Sobre el final de una ceremonia que durará una hora, a las 8 de la mañana de Uruguay, hoy Rachel Meghan Markle le dará el sí al príncipe Harry. Lo hará en la capilla St. George’s del Castillo de Windsor, a 40 minutos de tren de Londres. Luego cubrirán, en vehículo descapotado si el tiempo lo permite, el largo trayecto por el medio del parque del mayor castillo poblado de Europa, ante la alegría y los vítores de 2.640 invitados, para así expresarse, seleccionados entre el personal de la casa real, alumnos de las escuelas cercanas y personas activas en obras de caridad.

Aunque ya es tarde para informarlo, el lector no podrá asistir a la boda a menos que integre la lista de 600 invitados y haya recibido la tradicional tarjeta impresa por Barnard & Westwood. La lista de invitados se cerró el 22 de marzo; no insista. Tampoco Donald Trump recibió la tarjeta. Pero tal vez, haya decidido ir a acampar ayer en las cercanías para tener, al menos, un atisbo de la pareja real necesariamente feliz.

Hay presencias previsibles. La reina Elizabeth II, claro, y el príncipe Philip. Su padre Charles y su madrastra Camilla, duquesa de Cornwall; varios primos como Zara y Peter Phillips y las princesas Eugenie y Beatrice; y, por supuesto, su hermano y su cuñada, William y Kate, duques de Cambridge. Los miembros de familias reales de Suecia, Dinamarca y Noruega. También la griega; aunque el país ya no es una monarquía, sus ex monarcas viven en el duro exilio de Londres y son reconocidos por sus pares.

Luego están los amigos plebeyos de Harry, como Guy Pelly, Tom Inskip y Thomas van Straubenzee; los padres divorciados de la novia; y también amigas de ella, como Serena Williams, Priyanka Chopra, Sarah Rafferty –que estuvo con Rachel Mehan en los papeles estelares de Suits, la serie en la que actuó desde 2011 hasta este año (108 episodios)– y Millie Mackintosh, ex del reality show Made in Chelsea. Victoria Beckham: casi seguro que va. En cuanto a la exclusión de Trump, fue una decisión basada en que el protocolo no aplica en este caso, según informó Kensington Palace. La decisión es extensiva a los amigos personales de Harry, Barack y Michelle Obama.

La prensa se ocupará de registrar el torbellino de comentarios, con mayor o menor fundamento, de los concurrentes, con la espléndida oportunidad de adentrarse en las versiones sobre intrigas, resquemores y prevalencias en la propia familia real. Y siempre está la expectativa de que el príncipe Phillip, duque de Edimburgo y consorte de la reina, diga algo inapropiado a sus 96 años. En cuanto a la proposición de matrimonio, de la que también chismorreará la concurrencia, es mejor que la cuenten sus protagonistas: acá están ellos mismos, Harry y Rachel, relatando el divino momento en entrevista con la BBC: https://www.bbc.co.uk/iplayer/episode/b09kb541/prince-harry-meghan-markle-the-engagement-interview.

La casa real británica da así un nuevo paso en la larga marcha para recuperar su compostura y poner en hoja a ese gran instrumento de relaciones públicas, de los negocios internacionales británicos, el gran atractivo turístico que permite cobrar (en libras) no menos de 28 dólares la visita a cualquiera de sus reales recintos, y el punto de equilibrio de su sistema político, pues la reina es jefe de Estado, y la hoy primer ministro Theresa May, su primer ministro. De que la Casa Real del Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda del Norte –y sus dominios de ultramar– es en verdad alemana y su nombre, Sachsen-Coburg und Gotha (Casa de Sajonia, Coburgo y Gotha) es un pecado del que ya (casi) no se habla. Fue convenientemente renombrada como Casa Real de Windsor durante la Primera Guerra Mundial, en 1917, por el rey de entonces George V (George Frederick Ernest Albert), que era también emperador de la India.

Esos eran otros tiempos. Del imperio solo quedan algunas plumas, pese a los esfuerzos de Churchill por conservarlo y sus logros ante la ofensiva alemana durante la Segunda Guerra Mundial. Los dominios de ultramar son 15 y la reina es su reina, aunque sea sólo a título formal: Antigua y Barbuda, Australia, Bahamas, Barbados, Belice, Canadá, Granada, Jamaica, Nueva Zelanda, Papúa Nueva Guinea, San Cristóbal y Nieves, Santa Lucía, San Vicente y las Granadinas, Islas Salomón y Tuvalu.

