en sí, una metalectura sencilla del texto arroja el siguiente resultado: es el Poder Legislativo, más precisamente legisladores que integran la coalición de gobierno, sugiriéndole al Poder Ejecutivo que haga algo vedado por la Constitución, que es recomendarle la realización de determinados actos de gestión a un ente autónomo de enseñanza como la ANEP.
Institucionalmente, que un Poder le recomiende a otro hacer algo contra la Constitución es tan inconstitucional como que el Poder que recibe la patológica sugerencia en efecto actúe como es recomendado.
El pedido de los legisladores de la mayoría política para que la ANEP asuma mayores cometidos se da además en el contexto de una resonante negativa de parte de la misma mayoría legislativa a otorgarle más presupuesto a este ente de enseñanza, que además está embarcado en una discutible reforma educativa.
La notoria deriva ejecutivista que ha tenido en este período de gobierno la enseñanza pública no ha ocupado el lugar que se merece en el debate público, copado quizás por los pronunciamientos favorables y desfavorables sobre la reforma educativa.
Sin embargo, como senador de la República, el problema institucional que se evidencia me preocupa y pienso que debe formar parte de la deliberación pública, siempre en un orden de discursos racionales.
Uruguay, que es un país históricamente autosatisfecho con sus instituciones, a veces gusta retozar en ese estatus de confort sin plantearse a fondo determinados aspectos de su arquitectura funcional que no están bien. Abordarlos es impostergable, para que esa orgullosa autocomplacencia pueda continuar con justificada racionalidad.
Sebastián Sabini es docente y senador del Movimiento de Participación Popular, Frente Amplio.