En campaña electoral, Jair Bolsonaro supo declarar: “China no está comprando en Brasil; está comprando Brasil”. Desde el año 2000, China había aportado la financiación de la que nacieron campos petrolíferos, puertos, grandes represas y usinas eléctricas en el país, y se le debía por eso.
En dos décadas, las inversiones directas chinas en Brasil fueron del orden de 50.000 millones de dólares. La tesitura de Bolsonaro obtuvo un inmediato respaldo del hoy secretario de Estado de Estados Unidos, Mike Pompeo, que acusó a las firmas chinas de “actividad depredatoria en la región”. Su predecesor Rex Tillerson ya había alentado al promitente ganador de las presidenciales a “rechazar el nuevo imperialismo chino”. Cuando Bolsonaro asumió China brindó como respuesta palabras de paz, al expresar “sincera esperanza de que al tomar las riendas de la octava potencia económica del mundo Bolsonaro verá de manera racional sus relaciones con China”.
A respecto, es bueno recordar la experiencia china con Venezuela. Llevó a un endeudamiento de Caracas por 62.000 millones de dólares y al desencanto de Beijing en relación con nuevos préstamos, según Foreign Affairs, por las dificultades del régimen de Maduro para manejar la relación en términos capitalistas: para los chinos, es una regla inamovible que se paga lo que se presta. La relación comenzó con Hugo Chávez, que citaba a Mao en sus conversaciones con ellos. En el mismo tenor, Maduro los visitó en setiembre y llamó a China “gran hermano”, y visitó la tumba de Mao en la plaza Tiananmen y lo llamó “un revolucionario gigante de grandes ideas”. A juzgar por los pobres contratos por la venta de petróleo que logró en la visita, la posición ideológica que exhibió no le fue de gran ayuda. En reciprocidad, Beijing alentó a Caracas a reformas económicas y a fortalecer el derecho de propiedad. Respecto de la concreción de conversaciones previas sobre un nuevo préstamo, la diplomacia china le explicó brevemente que esa partida de dinero ya estaba comprometida para otro objetivo.
Una de cal y otra de arena. La influencia china en América Latina, particularmente en el sur, ha crecido notablemente en las últimas dos décadas. Comenzó en 2000, en los albores de la crisis económica, y con la declaración de China de “tratar como iguales” a sus nuevos socios, en clara contraposición a la tesitura de Estados Unidos.
El desarrollo de la situación llevó a la reciente declaración del embajador argentino en Beijing, Diego Ramiro Guelar: “Hace cinco años, el liderazgo mundial era de Estados Unidos. Hoy es de China. No hablo de una proyección hacia el futuro, sino de hoy”. En la actualidad China es el segundo socio comercial de la región luego de Estados Unidos, y el primero de Perú, Chile y Brasil, con cuantiosas adquisiciones de cobre, soja, petróleo y carne. Sus préstamos están atados a dos lazos: contratos con firmas chinas y distanciamiento diplomático de Taiwán.
El ejemplo de Ecuador es ilustrativo. El gobierno de Lenin Moreno le presentó planes para hacer una gigantesca represa que se supuso solucionaría todos los problemas energéticos del país, en base a estudios técnicos con décadas de hechos, sin nuevos estudios sobre la disponibilidad de agua, afectada por los deshielos del cambio climático, con graves problemas de diseño, racionalidad económica y particularmente de emplazamiento, pues las cenizas y los sacudones del vecino volcán El Reventador, en actividad al menos desde la llegada de Colón a América, llegan hasta la represa.
De todas maneras, se invirtieron 2.200 millones de dólares y se hizo la represa Coca Codo Sinclair, con ocho grandes turbinas chinas alimentadas vía un túnel de 22 kilómetros. Sólo una vez se la prendió, y el apagón afectó a todo Ecuador. La mayor parte de los jerarcas intervinientes están o presos o encausados por corrupción, pero China está cobrando en petróleo a una cotización marcadamente por debajo de la del mercado.
Este y otros muchos proyectos –una refinería sobre el puerto de Manta, puentes, autopistas, irrigación, escuelas, clínicas y otras seis represas, entre tantas obras– llevaron la deuda ecuatoriana con China de 11.000 millones en 2015 a 19.000 millones de dólares a la fecha; en pago, China se está quedando con 80% de la producción petrolera ecuatoriana. El gobierno reemprendió la deforestación en procura de nuevos pozos petroleros, que calmen la voracidad de la deuda. El ministro de Economía del Ecuador, Carlos Pérez, hoy dice que “la estrategia de China es clara: toma el control económico de los países”.
