El papa viajó en enero a Chile y Perú, al encuentro de reclamos por la pederastia clerical que se arrastraban desde hacía décadas, y con su presencia logró reavivar escándalos. Para mejor, como Pedro a Jesús (San Lucas 22, 54-62), negó tres veces los hechos: afirmaciones izquierdistas, ausencia de pruebas, calumnias, argumentó Francisco.
El papa defendió su posición en el avión de regreso con una curiosa distinción entre prueba y evidencia. El escándalo fue aplastante; debió escuchar a las víctimas en mayo y finalmente se reunió en Roma con los 34 obispos chilenos, que le presentaron su renuncia. Aceptó la de tres y luego la de dos más, que quisieron encubrirse como retiro por edad.
Sigue sin alcanzar. Ahora el Vaticano anuncia una próxima reunión de obispos (tal vez incluyendo a los peruanos, no está claro) en agosto. No se trata de un error del papa, que, claro, es falible, sino de la coherencia del pensamiento patriarcal de la iglesia católica en choque con la evolución del pensamiento y los valores generales de la sociedad. El Vaticano y sus obispos conviven difícilmente con la modernidad, por más que se esfuercen.
Algunos ejemplos. El padre Gino Flaim, de Trento, Italia, dijo al canal La7 de televisión “comprender” la pedofilia en el seno de la Santa Iglesia. “Es un pecado, y como tal puede ser aceptado”. Y amplió el concepto en sus declaraciones: “Infortunadamente hay niños que buscan el afecto que no tienen en su casa. Y si tal vez encuentran a un cura, este puede ceder a la tentación. Comprendo eso”. Ante la pregunta de si los niños eran de alguna manera responsables, el reverendo de 75 años sostuvo que “en muchos casos, sí, son responsables”. La entrevista se produjo cinco días después de que el papa recibiera a un conjunto de víctimas chilenas de abuso sexual para pedirles perdón.
Poco antes, en febrero, el cura John A Sarro fue acusado de relación sexual ilegal en primer grado y de contacto sexual ilegal en segundo grado. “No recuerdo las circunstancias”, declaró. “Pero fue un simple malentendido”. Acusado de tocar intencionalmente los pechos de una niña y de tener con ella tanto una relación sexual como sexo oral, su respuesta cosificó a la víctima niña. “Fue simplemente una cuestión de estar allí. Yo no estaba en relación con nadie. Es algo que pasó por accidente”.
“Sí, sí, sí”, dijo el cardenal Pietro Parolin, secretario de Estado del Vaticano cuando le preguntaron en mayo en la Pontificia Universidad Gregoriana de Roma si la iglesia católica podía conducir una respuesta global al problema de la pedofilia. Pero en una torpe confluencia de eventos, señala The New York Times, el congreso de cuatro días que se realizaba, “Dignidad de los niños en la era digital”, tenía lugar a continuación de que monseñor Carlo Capela, un diplomático acreditado en la embajada del Vaticano en Washington, fuera arrestado por la Policía canadiense por poseer pornografía infantil y distribuirla durante una visita navideña a Ontario.
Y una vez más se hizo pública la cuestión del secreto. El organismo católico de protección a los niños está aconsejando a los curas no informar a autoridades estatales de incidentes de abuso sexual a niños de los que sepan por confesión. Lo hizo en un folleto instructivo. La justicia criminal irlandesa –en el caso citado– no autoriza la licencia confesional, en la ley nombrada como Acta 2012. Cuando su tratamiento en el Parlamento, el Oireachtas, el ministro de Justicia Alan Shatter estableció el mandato de informar de este tipo de delitos “sin excepción de cualquier reglamento interno de cualquier grupo religioso”. Tiempo antes, el británico The Observer obtuvo un documento vaticano de 40 años atrás, calificado por los abogados del medio como “manual de engaño y ocultamiento”, que obligaba a los obispos de todo el mundo a ocultar casos de abuso sexual, a riesgo de ser expulsados de la iglesia.
Pero el propio informe de ONU deja asentada, sin discusión posible, la práctica del secreto. El código de silencio impuesto ha hecho que los casos de abusos sean raramente reportados a la ley. Por el contrario, hay casos de curas y monjas degradados, sometidos al ostracismo y expulsados por no respetar el mandato de silencio. “Asimismo, hay casos de curas felicitados por no denunciar casos de abusos, como consta en la carta del cardenal Castrillón Hoyos al obispo Pierre Pican en 2001”.
La conducta a la que se debe al respecto la iglesia católica, más allá y en contrario de posiciones como las señaladas, son las que emanan del Comité de Derechos del Niño de ONU, en tanto el estado vaticano reconoce la autoridad del cuerpo. No es sencillo el dilema para la iglesia católica, que precisa estar en el mundo terrenal con su legislación secular y por eso es un Estado, y que argumentando el derecho divino se considera por encima de lo humano. Además, y cuidando intereses, establece la autonomía de los obispos (salvo que el papado disponga otra cosa), lo que limita las demandas económicas por resarcimiento al obispado donde ocurrieron, y no alcanzan así el tesoro del Vaticano.
