La caída
Wann? (‘¿cuándo?’, en alemán). Aquella pregunta precipitó los acontecimientos de la noche del 9 de noviembre de 1989. Günter Schabowski, portavoz del comité central del Partido Socialista Unificado, principal partido de la República Democrática Alemana (RDA), estaba dando una rueda de prensa cuando le llegó un comunicado según el cual se permitiría a los alemanes del este viajar a Alemania Occidental. El silencio de estupefacción que llenaba la sala fue roto por uno de los periodistas presentes cuando preguntó a partir de cuándo iba a tener efecto aquella decisión. Schabowski volvió a mirar al comunicado: “a partir de ahora mismo”.
Años después, el entonces secretario general del Partido Socialista Unificado de Alemania, Egon Krenz, reconocería que pretendían tramitar esa libertad de manera progresiva. En cambio, tras la respuesta de Schabowski, todo Berlín salió a la calle; unos para derribar la frontera física que partía en dos muchas de sus calles, otros para ser testigos del acontecimiento que cambiaría Alemania y Europa. Así, el anuncio de Schabowski ha pasado a la historia como uno de los grandes errores burocráticos.
Aunque para muchos hubo señales premonitorias, nadie anticipó la caída del Muro, por lo menos no en la forma y momento en que se produjo. Quienes mejor pudieron prever los acontecimientos fueron quienes más los temían: Erich Honecker y Egon Krenz, secretarios generales sucesivos del Partido Socialista Unificado durante 1989, que debieron tener reuniones de emergencia para prevenir o gestionar la crisis que en un momento u otro iba a sobrevenir el sistema de RDA. En sus gabinetes seguro que la idea de una posible apertura de fronteras fue puesta sobre la mesa por alguno de sus asesores más pesimistas.
Muestra de este temor son las visitas de ambos a Moscú, en las que solicitaron a Mijaíl Gorbachov la intervención de la URSS en el país ante los ecos de cambio cada vez más palpables. La negativa de este les hizo volver con sensación de desamparo y abandono: el “hermano mayor” ya no quería tomar parte en sus asuntos. Aunque el estancamiento de la economía de Alemania del Este y la crisis económica y política de la URSS, sumida en una lucha entre el inmovilismo y la reforma, no fueron el único termómetro de lo que iba a suceder.
En la ciudad de Leipzig, en la RDA, comenzó el 4 de septiembre de 1989 una contestación popular que se alargaría en el tiempo y en el espacio. En la iglesia luterana de San Nicolás se iba a celebrar una misa por la paz en el centro de la ciudad, en la por entonces llamada plaza de Karl Marx. La presencia de medios occidentales, la ubicación y el papel de la iglesia frenaron una respuesta violenta de las fuerzas de seguridad. Comenzaban así las llamadas “manifestaciones de los lunes”, que después de extenderían a otras ciudades. Lucían pancartas en las que pedían la apertura de fronteras y proclamaban: “Nosotros somos el pueblo”. Pronto comenzaron los gritos de “Fuera la Stasi” (en referencia a los servicios secretos de la RDA) entre los manifestantes. Las fuerzas de seguridad no recibieron órdenes claras desde arriba y, aunque trataron de controlar las protestas desde dentro, fracasaron.
Antes incluso de estas manifestaciones, el 19 de agosto de 1989, a las afueras de Sopron, Hungría, un importante número de alemanes acudía para celebrar un “picnic” cerca de la frontera con Austria, perteneciente al bloque occidental. Rumores de una apertura de la verja llevaron a muchos a viajar a la zona, aunque con temor ante posibles consecuencias de que fuera una mentira orquestada por el servicio secreto. La apertura se produjo: durante tres horas ambos países decidieron abrir el paso y unos 600 alemanes lograron pasar. Los servicios secretos húngaros y la Stasi no hicieron nada al respecto al no tener instrucciones claras de sus superiores. Hungría abrió definitivamente sus fronteras poco después, el 11 de septiembre. A los 600 atrevidos del Picnic Paneuropeo de Sopron les siguieron varios miles de alemanes del este que pasaron a territorio austriaco.
La movilización social, la apertura de fronteras de países vecinos, la experiencia polaca con el sindicato Solidaridad y la decisión de Gorbachov de no intervenir precipitaron los acontecimientos y llevaron al derrumbamiento del símbolo más físico del sistema.
De maqueta de la Guerra Fría a país unificado
Helmut Kohl, canciller por entonces de la República Federal Alemana (RFA), fue vitoreado en su llegada a Alemania del Este tras este acontecimiento, recibido como adalid de la democracia y la libertad. Sin duda ese recibimiento tendría algo que ver en su apuesta por la reunificación, que acometió como un proyecto casi personal con una determinación política fuera de toda duda. En uno de sus discursos en Berlín, dijo que se iba a lograr la reunificación al modo de Alemania Occidental: votando primero para ver si existía efectivamente esa voluntad.
