El acuerdo firmado entre el presidente mexicano, Andrés Manuel López Obrador, y el gobierno estadounidense, liderado por Donald Trump, conlleva un retroceso en la política migratoria mexicana. Si bien se trata de un problema complejo, que involucra a grandes masas humanas, la deriva hacia la acción militar debilita las visiones basadas en los derechos humanos, echa por tierra el discurso inicial del presidente mexicano y erige el famoso “muro” ya no en la frontera, sino en el conjunto del territorio mexicano. “[Si eres migrante] probablemente lo que te vas a encontrar es que te vamos a decir: ‘No queremos que atravieses nuestro territorio si tu objetivo es llegar a otro país’. ¿Por qué? Porque le vas a crear a un problema a nuestro país”, dijo el canciller mexicano, Marcelo Ebrard.

Cuando en enero de 2019 una caravana de migrantes fue recibida amablemente por autoridades y funcionarios del Instituto Nacional de Migración, y se les ofreció respeto al libre tránsito, tarjetas de visitantes y visas de trabajo, parecía que al fin se iba a lograr lo que por tantos años la sociedad civil y los migrantes habían venido reclamando. Esta acción fue percibida con optimismo como una señal de que el nuevo gobierno de México cumpliría lo que Andrés Manuel López Obrador había prometido tanto en su campaña electoral como en sus primeras declaraciones como presidente electo: hacer de México un país de puertas abiertas y solidario con las personas migrantes. No obstante, apenas unos meses después, en junio de 2019, los gobiernos de México y Estados Unidos firmaron un acuerdo por medio del cual México se comprometió a controlar y frenar los flujos de migrantes irregulares que llegan a su frontera norte, a cambio de que el gobierno de Donald Trump no aplicara aranceles a la importación de productos mexicanos. Con ello, la política migratoria del nuevo gobierno dio un giro radical que la ha hecho regresar a los peores momentos de gobiernos anteriores.

Para entender esta situación hay que recordar que por la frontera norte de México cruzan anualmente de manera irregular cientos de miles de personas, tanto mexicanos como no mexicanos, hacia Estados Unidos, por lo que esta cuestión se ha convertido en una gran preocupación para los gobiernos estadounidenses y en uno de los asuntos más importantes de la relación bilateral. En consecuencia, la política migratoria del Estado mexicano no puede ser analizada sin atender de alguna manera su relación con aquel país.

Si bien la cuestión migratoria lleva muchos años en la agenda bilateral, en la coyuntura actual confluyen dos elementos que le confieren cierta peculiaridad: por una parte, el actual presidente de Estados Unidos desarrolló en su campaña (y continúa manteniendo, ya en el poder) un discurso antiinmigrante y racista que considera a la migración como un peligro para la seguridad nacional. Este discurso le ha funcionado a Trump para movilizar a un segmento de votantes que comparte estos valores y constituye una de sus principales bases de apoyo, por lo que lo sigue utilizando para promover su reelección.

El segundo elemento refiere al aumento sostenido de los flujos de migrantes irregulares y a algunos cambios recientes. Al respecto, mientras la migración de mexicanos a Estados Unidos ha venido experimentando desde 2007 un discreto descenso y una posterior estabilización, la migración de tránsito no ha cesado de crecer, hasta alcanzar en la actualidad cifras que se acercan al medio millón de personas, por lo que son estos procesos (y no los de expulsión) los que marcan la agenda actual.

Nuevas migraciones

Procedente principalmente de Guatemala, Honduras, El Salvador y Nicaragua, la migración de tránsito no sólo se había venido incrementando paulatina y sostenidamente, sino que además comenzó a diversificarse tanto en su composición sociodemográfica como en las estrategias de los migrantes para enfrentar sus procesos de movilidad. Respecto de lo primero, si en las décadas de 1980 y 1990 este flujo se componía predominantemente de hombres jóvenes centroamericanos, en las primeras décadas del siglo XXI se aprecia un aumento del número de mujeres y menores de edad, así como la presencia de grupos de personas procedentes de otras regiones de América Latina (en especial, de países caribeños como Haití y Cuba), pero también de África y el sur de Asia (India, Pakistán, Bangladesh). Estas personas, en la mayoría de los casos, huyen de situaciones extremas, que incluyen desde la violencia hasta los efectos del cambio climático en sus lugares de origen, por lo que no se puede calificar esta migración simplemente como económica. En cuanto a las nuevas prácticas utilizadas por los migrantes, se aprecia una tendencia al incremento del número de menores de edad (muchos viajan sin la compañía de un adulto) y de familias completas, así como, más recientemente, la aparición de caravanas de migrantes.

