I

Se llama Byron y tiene 16 años. Él es maya quiché. Nació en Chichicastenango, “el lugar de las ortigas”, más conocido por su siempre colorido mercado, que atrae a numerosos turistas. Junto a su madre y otros “hermanitos” llegó a Ciudad de Guatemala, ubicada a 130 kilómetros de “Chichi”. Buscaba mejores oportunidades para él y su familia. Las consiguió: lustra zapatos en las puertas de algunos de los hoteles más selectos de la zona 10, en la capital guatemalteca. Si bien balbucea a menudo alguna palabra en inglés y habla conmigo en español, su lengua materna es el cakchiquel, uno de los más de 20 dialectos que todavía conservan aquellas varias culturas milenarias que habitan el país de la “eterna tiranía”. Byron no aparenta esa edad y me es inevitable compararlo con la mayor de mis hijas, que con 11 años lo supera ampliamente en altura y complexión. Su color de piel, raza y minoridad explican la condición social en la que sobrevive a diario. También contribuyen a explicar la postura desde la cual él asume rutinariamente su labor, de rodillas en el piso y soportando en silencio el desprecio generalizado de la casi unanimidad de los turistas gringos que, con “ojos ciegos bien abiertos” no consideran siquiera que sea necesario responderle o interactuar con él si acaso necesitan sus servicios. Byron se levanta a las 5.00, toma una taza de café y camina hasta llegar, alrededor de las 6.30, a su lugar de “trabajo”. Cuando lo conocí a las puertas del hotel donde nos hospedan a los profesores universitarios, cerca de las 16.00, aún no había desayunado. Byron lo atribuyó al clima: las lluvias constantes hacían difícil su trabajo pues poca gente caminaba por las calles.

II

“Aquí ahorita lo anuncio… van a matarme, van a matarme, verá usted … ellos me lo repetían”. El dirigente, cuyo nombre no recuerdo, está visiblemente nervioso y muestra papeles en un programa de televisión “alternativo” a los grandes medios. Aparte de las amenazas de individuos “desconocidos”, ha sido notificado por los tribunales de Justicia para que declare próximamente en una causa abierta en su contra por promover cortes de carreteras. Afirma que no abandonará la lucha y se siente orgulloso del “delito” cometido: representa a uno de los muchos movimientos sociales indígenas que resisten las inversiones de fuertes capitales transnacionales presurosos por desplazar a las comunidades originarias de los sitios que ancestralmente ocupan y así apropiarse de los recursos hídricos y minerales del país.

III

“No puede ser, no debe tolerarse más”; “es una anarquía”; “los capitales huyen”, sus “oportunidades de negocios” son así cercenadas y “perdemos la oportunidad de que las inversiones lleguen al país” sostiene en el informativo de Guatevisión, en horario central, uno de los representantes del Comité Coordinador de Asociaciones Agrícolas, Comerciales, Industriales y Financieras, la cúpula empresarial más poderosa e influyente de Guatemala. Más atinado se expresa el otro panelista, presentado como “experto” en temas jurídicos, profesor de la Universidad Francisco Marroquín, proyecto ideológico-académico de los militares contrainsurgentes guatemaltecos: los inversores necesitan desde el Estado un clima de “certezas jurídicas”, de “reglas claras” y de protección para sus intereses. Las constantes movilizaciones y protestas “no ayudan”. Tampoco los tiempos, que “deben agilizarse”. Para finalizar, el entrevistado estima que la consulta a las comunidades para saber si aprueban o no los proyectos de inversión constituyen un “contratiempo”.

Estas tres instantáneas de julio pasado –cuando estuve en el país cumpliendo actividades académicas– se entrelazan con lo que actualmente está sucediendo en Guatemala y que, tímidamente, asoma en los escasos segundos que los medios de comunicación le han dedicado al tema en Uruguay. El presidente guatemalteco, un “comediante” arribado hace poco al poder, amenaza e intenta expulsar de Guatemala al titular de la Comisión Internacional Contra la Impunidad en Guatemala, el colombiano Iván Velásquez. Jimmy Morales, así se llama el actor devenido gobernante, ha interpretado también otros papeles en el mundo de la actuación, entre ellos el de payaso, algo muy redituable periodísticamente para referirse a un país y una región, la de Centroamérica, que nos resulta lejana. En ella siempre subyace, muchas veces explícitamente, la adjetivación peyorativa de “repúblicas bananeras”, empleada como sinónimo de “atraso”.

Este comentario que ofrezco a continuación se aparta, intencionalmente, de la inmediatez periodística de detallar paso a paso el curso de los hechos de las últimas dos semanas, así como de las disquisiciones jurídicas acerca de la validez de la disposición presidencial. Por el contrario, y a la vez como resultado del involucramiento personal y profesional con aquella región, intenta acercar a los lectores un contexto histórico mínimo para comprender la dimensión de una crisis político-institucional que todo contribuye a definir como terminal. Pese a lo tajante de esto último, se considera que dicha dimensión es mucho menos grave aun que la angustiosa situación social por la que atraviesan día a día la inmensa mayoría de los guatemaltecos y de la que Byron es tan solo una ínfima expresión.

Poco interesa individualizar a Morales y a su escasa versatilidad para manejar los asuntos del Estado. Se trata, al fin de cuentas, de un outsider elegido en instancias muy especiales para representar los intereses de quienes secundan y respaldan: la Asociación de Veteranos Militares de Guatemala. Esta mención sí resulta trascendente: es la entidad que nuclea a lo más regresivo del sector militar contrainsurgente que contribuyó a expandir una primitiva cultura de anticomunismo cuyas resonancias se advierten todavía hoy. El lector debe recordar que en su seno, en Guatemala se ambientaron las más aberrantes prácticas genocidas de la historia de la Guerra Fría en América Latina. Podemos identificar con precisión la fecha de inicio de ese ciclo despiadado de violencia estatal contrarrevolucionaria: junio de 1954. En ese momento el segundo presidente democrático en la historia del país, Jacobo Arbenz, fue obligado a dimitir a causa de un golpe militar que fue parte de la primera operación encubierta ejecutada por la CIA en la región. La CIA lo consideró un “éxito” y el secretario de Estado de Estados Unidos, una “gloriosa victoria”. Aquel golpe, de amplísimas repercusiones regionales, marcó un punto importante en el proceso de radicalización política que antecedió a la Revolución Cubana: lo que le sucedió a Arbenz, que se había enfrentado a la célebre United Fruit y le había confiscado tierras para repartirlas a medio millón de personas, demostraba que el juego democrático no era suficiente.

En el actual contexto, recuperar ese pasado violentado constituye una labor indispensable y necesaria para construir un proyecto alternativo. Al fin de cuentas, aquel pasado constituyó una oportunidad única en la que el Estado jugó un rol decisivo para promover el cambio y bregar por la justicia social. Repito y subrayo: los gobernantes de ese entonces, tanto Arévalo como Arbenz, emplearon sistemáticamente las fuerzas estatales para promover los grandes intereses de la nación, para reconocer al guatemalteco su condición de ser humano y de trabajador sujeto de derechos. Entre 1944 y 1954, Guatemala vibraba de fervor revolucionario, sus habitantes se sentían parte de un proyecto colectivo junto a dirigentes políticos que eran sus interlocutores. No hubo otra ocasión: desde entonces los gobernantes, sin excepción, han tomado al Estado para colocarlo al servicio del capital transnacional y de su propio provecho.

Roberto García | Doctor en Historia, profesor de la Udelar.