Y la gente de Alemania Oriental votó en marzo de 1991 en unas elecciones que ganó Alianza para Alemania, coalición de los democristianos con otros partidos, que obtuvieron 192 escaños en el Parlamento de la RDA, el Volkskammer. Les seguían los Socialistas del Oeste (SPD) con 88 escaños y los del Este (PDS) con 66. Era el respaldo que necesitaba el bloque en favor de la unidad para emprender la transformación que conformaría la Alemania de hoy y que dejaba atrás su pasado.
El final de la Segunda Guerra Mundial se saldó con la victoria de los Aliados frente a las potencias del Eje. Churchill, Truman y Stalin se reunieron en Potsdam en 1945 para acordar el nuevo orden “de paz” y gestionar los territorios anexionados por la Alemania nazi. En este encuentro acordaron dividir Alemania en cuatro zonas de ocupación: una británica, otra francesa, una estadounidense y otra soviética, atendiendo entre otros factores a las pérdidas humanas de cada potencia. Asimismo, aunque caía en territorio oriental, la capital fue también dividida en cuatro, quedando el Berlín ocupado por los aliados rodeado por la zona soviética. Los territorios bajo influencia de Reino Unido, Estados Unidos y Francia terminaron por unificarse dando lugar a la RFA, con capital en la ciudad de Bonn. La zona este, con capital en Berlín, daría lugar a la RDA.
La década de los 50 fue de reconstrucción y recuperación para el país, pero el bloque soviético comenzaba a experimentar in crescendo una pérdida de población que huía a la otra Alemania, en gran medida por la persecución política que sufrían algunos grupos y la falta de libertad de expresión. Esta escapada era intolerable para el buen nombre del bloque socialista, así que el Partido Socialista Unificado de Alemania, apoyado por Moscú, tomó la decisión de construir en 1961 un “muro de contención del capitalismo” que reforzaba la frontera que dividía ambos países y rodeaba su antigua capital.
Si bien los alemanes del Este, los Ossis, podían estudiar en otros países del bloque comunista y viajar por la zona de influencia soviética, no existía la posibilidad, salvo excepciones, de viajar a Alemania Occidental o a Berlín oeste. Los Wessis, del oeste, sí podían viajar a la Alemania Oriental aunque cruzando sus férreos controles. Muchas familias quedaron divididas, y las especiales circunstancias que rodearon al sistema de la RDA llevaron al establecimiento de un sistema de vigilancia que involucró a toda la sociedad y que lo convirtió en uno de los más represivos y férreos del bloque.
Si bien con perspectiva histórica podría parecer que la reunificación alemana tras la caída del Muro estaba fuera de toda duda y era cuestión de acordar el cómo, lo cierto es que los principales líderes políticos de los países aliados se movían entre la extrema prudencia y la frontal oposición.
Entre los que se oponían pesaban factores como el temor a una Alemania fuerte por reminiscencias del nazismo, pero sobre todo el vértigo de perder poder relativo ante una Alemania con más peso dentro de la Comunidad Económica Europea. La máxima representante de este posicionamiento, aunque no la única, fue la primera ministra británica, Margaret Thatcher que se agarró desesperadamente a los últimos engranajes de la Guerra Fría en Alemania e hizo pública su oposición al canciller Kohl.
En cambio, el presidente francés, François Mitterrand, se movía entre la prudencia, el apego al statu quo y un cierto tacticismo destinado a ganar tiempo. En sus reuniones con Thatcher parecía estar de acuerdo con una cierta oposición, pero ante Gorbachov o Helmut Kohl la posición cambiaba. Por su parte, el presidente estadounidense, George H. W. Bush, decidió optar por la prudencia y dar espacio a sus socios europeos con la distancia de quien maquina su nueva posición, especialmente en relación con el equilibrio de fuerzas en la OTAN. Se rompía así un débil equilibrio mantenido durante cuatro décadas.
La reunificación alemana
Tras la caída del Muro dio comienzo un complejo proceso de unificación política, social y económica. Entre 1989 y septiembre de 1990 convivieron dos gobiernos, uno en la RFA y otro en la RDA, además de dos partidos democristianos y dos socialistas que funcionaban independientemente. Dos documentos son clave para comprender cómo se produjo el proceso de reunificación política: el Tratado 2+4, entre las dos Alemanias y las cuatro potencias ocupantes, y los Diez Puntos presentados por Helmut Kohl. En ellos se apuntaban una serie de medidas para llegar a la unificación y fueron un guion para la transición democrática de la RDA.
