Todos los años han sido difíciles en el largo esfuerzo por lograr verdad y justicia por los crímenes del terrorismo de Estado, pero en este 2023 hay un claro aumento de la ofensiva, ideológica y legislativa, para que Uruguay dé “pasos atrás en las pocas conquistas alcanzadas”, como señaló ayer, en conferencia de prensa, Madres y Familiares de Uruguayos Detenidos Desaparecidos.
La fiscalía especializada en crímenes de lesa humanidad continúa el esfuerzo por cumplir con su deber, pese al secuestro de la información y al silencio de los culpables y de sus encubridores. Se han sumado procesamientos y condenas, pero quienes trabajan por el olvido y la impunidad alegan que esas actuaciones judiciales no tuvieron fundamento firme. Omiten reconocer que, si hubiera alguna persona castigada por algo que no hizo, la primera responsabilidad sería de quienes conocen desde hace décadas las verdaderas culpabilidades, pero callan.
Ante los avances trabajosos de la Justicia, intentaron “reinstalar” la Ley de Caducidad para frenarlos, pero no les fue posible. Buscaron, entonces, aliviar las condenas con el proyecto de prisión preventiva, cuyo efecto obvio –y sin duda buscado– es otorgarle condiciones de reclusión aún más benignas a los represores. A estos se les llama ahora “presos políticos”, intentando instalar la percepción de una falsa simetría entre quienes sí lo fueron y sus victimarios.
En la misma línea, la iniciativa de reparación a “víctimas de la guerrilla” ensaya una falsa equivalencia maliciosa. El Estado uruguayo cumple –parcialmente, y porque lo obligan compromisos internacionales– con su deber de compensar a quienes fueron víctimas de su acción terrorista, pero el actual oficialismo induce a creer que esta otra compensación, por actos de violencia no estatales (aunque quizá alguno sí, como el asesinato en 1974 del coronel Ramón Trabal, incluido ahora entre los que serán objeto de reparación) “equilibra” las anteriores.
De paso, como sucede cada vez que se dibuja un conflicto entre “dos demonios” armados, quedan fuera de cuadro las responsabilidades, iguales o mayores, de quienes impulsaron el autoritarismo y los delitos de lesa humanidad, o se beneficiaron con ellos, sin mancharse las manos.
No satisfechos con todo lo anterior, destacados defensores del olvido y la impunidad mostraron que son también defensores de la dictadura, con un relato temerario sobre el asesinato, a comienzos de 1974, de Diana Maidanik, Laura Raggio y Silvia Reyes, las muchachas de abril. Se ha llegado al extremo de llamarlas “terroristas” y “sediciosas”, pero participaban en un intento de organizarse para luchar contra lo que era una indiscutible dictadura.
Las amparaba el preámbulo de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, aprobada en 1948, que habla del “supremo recurso de la rebelión contra la tiranía y la opresión”. También nuestro himno nacional, adoptado 100 años antes, que es una encendida defensa del derecho a la violencia contra los tiranos. A los terroristas de Estado sólo los amparan la complicidad y la mentira.