“Estos no podrán volver a respirar allí. En este momento, acabamos de terminar el trabajo”. Eso le dijo la semana pasada el presidente de Azerbaiyán, Ilham Aliyev, a su homólogo turco, Recep Tayyip Erdogan, según contó este último en el marco de la 78ª Asamblea General de las Naciones Unidas. Unas horas antes, las fuerzas armadas azeríes habían lanzado una ofensiva militar contra la población armenia de Nagorno-Karabaj, que en dos días dejó más de 200 personas muertas, el doble de heridas y muchas más desaparecidas. Esta ofensiva obligó a las autoridades de Nagorno-Karabaj a aceptar los términos de un acuerdo con Bakú, que primero implicó el desarme, después derivó en el desplazamiento forzado de miles de personas hacia Armenia –ante la negativa de vivir bajo la autoridad de un gobierno que ya mostró sus intenciones genocidas– y hace unas horas resultó en la firma de un decreto que establece que la República de Nagorno-Karabaj va a “dejar de existir” a partir del 1º de enero de 2024.

Para muchos de los que crecimos escuchando las historias de barbarie del genocidio armenio de 1915-1923 y que vimos el dolor en la cara de nuestros abuelos al mencionar la palabra “Turquía” –escribo esto mientras pienso en el ceño fruncido de mi abuela María–, el intercambio entre Erdogan y Aliyev nos llegó como un triste recordatorio de lo que nuestros antepasados vivieron hace más de un siglo.

Hasta hace unos días, Nagorno-Karabaj, un Estado independiente de facto desde 1991, estaba habitado por 120.000 personas, en su mayoría de origen armenio. Hoy, más de 93.000 se vieron obligadas a abandonar sus casas y dejar a sus seres queridos enterrados bajo tierra, para sobrevivir.

Todas esas personas fueron desplazadas a la fuerza en menos de una semana, por lo que probablemente sea cuestión de horas para que Nagorno-Karabaj quede, por primera vez en la historia, sin población armenia.

Este éxodo forzoso es el resultado de la política de limpieza étnica que el gobierno de Aliyev lleva adelante desde hace años (con la complicidad de Turquía) contra la población nativa de Nagorno-Karabaj. La comunidad internacional quizás no se acuerda porque viene mirando para otro lado desde hace tiempo, pero la guerra de 2020 fue un hecho premonitorio. En aquella oportunidad, mientras Turquía y Azerbaiyán desarrollaban un ataque a gran escala sobre Nagorno-Karabaj, Erdogan prometió “terminar con la misión que nuestros antepasados han llevado a cabo durante siglos en el Cáucaso”, en alusión directa al genocidio armenio de 1915.

Por supuesto que hubo señales.

De hecho, la ofensiva militar de la semana pasada llegó cuando se estaban por cumplir diez meses desde que Azerbaiyán bloqueó un corredor que constituía la única conexión de Nagorno-Karabaj con el mundo, a través de Armenia, e impidió el ingreso de alimentos y bienes básicos, lo que se tradujo en una grave crisis humanitaria. El objetivo era condenar a esas 120.000 personas a morirse de hambre.

El propio Luis Moreno Ocampo, especialista en derecho internacional y exfiscal de la Corte Penal Internacional, aseguró en un informe que el bloqueo debía ser considerado un genocidio, según lo que establece el artículo II (c) de la Convención para la Prevención y la Sanción del Delito de Genocidio: “Sometimiento intencional del grupo a condiciones de existencia que hayan de acarrear su destrucción física, total o parcial”.

¿Por qué Uruguay hoy no es capaz de pronunciarse ante un nuevo plan de limpieza étnica que ocurre delante de sus ojos? ¿Cómo se pasa de principal aliado a indiferente?

Durante esa decena de meses, las comunidades armenias de todo el mundo –incluida la de Uruguay– advirtieron que ese era apenas el primer paso y que era cuestión de tiempo para que se consumara un nuevo genocidio contra la población armenia, esta vez en Nagorno-Karabaj.

El mundo nos dio la espalda.

En Uruguay hubo muestras de solidaridad con los armenios y de condena a Azerbaiyán: así lo expresaron el Senado, todos los partidos políticos con representación parlamentaria e incluso la Junta Departamental de Montevideo, a través de distintas declaraciones. Sin embargo, y pese a los reiterados pedidos de la comunidad armenia de Uruguay, la respuesta de la cancillería fue la de un vergonzoso silencio. Incluso cuando la situación fue condenada por el propio partido del presidente y de los demás que integran la coalición de gobierno. Incluso cuando esas declaraciones instaban al Poder Ejecutivo a que hiciera algo.

¿Qué es lo que hay detrás del silencio de la cancillería?

¿Qué pasó con el Uruguay que fue pionero en 1965, cuando se convirtió en el primer país del mundo en reconocer el genocidio armenio de 1915? ¿Por qué hoy no es capaz de pronunciarse ante un nuevo plan de limpieza étnica que ocurre delante de sus ojos? ¿Cómo se pasa de principal aliado a indiferente?

La verdad es que ahora ya es tarde. Hubo muchísimas oportunidades para hacer algo: condenar públicamente el bloqueo, alertar sobre la situación en los distintos organismos internacionales de los que Uruguay forma parte, incluso proporcionar ayuda humanitaria cuando la diáspora armenia gritaba, desesperada, que en Nagorno-Karabaj la gente empezaba a morirse por desnutrición. La verdad es que ahora ya es tarde.

Tal vez el gobierno uruguayo sólo pueda redimirse y mover un dedo para lo que hoy es más urgente: promover el envío de ayuda humanitaria para las personas desplazadas que buscan refugio en la República de Armenia. Sostener a miles de personas que hoy están abatidas, desmoralizadas y lejos de sus tierras ancestrales, a las que quizás no vuelvan nunca más, para que no sigan viviendo en carne propia el desamparo del resto del mundo.