Las negociaciones comenzaron con la creación de una mesa redonda con representación de las principales fuerzas políticas a ambos lados. Existía a nivel social una clara voluntad de facilitar la unificación de la administración y sus cuerpos. La élite política de la RDA, que presentaba la mayor oposición a la unificación, fue apartada con la abolición del artículo 1 de la Constitución de la RDA, que aseguraba la hegemonía del Partido Socialista Unificado, tras votar así los miembros de Volkskammer en diciembre de 1989. Tras esta decisión, dimitirían su secretario general, Egon Krenz, y los miembros del Politburó. Muchos de ellos, incluidos Honecker y Krenz, serían juzgados por crímenes derivados de su ejercicio y cumplirían condenas de cárcel.
En esta mesa se acordó la creación de estructuras confederales, se valoró elaborar una nueva Constitución —aunque finalmente se terminaría modificando la de la RFA de 1949 amparando la unión territorial bajo el artículo 23— y se acordaron elecciones para dar lugar a un gobierno de responsabilidad nacional. Así, se convocaron las primeras elecciones parlamentarias de Alemania del Este en marzo de 1990, que irían seguidas de elecciones generales en todo el país en diciembre de ese año. Esas primeras elecciones las ganaría Alianza para Alemania, una coalición encabezada por los democristianos de Kohl, seguidos de los dos partidos socialistas: ganaron las fuerzas en favor de la unificación.
La delicada situación del Este, en pleno colapso, y la victoria de las fuerzas “unionistas” y en concreto de los democristianos, en marzo y en diciembre, hicieron prevalecer la estrategia de los 10 puntos de Helmut Kohl, que incluía el fin del monopolio del Partido Socialista Unificado en el Este, la colaboración institucional, cultural, industrial, ecológica y económica, la creación de fondos para fortalecer las infraestructuras comunes y avanzar hacia la unión monetaria y política.
El Parlamento de la RFA pasó de tener 519 escaños a 662 para incluir la representación de los nuevos estados federales del Este en las elecciones de diciembre de 1990. Como ocurrió con la gran mayoría de instituciones de la RDA, el Volkskammer, su cámara baja, terminó por desaparecer. Por su parte, la cámara alta de la Alemania Occidental, el Bundesrat (o ‘Consejo Federal’), pasó a incluir a los seis estados del Este. En el Tratado de unificación firmado en 1990 se acordó que la capital fuera Berlín, por lo que en los siguientes años fueron trasladándose de Bonn a esta ciudad las principales instituciones políticas y administrativas federales.
Al proceso político le acompañó otro económico. La caída del Muro de Berlín se produjo en un contexto de aceptación de los preceptos neoliberales del Consenso de Washington, que cantaba las alabanzas de la economía de mercado y rechazaba la intervención estatal en la economía. La materialización de este paradigma en el caso de la reunificación alemana es indudable Con la caída del Muro y tras las elecciones de marzo de 1990, hubo que hacer algo con los activos económicos en manos del Estado de la RDA. Industrias, edificaciones, capital físico, las plantillas de trabajadores…. Para esta gestión se creó la Treuhandanstalt, un organismo autónomo pero dependiente del Gobierno y encargado de liberalizar estos activos.
En sus primeros años, la Treuhandanstalt fue vista como la esperanza de la economía del Este y la articuladora de nuevas oportunidades y crecimiento. Con un rumbo claro pero sin información suficiente ni precedentes, su personal se puso manos a la obra vendiendo activos industriales de sus vecinos del Este. Este giro de volante tuvo consecuencias en el tejido económico existente: una industria que llevaba varios años estancada y que poco podía hacer para competir con la del Oeste, y una población no podía hacer frente a la inversión de capital que suponía la compra de estas empresas, que quedaron en muchos casos en manos de empresarios de la RFA.
Con todo, muchos de estos empresarios no querían hacerse con las empresas orientales, porque a la inversión inicial le seguían otras tantas para modernizar las plantillas y el capital físico, e incluso en muchas era necesaria una reconversión total. Algunos incluso las compraban a bajo precio para hundirlas y hacer desaparecer una posible competencia. Pocas empresas sobrevivieron, y menos aún en manos de ciudadanos del Este. Los que llegaban a obtenerlas desconocían la gestión de una empresa capitalista y carecían del capital para mantenerla a flote. Asimismo, la atracción por los productos “capitalistas” llevó a que los ciudadanos de la RDA dejaran de comprar productos propios, lo que agravó aún más la situación de la zona oriental.
