Dos semanas de protestas y la sensación de “que esto recién empieza”. La frase se repite en las calles de Santiago, donde ayer otra manifestación masiva fue violentamente reprimida por Carabineros.
Hoy una nueva movilización a La Moneda exigirá la renuncia del presidente Sebastián Piñera, quien hace tres días anunció con “dolor” la cancelación de las cumbres APEC y COP25. Esa mancha de cara al mundo parece preocupar al mandatario más que las movilizaciones en distintas ciudades y las denuncias contra su gobierno por violaciones a los derechos humanos. Una delegación de Naciones Unidas que ya se encuentra en Santiago recopilando información al respecto recorrerá distintos puntos del país hasta el 22 de noviembre.
Desde el 18 de setiembre, día que comenzó el levantamiento popular ya conocido como “Chile despertó”, hasta el cierre de esta edición, el Instituto Nacional de Derechos Humanos (INDH) informó que presentó 167 acciones judiciales contra el Estado, de las cuales 120 fueron por torturas y 18 por violencia sexual. Entre las 4.271 detenciones de los últimos días, 471 fueron de menores de edad. Y de las 1.305 personas que recibieron atención médica en hospitales, 146 fueron por heridas oculares.
En estas movilizaciones, el despertador fue la juventud. Un grupo de estudiantes saltó los torniquetes del subte y esa acción transformó, en pocos días, a un Chile permanentemente citado como modelo de economía exitoso en uno de los más creativos ejemplos de rebelión y organización popular.
Todo empezó el 8 de octubre, dos días después de que el gobierno anunciara el aumento del boleto del subte. Pasaba de 800 pesos a 830.
“Evadir, no pagar, otra forma de luchar”, fue uno de los lemas de cientos de jóvenes, que primero se les escurrían a los guardias del subte y luego directamente eran perseguidos y golpeados por Carabineros. Se organizaban y se protegían. Subían a las redes sus acciones de resistencia. Y explicaban que no lo hacían por ellos, sino por sus padres y abuelos. Las escenas de violencia policial, como así también de resistencia, empezaron a hacerse virales. También las evasiones masivas, que no se detenían.
“Se sentía muy bien la unión. Había que tener mucha organización para no caer detenidos. Nos dispersábamos y después nos juntábamos. Había que correr mucho”, dice, ocultando su sonrisa debajo de un pañuelo de colores y su nombre bajo el anonimato, una joven de 15 años. “Es muy importante que la gente abra los ojos. Nos sentimos orgullosos de haber logrado eso. El pueblo chileno se hartó y despertó, porque es mucha la desigualdad”.
“El que no salta es paco, el que no salta es paco”, se hizo un himno en las calles, como virales los videos en los que jóvenes desafían el poder, enfrentando a los Carabineros cuando son reprimidos o bailando en ronda alrededor de efectivos armados y asustados.
“Los cabros no tienen miedo”, repiten madres que están muy preocupadas pero que no pueden detenerlos. En muchos casos los apoyan. La mayoría del pueblo los apoya. Por eso salió a las calles a respaldarlos cuando el presidente Piñera dijo “estamos en guerra contra un enemigo poderoso”.
Cata Vidal es trabajadora social. Lleva un pañuelo verde en la muñeca y, apenas sale del trabajo, pedalea hasta las marchas. Dice: “Criminalizaron todo el movimiento estudiantil, de manera muy fuerte desde los medios y el gobierno. Y eso se naturalizó, se naturalizó el ingreso de policías a los institutos, que los tiraran al piso, que lanzaran gases lacrimógenos dentro de la escuela. Esa represión que vivieron en los últimos tiempos los estudiantes es la misma que vivió toda la vida el pueblo mapuche. Ahora parece que nos dimos cuenta como sociedad y dejamos de ser indiferentes”.
