Semanas después de la histórica derrota del batllismo en las elecciones de 1958, una polémica en el semanario Marcha mostraba la incertidumbre que el crecimiento del movimiento ruralista liderado por Benito Nardone, en gran medida responsable del triunfo electoral del Partido Nacional, tenía en el pensamiento de izquierda uruguayo. Este movimiento, compuesto mayoritariamente por medianos y pequeños productores rurales, había impactado en la política de los 50 con un discurso ambiguo que oscilaba entre una crítica populista a los partidos, una reivindicación de sus tradiciones y un profundo anticomunismo. En términos ideológicos denunciaba al estatismo batllista como un totalitarismo y proponía una economía abierta liberal. Por último, miraba el conflicto social por medio de una difusa contradicción entre la gente de botas y los galerudos. En su visión el poder estaba asociado a los sectores medios ilustrados de la ciudad, que eran denunciados por su actitud parasitaria, y el pueblo era asociado al mundo rural, que era visto como el verdadero productor de la riqueza nacional.
Ante la crisis del neobatllsimo que se expresaba en dicha elección, el sociólogo e historiador Carlos Rama se preguntaba: ¿Es posible un fascismo uruguayo?, y advertía que “si no se resolvían los problemas estructurales del país”, era posible que “la situación para todo el mundo se hará más desesperada y las clases medias por su misma ignorancia y falta de criterio propio buscaran otros culpables. [...] De esta posición a un fascismo uruguayo hay un solo paso, y hay muchos dispuestos a darlo”. En esta visión el ruralismo era considerado un posible embrión fascista por su crítica al liberalismo, su recurso al factor emocional, su desprecio a la deliberación intelectual y su anticomunismo irracional.
Sin embargo, otros en el semanario proponían una mirada diferente. Una serie de intelectuales influenciados por lo que se llamó la izquierda nacional encontraron en el ruralismo cierta autenticidad vinculada a los sectores populares del campo que habían quedado al margen del modelo urbano y cosmopolita impulsado desde el batllismo. El católico Alberto Methol Ferré fue el intelectual que más claramente expresó su entusiasmo por el surgimiento de esta nueva plebe, que, en su visión, estaba cambiando Uruguay. En su crónica de la elección en el mismo semanario describía una división en el festejo del Partido Nacional. Por un lado, estaban aquellos de “colachatas” y gente “bien vestida” cercanos a la Unión Blanca Democrática y, por otro, “camiones, forchelas y algunos de a caballo”, que eran los votantes de la alianza herrero-ruralista . A partir de esa distinción, establecía una contradicción económica y social entre el sector primario y el sector terciario de la economía. El triunfo del ruralismo era el triunfo de las fuerzas del campo, que realmente serían las que tendrían que controlar el Estado, ya que en la visión de Methol Ferré eran los principales sostenedores de la nación uruguaya. Methol festejaba el triunfo como un encuentro entre el gobierno y la sociedad. Por primera vez, el sector primario, el sector auténtico de la sociedad, no el sector terciario, que era el resultado artificioso del Estado, estaría vinculado al gobierno.
Dos años después, Methol Ferré escribió una fuerte declaración pública en Marcha en la que se alejaba del ruralismo. En Adiós, señor Nardone lo acusaba de haberse aliado con “los enemigos estructurales del ruralismo”, con la alianza “latifundio-mercantil” que rige al país, que oprime a las clases medias rurales y tiene congelado el progreso nacional”. Methol, así como varios de los que habían puesto ciertas ilusiones en el ruralismo en los 50, culminaron en la izquierda, primero en la Unión Popular de Enrique Erro y luego en la creación del Frente Amplio (FA) en 1971.
Los diferentes posicionamientos de los intelectuales de Marcha frente al ruralismo a fines de los 50 reverberan en algunos de los debates que hemos presenciado en estas semanas. En alguna medida el debate contemporáneo está marcado por la historia del siglo XX. No se trata de meros prejuicios que son el resultado de la mala fe, sino de una historia que fue construyendo los perfiles del conflicto entre campo y ciudad. Es cierto que el conflicto distributivo durante gran parte del siglo XX se articuló mediante la oposición ciudad-campo, en la que los impulsos reformistas estuvieron asociados a la ciudad y las resistencias conservadoras al campo. Izquierdas y derechas se alinearon de esa manera. Socialmente ambos territorios fueron heterogéneos, pero en términos políticos no lo fueron tanto. Basta repasar cómo algunos de los líderes asociados al pensamiento conservador, Luis Alberto de Herrera, Benito Nardone, las tres generaciones de Bordaberry (Domingo, Juan María y Pedro), definieron el territorio como un campo de batalla, revindicando al campo como una comunidad de valores específicos que se sentía atacada frente a los valores de la ciudad. Del otro lado, el batllismo intentó incidir en ciertas áreas productivas y en las ciudades del interior, pero sólo logró mantener posiciones y nunca pudo interpelar la hegemonía conservadora. La izquierda también intentó avanzar en los sectores de trabajadores rurales y en las ciudades, pero la persecución fue muy fuerte. El anticomunismo penetró de una manera intensa desde los 50 de la mano de ese pensamiento conservador. El recientemente fallecido poeta Washington Benavides recordaba que en 1955 un grupo ultraderechista quemaba su primer libro Tata Vizcacha en una plaza de Tacuarembó bajo acusaciones de comunismo. Durante los 60 y 70, en el marco de la polarización que vivía el país, la movilización social de derecha también estuvo muy asociada a esas ideas y a esa oposición campo-ciudad, interior-Montevideo. Por último, la dictadura intentó enfatizar la división y buscó posicionarse como la reivindicadora de los sectores olvidados del interior.