Quizá por la incuestionable aceptación del libre mercado no se propusieron medidas intermedias como sociedades cooperativas o una batería de dinero público previo a la venta hasta bastante más tarde. Ante el drama humano que supusieron muchas de estas medidas de privatización acelerada, el director de la Treuhandanstalt en sus primeros momentos, Detlev Rohwedderse, terminó inclinándose por la segunda opción: primero inyección de dinero público y después venta en el mercado. Esa tendencia no se llegó a materializar, porque Rohwedderse fue asesinado por el grupo terrorista comunista Fracción del Ejército Rojo en el que sería uno de sus últimos atentados.
Rohwedderse fue sustituido por Birgit Breuel, quien apostaba firmemente por la rápida liberalización con el objetivo de evitar una mayor desaceleración de la economía. El Gobierno de Helmut Kohl tomó además la decisión de establecer un tipo de cambio 1:1 entre el marco del Este y del Oeste, desaconsejada por el Banco Central alemán y muchos asesores económicos del gobierno por la consecuencias que podría tener sobre los tipos de interés y la inflación. Esta medida obedecía a la voluntad de acelerar la unión monetaria, pero tuvo consecuencias negativas sobre la competitividad de Alemania Oriental.
Las consecuencias de la reunificación económica todavía resuenan en la actualidad. Por un lado, los ciudadanos del Este sintieron que fueron comprados y vendidos desde y para el Oeste, y que tuvieron que adaptarse casi por completo al sistema político, económico y social occidental: una reunificación que terminó en anexión. La falta de oportunidades derivada de la desaceleración forzó a muchos jóvenes a migrar a la “otra Alemania” con el consecuente envejecimiento de su población; la desigualdad y el paro se abrieron paso en el este. No mucho después de la unificación comenzó a surgir entre los jóvenes del Este una suerte nostalgia, la Ostalgie, que se explica no tanto por añoranzas del sistema anterior como por ser una reivindicación de una identidad que quedó sepultada bajo los escombros del Muro.
Por otro lado, los alemanes occidentales sintieron que sus esfuerzos fiscales caían en saco roto y no entendían cómo tanta inversión llevaba a nada, e interpretaban esta desilusión como ingratitud. Se estima que en los primeros veinte años tras la reunificación 1,3 billones de euros habían pasado en forma de ayudas y subsidios del oeste al este. Aunque esta cifra es discutida: Alemania Oriental se tuvo que occidentalizar y cambió profundamente su sistema productivo y político, por lo que esta inyección de dinero no sería tanto una transferencia asistencial sino el coste de reunificar y construir un nuevo Estado.
Fantasmas del Muro
La geopolítica mundial ha cambiado mucho desde aquel 9 de noviembre, pero hay lecturas de la actualidad que no tendrían sentido sin reconocer el peso de los eventos que rodearon a la caída del Muro. Dentro de la Unión Europea, los discursos de líderes euroescépticos como Nigel Farage, Matteo Salvini o Marine Le Pen están cargados de recelo frente a la centralidad y el poderío de la Alemania reunificada en el contexto europeo. Durante los años de la crisis, también la izquierda ha adoptado un discurso crítico ante la innegable influencia de la ortodoxia alemana en las políticas de austeridad.
Las relaciones entre Berlín y Moscú están también salpicadas por el recuerdo de 1989. Mientras en Alemania Gorbachov es visto como un héroe que posibilitó la reunificación y el triunfo de la democracia, en Rusia fue un líder débil que se dejó vencer y engañar y permitió que se destruyera una potencia mundial en pocos años.
Alemania no sería el motor económico que es hoy de haberse mantenido dividida, pero muchas decisiones tomadas durante la reunificación se han traducido en un descontento que perdura hoy: en 2019, el 57% de los alemanes del Este se sienten ciudadanos de segunda. Y en gran medida quienes han sabido capitalizar este descontento han sido las fuerzas de extrema derecha. Alternativa para Alemania tiene más respaldo en la antigua Alemania Oriental, y sorprende ver en manifestaciones convocadas por el grupo xenófobo Pegida (Patriotas Europeos contra la Islamización de Occidente) a jóvenes sosteniendo pancartas que rezan “Nosotros somos el pueblo”, el mismo eslogan que utilizaron sus padres para reclamar la apertura de fronteras y la libre circulación.
Este 2019 se celebró en Sopron el aniversario del Picnic Paneuropeo con el primer ministro húngaro Viktor Orbán como anfitrión. Junto con la canciller Merkel y otros mandatarios, se recordaron los acontecimientos de ese día y se celebró el fin del Muro que dividía a las dos Europas y el triunfo de la democracia. Sin embargo, las verjas ya no están para frenar la salida sino para parar la entrada y el picnic está, esta vez, en el lado “correcto”.