China financia tanto proyectos notoriamente útiles como los imposibles, los que sólo son fruto de la vanidad, la corrupción y también la imaginación, sin fundamentos técnicos de los mandatarios de turno. Sin embargo, la china no es una política neoimperialista, con preferencias ideológicas y tendencia a mandar tropas o a establecer sanciones de varios tipos ante problemas en esas relaciones, y ese viene a ser su atractivo, en contraposición con la historia que tiene la región con Estados Unidos.
La política exterior china no es eso y es bastante más complicada que eso. Cuando se terminaron las dictaduras militares en la región (activamente apoyadas por Taiwán, incluso la uruguaya), China se quedó: es menos siniestra y más cínica que eso, afirma The Economist. Por ejemplo, Benjamin Creutzfeldt, de la Johns Hopkins School of Advanced International Studies, cruzó referencias entre inversiones, préstamos y visitas de alto nivel de y a gobiernos de izquierda y derecha, y no detectó un modelo de comportamiento.
Los chinos ya no entregan el librito rojo de Mao que se daba como fundamento y motor de ideas de la Revolución Cultural (1966-76) en sus relaciones exteriores, afirma The Economist, sino “paquetes verdes”, de dólares. Esa es su señal de identidad, y si resalta algo es su voluntad de invertir en lugares riesgosos y/o corruptos, y en consecuencia con pocas fuentes disponibles de capital, y hacerlo con tecnología barata y robusta. Su política puede ser definida como de préstamos por debajo de la tasa básica fijada por Estados Unidos para préstamos en dólares. “En el mejor de los casos, no son críticos de las segundas oportunidades; en el peor, son beneficiarios de no observar mal alguno, y por lo tanto, no son vulnerables a reversiones de la actualidad. China es ambas cosas”, sostiene The Economist.
Así las cosas, no tendrían razón los que predicen dolores por los dólares de deuda el día que Maduro no esté. Chen Dingding, del Intellisia Institute, basado en Guangzhou, deja claro que la amistad entre países no es el punto de partida ni de llegada de la política exterior china. “Cuando caras familiares pierdan el poder, China les ofrecerá un trato a sus sucesores, sean quienes sean: ‘Podremos no gustarle, pero tal vez quiera hacer negocios con nosotros’”. Según el académico, la iniciativa china en América Latina está orientada en 70-80% por lo económico, y el resto se explica por la construcción de influencia en el largo plazo.
Así, el líder opositor y ex alcalde de Caracas Antonio Ledezma está “triste” por el apoyo chino al gobierno de Maduro, y señala que los préstamos hechos no fueron debidamente aprobados por un parlamento venezolano legítimo. Pero aun así, y para el caso de que cambie el gobierno, Ledezma se refiere explícitamente a la necesidad de renegociar los 20.000 millones de dólares que aún se le adeudan a China. Porque China no tiene amigos ni enemigos permanentes.
Relaciones de nuevo tipo
“China no reiterará, repito, no reiterará la vieja práctica de un país poderoso en procura de la hegemonía”, dijo en setiembre su ministro de Relaciones Exteriores, Wang Yi. Ese es el mensaje que se viene dando desde el crecimiento espectacular de China de las últimas tres décadas.
Durante todo este tiempo su política ha sido disimular su poder y argumentar en favor de la benevolencia de sus intenciones, particularmente hacia Estados Unidos. El líder chino en la década del 90, Jiang Zemin, hacía llamados a la confianza y beneficios mutuos, hacia la igualdad y la cooperación en las relaciones internacionales. En 2002, cuando Hu Jintao se hizo cargo del liderazgo, la consigna era “desarrollo pacífico”. Y en setiembre de 2017 el líder actual, Xi Jinping, insistía en que China “carece del gen que lleva a las grandes potencias a procurar hegemonía”.
Foreign Affairs da como verdad establecida que los chinos están diciendo la verdad: Beijing, afirma, no quiere que China reemplace a Estados Unidos a la cabeza del sistema internacional ni tiene interés en construir una red de alianzas globales, sostener una presencia militar abrumadora, mandar miles de efectivos militares a fronteras o difundir su modelo de gobierno en el exterior.
Así las cosas, China no sería imperialista; pero el asunto es que, si bien China no quiere el primer lugar, está muy conforme con el asiento de copiloto, y su política hacia el sureste y este del globo es claramente distinta a la que tiene hacia esta región. En el primer caso, actúa consecuentemente para desplazar a Estados Unidos y dominar la zona, con una política de ambigüedad hacia los países del área –Vietnam, Filipinas, Corea del Sur, Japón– que mucho condicionaría una acción militar de Estados Unidos. Así, el renunciado secretario de Defensa de Estados Unidos Jim Mattis era famoso por mantener a la flota de su país bajo la línea del horizonte como una amenaza ante cualquier desborde militar, pero eso no impidió que China creara islotes importantes a partir de corales sumergidos y cuya soberanía proclamó, ni que tomara de hecho el control del mar del Sur de China, por donde entra y sale el grueso de su cuantioso comercio exterior.