La otra cara
Ni la represión ni la declaración de emergencia, ni los toques de queda, ni los militares en las calles, que en pocos días mataron, torturaron, abusaron, armaron montajes y volvieron a despertar el fantasma de la dictadura pudieron frenar a los jóvenes, que ya no estaban solos.
“No son 30 pesos, son 30 años”, se repetía a gritos en las calles, que se llenaron de gentes, de pintadas, de consignas, de balas de goma y de gases, de limones y de agua con bicarbonato, de banderas pero no de partidos políticos, de tanquetas y de blindados, de médicas, de enfermeros y de estudiantes con mochila-botiquín, de postas sanitarias, de funcionarios de organismos de derechos humanos vestidos de amarillo, de incendios, de piedras, de sangre. De muerte, de tortura y abuso.
“Los militares nos metieron dentro de un supermercado, nos tiraron al piso uno arriba del otro, yo quedé arriba de un hombre, me apuntaban y me pedía que no me moviera; me metían la metralleta en la cola. Después nos subieron a un camión y nos llevaron a otro lado. Nos dejaron varias horas tirados en el piso, sin poder movernos. Nos sacaron los teléfonos y borraban videos. Varias horas después, a algunos nos dejaron irnos. Nunca nos pidieron un documento ni registraron en ningún lado nuestra supuesta detención”. El testimonio de esta joven que pide mantener el anonimato es similar al de muchas otras personas, que los hicieron públicos a través de medios o redes sociales.
Los casos de torturas y abusos durante las últimas semanas son muchos más que los números oficiales que manejan los organismos de derechos humanos, que no dan abasto ante semejante embestida de violencia estatal. Y que no se detiene, porque si bien Piñera tuvo que dar marcha atrás con el estado de emergencia y los toques de queda, por la presión popular y la manifestación de más de un millón y medio de personas el viernes 25 de octubre, la represión por parte de Carabineros continúa.
“El pueblo, el pueblo, el pueblo dónde está. El pueblo está en la calle, pidiendo dignidad”. Es la respuesta de miles de personas que no abandonan las calles, que se organizan, que tienen rabia. Que responden, en muchos casos con piedras a las balas y los gases. Y que mantienen abierta la esperanza de un cambio, de un cambio de verdad y profundo. Tienen claro que el enemigo está enfrente, y es un gobierno neoliberal que insiste en discursos de “diálogo” y que condena la “violencia” de manifestantes, pero que calla las violaciones de los derechos humanos.
De otros tiempos
Mientras los cambios de gabinete anunciados por Piñera fueron tomados por miles de manifestantes como “un simple maquillaje para que todo siga igual”, una palabra empezó a sonar con más fuerza en las calles. A pintarse en paredes y carteles: Constitución.
“La que existe es la que nos dejó Pinochet, y nunca vamos a tener una democracia verdadera si no la cambiamos”, dice una de las mujeres participantes en el “cabildo abierto” que se realizó el jueves en La Victoria, una de las poblaciones más antiguas y emblemáticas de Santiago.
Allí, la tradición de resistencia contra la dictadura se respira en todo el barrio, se ve en las casas, los centros sociales y los murales con azulejos que recuerdan los mejores tiempos de la Unidad Popular de Salvador Allende.
“Siempre fue fuerte la unión de la población y nos organizamos, pero hace años que no juntábamos más de 30, 40 personas en las convocatorias. Ahora, fuimos más de 100”, cuenta entusiasmado el Polo, que recibió aplausos de vecinas y vecinos por una frase que, con palabras distintas pero el mismo espíritu, se respira en las calles de muchas ciudades chilenas: “Nos costó mucho abrazarnos, así que ahora hay que hacer todos los esfuerzos para no despegarnos y mantener esta unión”.
