Fue una chispa, y está incendiando la pradera de los derechos civiles en Estados Unidos. El sábado 12, como otras veces, racistas, nostálgicos de la guerra civil perdida en 1855, miembros del Ku Kux Klan y demás se concentraron en Charlottesville, Virginia, a honrar la estatua del general en jefe de aquella guerra, Robert Edward Lee. Fueron al choque violento con ciudadanos que piden desde hace mucho la remoción de la estatua, en congruencia con una resolución del consejo de la ciudad y en nombre de la decencia de no honrar a quien comandó la lucha pro racismo. Un declarado neonazi, James Alex Fields Jr, de 20 años, atropelló con su auto la manifestación ciudadana a favor de retirar la estatua, matando a Heather D Heyer, de 32 años. Al menos 19 personas de ese bando resultaron heridas. También murieron dos efectivos policiales, al caer el helicóptero que tripulaban.
Lo peor estaba por venir. El presidente Donald Trump condenó la violencia y la “intolerancia de ambos bandos”, sin identificar a los agresores como neonazis y activistas del nacionalismo blanco. El domingo 13 la reacción contra la omisión de Trump fue masiva y ocupó noticias y abundantes editoriales de prensa. El lunes 14 el mandatario pareció retractarse: “El racismo es maldad, y los que causan violencia en su nombre son criminales y matones, incluyendo al Ku Klux Klan”. Al día siguiente se desdijo: “Había un grupo de un lado que era malo, y otro grupo del otro lado que también era violento. Nadie quiere decir eso. Yo lo digo, aquí y ahora”.
Tres presidentes de grandes empresas renunciaron a una gremial empresarial en protesta por la posición de Trump: Ken Frazier, un afrodescendiente cuyo abuelo fue esclavo y que encabeza Merck Pharma (al conocerse su renuncia, Trump se burló de él), y también los presidentes de Intel, Brian Krzanich, y Kevin Plank, cabeza de Under Armour. Al día siguiente renunció a la gremial el presidente general de Walmart, Doug McMillon. Fue la más fuerte reacción empresarial contra Trump en lo que va de su gestión. Los neonazis también sufrieron algún revés empresario: el sitio web que albergaba la página nazi The Daily Stormer canceló el contrato luego de constatar que allí se publicaron burlas a las víctimas de la violencia. El fiscal general, Jeff Sessions, trató de calmar las aguas prometiendo pedir las más severas penas a lo que calificó de “terrorismo doméstico” cuando se identifique a los responsables. El nombre del supremacista blanco Jason Kessler fue ampliamente citado como organizador de la protesta, y el domingo dio una conferencia de prensa sobre el tema.
Los choques de Charlottesville tienen serios antecedentes en el lugar desde al menos 2012, cuando se planteó por primera vez remover la estatua de Lee, y sacan a luz un encendido rencor racista que muestra su existencia en muchos lugares de Estados Unidos y está creciendo al punto de que la posibilidad de una nueva guerra civil en el país empieza a ser planteada por la prensa seria, como The New York Times y The New Yorker, y por al menos un trabajo de fondo, el libro American War, de Omar el Akkad.
La idea de remover las estatuas de Lee, Jefferson Davis y PGT Beauregard, figuras de los estados confederados en la Guerra de Secesión de 1851-55, se basa en que su motivo no es un reconocimiento histórico (la de Lee, por ejemplo, fue puesta en 1924), sino el de un culto a la causa perdida del racismo. En mayo, el alcalde de New Orleans, Mitch Landrieu, justificó la remoción mediante una preciosa pieza oratoria en la que recordó que no hay en esa ciudad monumentos recordatorios de los esclavos, de su vida, de los aproximadamente 4.000 linchamientos ocurridos. “No hay honras al dolor, el sacrificio y la vergüenza que ocurrieron en estas tierras de New Orleans”, principal punto de arribo de los barcos esclavistas.
Esta semana The New Yorker recoge la inquietud del gobernador de Virginia, Terry McAuliffe, tras la brutalidad racista de Charlottesville y de otros sucesos mortales en Ferguson, Charleston, Dallas, St. Paul, Baltimore, Baton Rouge y Alexandria: “¿Cómo llegamos a esto?”, se preguntó; también puso en alerta a la Guardia Nacional y declaró el estado de emergencia. Cuestionó, además, hacia dónde se dirige Estados Unidos, que se muestra frágil tras ser considerada la más estable de las democracias.
“Los peligros hoy son mayores que los episodios colectivos de violencia. La derecha radical ha tenido más éxito en entrar en la agenda política central en un año que en el medio siglo anterior”, sostuvo en febrero el Southern Poverty Law Center, “algo que era inimaginable desde que George Wallace se candidateó a la presidencia en 1968”. “El auge del populismo de derecha, nutrido por los prolongados efectos de la globalización y los movimientos del capital y el trabajo que se han desarrollado, nos trajeron a un hombre considerado por muchos racista, misógino y xenófobo, para ponerlo en la oficina más poderosa del mundo. [...] La campaña electoral de Trump apasionó a la derecha radical, que vio en él a un campeón de la idea de que Estados Unidos es fundamentalmente un país del hombre blanco”.