De Elizabeth II puede decirse que tiene dos pasiones vigentes: los caballos de carrera, cuya actividad en las pistas aún hoy le hace perder la compostura, y su dedicación a que la Casa Real de Windsor recupere su gravitas; su importancia, circunspección y seriedad. Los tiempos atravesados fueron en verdad vendavales: su hijo mayor, Charles, príncipe de Wales, se inhabilitó para la sucesión, primero por carácter y luego por conducta, con el escándalo extramarital que condujo a su separación de Diana Spencer (una plebeya a la que la corona le hubiese quedado perfecta), su divorcio, y su casamiento posterior con Camilla Rosemary Shand, divorciada de Andrew Parker Bowles. Que los dos hijos de Charles con Diana la aceptaran facilitó su integración al protocolo real.

Ya el tío de Elizabeth II, Eduard VIII, había tenido que abdicar, a menos de un año de asumir en 1936, al declarar su intención de casarse con Wallis Simpson, una estadounidense plebeya, y para peor, ya divorciada dos veces. En la formalidad del caso, el primer ministro de la época, Stanley Baldwin, advirtió a la Casa Real que no podría seguir siendo rey “por razones políticas y religiosas”. La razón de fondo eran sus simpatías pronazis, desde una casa real en verdad alemana, en un momento en que Europa se deslizaba, implacable, hacia una nueva guerra.

Con el tiempo, llegó 1992. Ese año, el 12 de marzo, la isla de Mauricio se declaró república aunque dentro del Commonwealth. El 19 de marzo, el segundo hijo de Elizabeth, Andrew, se separó de la duquesa de York, Sarah Ferguson, pero no se divorció. Y el 23 de marzo, su hija mayor Anne se divorció del capitán Mark Phillips. El 8 de junio, la princesa de Wales publicó su autobiografía Diana, su verdadera historia. Fue escrita por Andrew Norton, y siguió a una serie de notas en The Sunday Times alimentadas por la despechada Diana, que revelaban sus varias desdichas, entre ellas el romance de su consorte con Camilla.

La prensa amarilla no le dio respiro a la Casa Real de Windsor. El 20 de agosto publicaron la foto de un tal John Bryan besándole los pies a Sarah Ferguson, la duquesa de York, que recién se divorciaría del príncipe Andrew en 1996, con lo que Andrew pasó de ser segundo en la línea de sucesión, a ser séptimo. Y el 24 de agosto, el tabloide The Sun publicó la trascripción de una conversación telefónica sobre temas íntimos entre Diana y James Gilbey. El 13 de noviembre, el Daily Mirror confirmó con una grabación telefónica el romance del príncipe de Wales, Charles, con Camilla. Y para terminar el año, el 20 de noviembre, hubo un incendio en el Castillo de Windsor, residencia oficial de la reina, causando importantes daños, particularmente estructurales. Su reparación costó el equivalente a 50 millones de dólares, lo que llevó a que la reina tuviera que pagar impuestos y a que una segunda residencia suya, Buckingham Palace, tuviese que ser abierta a los turistas para recaudar fondos.

Con toda precisión, la reina llamó a 1992 annus horribilis, una expresión que los británicos no usaban en el léxico oficial desde 1891, cuando calificaron así el año de 1870, cuando el Vaticano declaró la infalibilidad del papa, o sea, la verdad incuestionable de la fe, que debe ser aceptada sin más.

Luego, “tiempo al tiempo, cada huella irá encontrando su arena”, cantó Jorge Drexler. El nieto mayor de Elizabeth, William, duque de Cambridge (tercero en la línea de sucesión real tras su padre Charles, improbable candidato) se casó en 2011 con Kate Middleton, y ya van por tres preciosos hijos: prince George (nacido el 22 julio de 2013), princess Charlotte (nacida el 2 de mayo de 2015) y recién nomás, prince Louis, el 23 de abril.

Y ahora esto. La ex actriz Rachel Meghan Markle, divorciada, afrodescendiente por parte de madre y feminista declarada, es aceptada en la familia real, con tal de que no sólo ame a Henry, sino que además lo demuestre. A sus 92 años, la reina Elizabeth II no puede decir annus mirabilis, pero sí que la casa está en orden y, finalmente, puede ceder el trono. Que todo sea por la continuidad.