En el resto del globo, China sólo saca ventaja de los espacios que Estados Unidos deja libres de influencia y de acción, y su acción es más importante en África que en América Latina.
La China moderna inscribe en la historia una nueva forma de que un poder mundial crezca. El Imperio mongol conectaba tierras a través del comercio; la dinastía Qing construyó un sistema tributario; Gran Bretaña hilvanaba colonias; la URSS, esferas de influencia ligadas por ideología, y Estados Unidos, un orden mundial institucionalizado y una presencia militar global.
En los hechos, China utiliza una combinación de acciones encubiertas y diplomacia pública, mediante lo que coopta y neutraliza a la oposición exterior. Así, tiene cientos de instituciones que estudian a Confucio en universidades de todo el mundo, y el estudio de inglés en China se ha ido intensificando, para utilizarlo como lingua franca ante la necesidad de influenciar en el exterior. Según Foreign Affairs, China no se privó de influenciar directamente la política interna de Australia y de Nueva Zelanda donando para las campañas electorales de determinados candidatos.
Pero el uso del poder económico en el que más se destaca la política de nuevo tipo de China es la financiación de infraestructura en el mundo en desarrollo, de modo de crear dependencia, y por lo tanto, afinidad, con sus gobiernos. El paradigma de esa política es la Ruta de la Seda, la reconstrucción de una vía marítima y otra terrestre de comunicación con Europa que existió desde el siglo I d. C.; una red de rutas comerciales organizadas para la exportación principalmente de la seda china, cuya fabricación era entonces un secreto. Se extendía por todo el continente asiático, conectando a China con Mongolia, el subcontinente indio, Persia, Arabia, Siria, Turquía, Europa y África.
Hoy, la iniciativa, lanzada en 2013, es un proyecto de infraestructura masiva en la que China lleva invertida una partida inicial de 400.000 millones de dólares y tiene acuerdos de cooperación firmados con 86 países y organizaciones internacionales. Según Nadège Rolland, analista de The National Bureau of Asian Research, el propósito de la Ruta de la Seda es vehiculizar el creciente peso económico del país en apoyo de sus intereses geopolíticos, sin por eso provocar un conflicto militar ni una respuesta que contrarreste la mayor influencia que logra China.
Que la Ruta de la Seda tenga un componente militar es algo que se puede sospechar, pero sobre lo que no hay indicios. Tal vez el líder chino de la modernización Deng Xiaoping haya hablado de más al enunciar: “Oculta tu fuerza, permanece en tu tiempo”. Al definir las cuatro prioridades de la modernización, en 1978, Deng fijó la agricultura, la industria, la ciencia y la tecnología, y no nombró siquiera el área militar, cuyo rezago cumplió el cometido de permitir el desarrollo de los poderes económico, político y cultural sin alarmar a Estados Unidos.
Al comienzo del nuevo milenio, China estaba notablemente rezagada en la presencia militar que hoy está logrando. En la década de 1980 desarrolló su economía y en la de 1990 se unió a organizaciones internacionales y multilaterales, como el Banco Mundial y la Organización Mundial de Comercio (era miembro permanente del Consejo de Seguridad de ONU desde 1971). A este siglo China ingresó con misiles nucleares con combustible de baja calidad, sus barcos no navegaban seguros fuera de la línea de visión de la costa y sus pilotos volaban de manera defectuosa de noche. La mayoría de sus unidades no tenían equipamiento mecánico moderno, como tanques. Buena demostración de esto es que la invasión china a Vietnam en 1979, tras la derrota por los vietnamitas de su régimen aliado en Camboya, fue derrotada en sólo tres meses. Recién en 2013 China tuvo su primer portaviones, y eso que su interés militar está aun hoy específicamente centrado en el mar del Sur de China.
No ser una amenaza militar ni recurrir a ella como parte de su política exterior es una buena baza en las relaciones de China con los países latinoamericanos. Después de todo, los países latinoamericanos nacieron a la madurez institucional con la doctrina del Gran Garrote durante la presidencia de Theodore Roosevelt (1901-1909; Nobel de la Paz en 1906, faltaba más), cuyo imperativo moral era la dominación de Estados Unidos de su patio trasero, en la lógica de la doctrina Monroe de 1823; esa época que la historia de Estados Unidos recoge como “una era de buenos sentimientos”.
Por lo tanto, la inversión china tiene ventajas que en general son apreciadas en América Latina. Ellos no dan madurez, seriedad, honestidad con el préstamo ni viabilidad para el proyecto para el que se pide; todo eso lo debe poner el prestatario. Es, al parecer, un trato sencillo. Si quieren capitalismo, China lo tiene.