Los cabildos abiertos son un fenómeno en expansión por estos días, otra de las herramientas que pone a funcionar este pueblo decidido a cambiarlo todo. Las convocatorias se dan en poblaciones, en centros culturales, en clubes, como fue la asamblea con más de 1.500 participantes que tuvo lugar en el estadio Monumental del Colo Colo, al que asistieron hasta ex jugadores del club. Allí, como en cada esquina, ómnibus o café, se habló sobre la situación que vive el país y empezaron a escucharse las primeras propuestas para esta nueva etapa “que será larga”, insisten los más optimistas.
Según expresó Piñera en un tuit, la cancelación de la APEC y COP25, dos cumbres muy importantes para el país, fue decidida “para garantizar el orden y la paz social, enfocarnos en el diálogo y una nueva agenda social para dar soluciones urgentes a las principales demandas”. “El gobierno le baja el perfil a este movimiento que es el despertar de un pueblo. El presidente también quiere aprovecharlo y dice que está feliz y lo considera una buena noticia. Pero está cagado, y nosotros tenemos que aprovechar esta oportunidad histórica para conseguir más derechos para nosotros, los pobres”, dice Daniel, que porta una bandera de Chile ensangrentada.
En La legua, otra población de las más populares y estigmatizadas de Santiago, las vecinas y vecinos también comenzaron a reunirse más seguido. En ese lugar, cerca de las canchitas de fútbol que mandó a construir Arturo Vidal, la figura de la selección chilena que nació y se crió en este barrio.
Hay olor a neumático quemado, restos de barricadas. Un automóvil de Carabineros ve gente juntada en una esquina y se detiene cerca, a mirar. A los pocos minutos, llega otro. “Los fantasmas reaparecen. Los militares en las calles, apuntando, disparando. Los mayores estamos muy preocupados, porque esto nos recuerda a los tiempos de dictadura”, dice Jano Nuñez. Tiene 59 años y es funcionario de correo. “Más de una vez me pasó de llevar una carta para turno de una operación [quirúrgica] y que la familia me diga que esa persona ya estaba muerta”, dando paso a otros de los temas que más afecta a la sociedad chilena.
“Quiero estudiar lo que elijo y no lo que puedo pagar”, dice el cartel rojo de letras negras que empuña Nazaret, de 20 años, estudiante de gastronomía. Hubiera preferido Enfermería. “Pero no me alcanza, y eso que trabajo. Lucho por una educación gratuita y de calidad. No puede ser que para estudiar haya que endeudarse por 20 o 30 años. Eso tiene que cambiar”.
Ayer
Una procesión de miles de mujeres vestidas de negro. Muchas con un parche en un ojo. Llegan en grupos a Plaza Italia, el epicentro de las protestas en Santiago. Se unen en una caravana de varias cuadras y recorren la Alameda hasta al Palacio de La Moneda. Portan flores blancas y pañuelos del mismo color. Con los brazos en alto se paran frente a seis carabineros. Los miran a los ojos y no dicen una palabra: el silencio es total. Hay mujeres de todas las edades; algunas lloran.
Fue ayer al mediodía, en la marcha por todos los muertos. Horas después, otra masiva movilización pidió la renuncia de Piñera y un cambio de verdad. Y otra vez, fue reprimida. Y hubo incendios y destrozos a decenas de comercios. Barricadas. Gases. Detenidos.
Así, parece que va a seguir la historia unos cuantos días más en las calles de Santiago y otras ciudades de este Chile que despertó.
“El único país que privatizó el agua, y los que tienen los derechos se la venden a la población. Recuerdo una obra de teatro donde decían: ‘Se vende lindo país, esquina con vista al mar’. Estos canallas vendieron todo. El día que puedan vender el aire, lo van a empaquetar”, dice Irene Rojas Cambias, militante por los derechos humanos que estos días pisó las calles nuevamente para reclamar en contra de las violaciones a los derechos humanos. Recibió un perdigón en un seno. “Pero habrá que seguir hasta que, como dijo Neruda, ganemos los sencillos”.
Maxi Goldschmidt, desde Santiago de Chile.