Riesgos latentes
La estabilidad de Estados Unidos es un tema creciente en el discurso político. The New Yorker cita una conversación con Keith Mines sobre estas confrontaciones. Mines ha hecho su carrera en las fuerzas especiales de Estados Unidos, en la Organización de las Naciones Unidas y ahora en el Departamento de Estado de Estados Unidos, navegando guerras civiles en otros países, incluyendo Afganistán, Colombia, El Salvador, Iraq, Somalia y Sudán. Tras 16 años regresó a Estados Unidos para encontrar en su país condiciones que en el extranjero nutrían conflictos. En marzo pasado, el think tank Foreign Policy reunió a expertos en seguridad nacional para que evaluaran los riesgos de una segunda guerra civil, un siglo y medio después de terminada la primera. La conclusión de Mines fue que hay 60% de posibilidades de guerra civil en los próximos diez a 15 años. Otras predicciones oscilaron entre 5% y 95%; el promedio fue un cauto 35%. Y eso fue cinco meses antes de Charlottesville.
Hoy las guerras civiles no suelen involucrar enfrentamientos entre trincheras, sino que son conflictos de baja intensidad con violencia episódica. La definición de Mines de “guerra civil” es la de violencia en gran escala que rechaza la autoridad política tradicional y requiere la intervención de la Guardia Nacional. Fueron las medidas que tomó el gobernador de Virginia, Terry McAuliffe, tras la brutalidad racista de Charlottesville y de otros sucesos mortales en Ferguson, Charleston, Dallas, St. Paul, Baltimore, Baton Rouge y Alexandria: puso en alerta a la Guardia Nacional y declaró el estado de emergencia.
Según la experiencia de Mines, hay cinco condiciones que sustentan su predicción de que hay 60% de posibilidades de guerra civil en Estados Unidos: una polarización nacional irreductible y sin espacio para resolverla, una cobertura de prensa crecientemente divisiva y contraria a la circulación de información que no logra un espacio de distensión y resolución, instituciones debilitadas, y, entre ellas, notablemente los poderes Legislativo y Judicial, la traición o el abandono de su responsabilidad por parte de la dirigencia política, y la legitimación de la violencia como la mejor forma de resolución de disputas.
El presidente Trump “modeló la violencia como una forma de avanzar políticamente y validó el patoteo durante y después de la campaña electoral”, escribió Mines en Foreign Policy. “A juzgar por eventos recientes, la izquierda está a bordo de esta visión. Es como en 1859: todo el mundo está loco por algo y todos tienen armas”.
Hoy ya tienen fecha nueve protestas más de la llamada “nueva derecha”, y hay alerta policial en muchos puntos de Estados Unidos. El asesinato policial de ciudadanos afrodescendientes es inscrito por los medios citados en este creciente clima de intolerancia. Es evidente que la palabra de Trump constituye un aliento a este clima de confrontación. Comenzó su campaña electoral tratando a los mexicanos de violadores y vendedores de drogas; dijo la tremenda falsedad de que los afrodescendientes son responsables de 80% de los casos de muerte violenta de los blancos; avaló publicaciones racistas aun a costa de descalificar a medios serios como Wahington Post; fue a un programa de radio conducido por Alex Jones, que hace de la apología de la conspiración su único argumento; procuró, en fin, que a los musulmanes se les prohíba la entrada al país, y se manifestó dispuesto a pagar los costos legales de quienes empleen violencia contra protestas de afrodescendientes.
La reacción de la derecha radical ante el triunfo de Trump fue de éxtasis. “Nuestro Glorioso Líder ha ascendido a Dios Emperador”, escribió Andrew Anglin, que dirige el sitio neonazi Daily Stormer. “No nos equivoquemos: nosotros hicimos esto. Si no fuera por nosotros, no hubiese sido posible”. Jared Taylor, un supremacista blanco que edita un periódico racista, afirmó que “los blancos americanos han demostrado abrumadoramente que no somos zombis obedientes, al elegir votar por América como una nación distinta con un pueblo distinto, que merece un gobierno dedicado a ese pueblo”. A su vez, Richard Spencer, que dirige un think tank racista llamado National Policy Institute, afirmó, exultante, que la victoria de Trump era, en su raíz, una victoria de identidad política.
Con lo alarmante que fue la elección de Trump para el establishment político, sus designaciones contaron con la simpatía de facciones antimusulmanas, anti LGBT y nacionalistas. Para dirigir su equipo de transición, eligió a Kenneth Blackwell, miembro de la virulenta organización anti LGBT Family Research Council. Como asesor de seguridad nacional eligió al general Mike Flynn, quien describió al islam como “un cáncer maligno” y tuiteó que “temer a lo musulmán es racional”. El director que designó para la CIA es el republicano Mike Pompeo, cercano a los más violentos extremistas antimusulmanes. Y su asesor estratégico en jefe es Stephen Bannon, cuyo medio de prensa promueve “la derecha alternativa”.
En este caldo de cultivo, en los 34 días siguientes a la elección se registraron 1.094 incidentes de odio, y empezaron a proliferar nuevos y enérgicos grupos de derecha radical cebados con la presencia de Trump en la Casa Blanca. Según el Southern Poverty Law Center, en diciembre llegaban a 917 diseminados en todo el país.
Andrés Alsina