De un siglo a otro
Más allá de los usos políticos de los movimientos conservadores y de la represión social y política, existió una base real que amplificó ese discurso. El centralismo montevideano y la inequidad de distribución de recursos en el territorio fue la base mediante la que los sectores conservadores rurales construyeron su liderazgo en esos territorios. La inercia de la política por la que los crecientes electores urbanos eran los que más reclamaban y tenían mayores canales de cercanía con los sectores reformistas para articular sus demandas amplificó el problema. Esta fue la escenografía política del siglo XX pero no necesariamente tendría que ser la del siglo XXI.
De hecho, el preámbulo del siglo XXI fue algo diferente. Hace no mucho tiempo la llegada del FA al gobierno estuvo marcada por el encuentro entre sectores cercanos al FA y sectores del campo. En el marco de la crisis de 2002 la llamada Concertación para el Desarrollo, donde estaban sectores rurales y el PIT-CNT, convocó a una histórica caravana que llegó a 100.000 personas. En 2012 Juan Castillo recordaba que nunca más el PIT-CNT había logrado convocar tanta gente. Ese encuentro social, inédito si lo miramos desde la historia del siglo XX, seguramente ayuda a explicar el cambio en la demografía electoral que no solamente llevó al triunfo del FA en el gobierno sino también al triunfo en varias intendencias.
En estas semanas la emergencia del movimiento de “autoconvocados” que declara tener una relación problemática con las tradicionales asociaciones del agro vuelve a poner en el centro la discusión sobre el carácter político de la movilización del campo. Nuevamente, aparece el campo con su heterogeneidad y ambigüedad. Por un lado, la proclama de los “autoconvocados” habla de que el Estado apoya al gran capital y deja al margen a los pequeños empresarios. Pero, por otro, denuncia al “voraz” Estado como el responsable de todos los problemas en una suerte de populismo neoliberal, muy a tono con los discursos conservadores en la región. Por un lado, intentan mostrar la tragedia de diversos pequeños empresarios de la granja, arroceros, o lechería. Ciertamente, varios de ellos tienen el mismo nivel de ingresos que el salario de un trabajador urbano y sufren varios de los mismos problemas. Por otro, el movimiento se asocia con las cámaras empresariales –hasta la Asociación Nacional de Broadcasters del Uruguay apoyó la marcha–, hablan de la “mochila” del costo del trabajo y tienden a eludir los conflictos que se dan dentro del mismo campo en torno al problema del arrendamiento de la tierra y el crecimiento de su valor en la última década.
Más allá de las décadas pasadas, aquellos debates de Marcha parecen tener una productiva vigencia para pensar este momento. ¿Se trata de una reacción de ciertos sectores medios indignados que frente a la percepción de sus problemas se adhieren a una reacción conservadora que en el largo plazo los va a terminar perjudicando, o se trata de un movimiento legítimo de sectores incomprendidos por el mundo urbano? Seguramente hay de ambas cosas. Pero, ademas, la movilización de los “autoconvocados” pone en la discusión un asunto para el que aquella izquierda (de la liberación nacional y el socialismo) y este progresismo (del “capitalismo en serio”) no parecen tener una política tan clara: su relación con los pequeños y medianos empresarios urbanos y rurales. Estos sectores con niveles de ingreso similares a varios sectores de trabajadores, que forman parte del mundo popular, que tiene incidencia a nivel social, pero que tienen una sensibilidad y preocupación empresarial. Es en esos sectores en los que la queja parece emerger en forma más evidente. El proceso de crecimiento económico ha llevado a una mejora del salario real por varios años, pero también parece haber estado acompañado por un proceso de concentración en ciertas áreas de la economía, como en el campo o en el comercio que afecta a pequeños y medianos. Son esos sectores que se quejan de la formalización de la economía y de las relaciones laborales. No necesariamente por reaccionarios, sino porque su margen de maniobra es mucho menor que el de las grandes empresas. En el capitalismo la escala importa.
Con esos sectores medios de aspiración empresarial la izquierda siempre ha tenido una relación problemática. La viabilidad de esos sectores requiere de un Estado activo que no sólo apoye sino que dé garantías de sustentabilidad en el largo plazo, sea mediante formas cooperativas, de apoyos estatales, o de transformaciones estructurales. En la medida en que el progresismo no logre convencer a estos sectores de que existe un camino para ellos, los dejará a la deriva de un discurso antiestatal que tendrá un sentido catártico pero no resolverá sus problemas y que también podrá tener consecuencias electorales para el propio FA.