Por ejemplo, la investigación hecha en 2001 por The Boston Globe descubre una organización dedicada a amparar el abuso sexual dentro del obispado de Boston que funcionó por décadas y la demanda de los 552 sobrevivientes (se llama así a las víctimas porque pueden ocurrir suicidios entre ellos por el trauma) se acuerda en 85 millones de dólares; hay una película ilustrativa del caso, Spotlight, de 2015. Una nueva situación de este tipo se destapa poco después en el obispado de Saint Paul y Mineápolis, y los 450 sobrevivientes obtienen un resarcimiento mayor, de 210 millones de dólares. Y en 2007 se destapa un nuevo escándalo (todos venían ocurriendo durante décadas) en la arquidiócesis de Los Ángeles, y 508 sobrevivientes obtienen un resarcimiento aun mayor, de 660 millones de dólares. Ahora, los medios chilenos y peruanos están estimando los recursos de sus iglesias locales.
Desgraciadamente los casos son sistémicos. Para el Vaticano, según declaración en su representación del arzobispo Silvano Maria Tomasi, en los últimos 50 años entre 1,5% y 5% de los clérigos católicos están involucrados en casos de abuso sexual. Y la Universidad Católica de Santa Clara, de Honduras, hizo un estudio respecto del involucramiento de curas católicos en casos de abuso sexual y determinó que era de 4%, que ese porcentaje es consistente con otras religiones y que es significativamente más bajo que en la población masculina en general, que duplicaría esos guarismos.
“El abuso sexual contra menores es siempre un crimen odioso”, definió el observador permanente de la Santa Sede en la ONU, monseñor Silvano Maria Tomasi. Y recordó que el papa Benedicto XVI “a esa clarísima condena de la violencia sexual contra los niños y adolescentes añadió la dimensión religiosa, reiterando que el abuso es también un pecado grave, que ofende a Dios y a la dignidad humana”. Y destacó que “la protección contra las agresiones sexuales permanece en primer lugar en la lista de las prioridades de todas las instituciones eclesiásticas que luchan para poner fin a ese serio problema”.
ONU Dixit
El Vaticano presentó en febrero su segundo informe periódico al Comité de Derechos del Niño de Naciones Unidas. Lo hizo con 14 años de demora, señala ONU (documento CRC/c/vat/co/2); le señala avances formales y le reclama avances sustantivos. “No ha cumplido o no lo suficiente”, es la fórmula de ONU, y se refiere “al pleno reconocimiento del niño como sujeto de derecho”, al derecho del niño o niña “a expresar sus puntos de vista y sus puntos de vista en asuntos familiares”, y recomienda que la ley canónica “esté en completa concordancia con esta Convención”.
En su punto 43.a, el Comité le recuerda a la Santa Sede: “Abusadores de niños bien conocidos son transferidos de una parroquia a la otra, en el intento de la Iglesia de encubrir sus crímenes. Esta práctica ha sido documentada por numerosas comisiones de investigación nacionales. La práctica de movilidad de los ofensores ha permitido a muchos curas quedar en contacto con los niños y niñas, y seguir abusando de ellas y ellos”.
Mientras saluda la creación en 2013 de una oficina vaticana para supervisar la implementación de los acuerdos internacionales y recibir reclamos de abusos sexuales a niños y niñas, preocupa a ONU que no disponga de un mecanismo “para monitorear el respeto a los derechos de los niños por individuos e instituciones bajo su autoridad”. Le recuerda que la Convención que el Vaticano firmó “no deja lugar a ninguna forma de violencia contra los niños”, mental o física, y que tiene la obligación de proteger a los niños de esa violencia “de la misma forma que se opone a la tortura y otros tratos o castigos crueles, inhumanos o degradantes”.
Por su parte, el obispo Charles Scicluna se refirió al abuso de niños y niñas en términos muy distintos que los del cura Gino Flaim, citado al inicio. “El abuso sexual clerical es una egregia traición de confianza y la violación de la inocencia de las víctimas, que acarrea indescriptible sufrimiento y escándalo. Pero no es tortura, tal como la establece la Convención”.
La equiparación del abuso sexual a niños y niñas con la tortura fue y sigue siendo fuertemente resistida por el Vaticano, por razones tanto filosóficas (la ideología patriarcal) como materialistas. La tortura es un crimen de lesa humanidad, y por lo tanto imprescriptible. La demanda de resarcimiento pecuniario al horror del abuso sería, por lo tanto, sine die, sin límite temporal.