Protección y riesgo

La sociedad civil mexicana ha llevado a cabo durante décadas acciones de atención y asistencia humanitaria a los migrantes (mexicanos, inmigrantes, migrantes de tránsito, así como refugiados y solicitantes de asilo), a la par que ha ejercido presión sobre el Estado para reorientar el marco normativo y la legislación migratoria hacia un enfoque basado en los derechos humanos. Como resultado de ello, así como por los compromisos asociados a la suscripción de tratados internacionales y las propuestas de la agenda política global, en 2011 se promulgó una Ley de Migración que, al menos en la letra, privilegia el respeto irrestricto a los derechos humanos de los migrantes y promueve la corresponsabilidad entre estados, la hospitalidad y la solidaridad. A esto siguió en 2014 la Ley sobre Refugiados y Protección Complementaria y Asilo Político. Esta legislación migratoria (que se inscribe en un contexto en el que se ha legislado abundantemente sobre la protección de derechos e inclusión de minorías y poblaciones vulnerables) establece como objetivos facilitar la movilidad de personas en un marco de orden y seguridad, garantizar la igualdad de derechos para los migrantes, reconocer y respetar los valores de los inmigrantes, priorizar la unidad familiar y los intereses de los menores de edad y promover la integración social y cultural de los extranjeros. Asimismo, la norma refrenda la obligación del Estado de garantizar el ejercicio de los derechos sociales, económicos y culturales a los migrantes y el acceso a servicios educativos y de salud e impartición de justicia.

Sin embargo, a pesar de este marco normativo, los gobiernos anteriores, más allá de sus diferencias partidarias, manejaron la cuestión migratoria de un modo contradictorio y esquizofrénico: mientras la legislación privilegia una perspectiva basada en los derechos humanos, la política migratoria que se ha implementado ha consistido básicamente en una serie de controles y otras medidas de “seguridad” orientadas a detener y deportar a los migrantes irregulares.

Considerando que incluso desde antes de que se aprobara la nueva legislación migratoria el Estado mexicano había venido desarrollado un discurso de protección y había puesto en marcha políticas públicas dirigidas a sus nacionales actuando como un “Estado transnacional”, esta discordancia entre su postura respecto de los ciudadanos mexicanos que expulsa y su trato hacia los inmigrantes que recibe o transitan por su territorio sólo puede entenderse de cara a la relación con Estados Unidos y las necesidades y demandas de sus gobiernos.

Recordemos, por ejemplo, que en el verano de 2014, cuando se produjo el pico más alto de llegadas a Estados Unidos de niños, niñas y adolescentes no acompañados, así como de familias migrantes provenientes en su mayoría (más de 75%) del Triángulo Norte de América Central, el gobierno de Enrique Peña Nieto respondió a los reclamos de Barack Obama con el Programa Integral Frontera Sur. Este plan especial de migración declaraba como objetivos facilitar el tránsito seguro de los flujos en la frontera sur (Chiapas, Campeche, Quintana Roo y Tabasco), dar mayor protección a los derechos humanos de los migrantes, combatir el crimen organizado, fomentar la cohesión social y la convivencia armoniosa basada en el Estado de derecho y aumentar la seguridad fronteriza. Sin embargo, más allá de estos objetivos formales, lo que en realidad se buscaba era satisfacer la demanda estadounidense de contener los flujos, por lo que la mayoría de las acciones se encaminaron a aumentar la presencia de diferentes fuerzas federales de seguridad (Policía, Ejército, Marina), a una mayor vigilancia de las vías de comunicación (incluyendo el tren) y a un incremento de los controles fronterizos. El resultado de este plan y, en general, de la política y la gestión migratorias del pasado sexenio fue el incremento de los riesgos para los migrantes, una mayor inseguridad en el trayecto y el auge de otra fuente de ingresos para el crimen organizado: el tráfico de personas.

Las caravanas y la migración visible

Así las cosas, al llegar al poder el nuevo gobierno encontró una situación en la que la política de seguridad, con sus redadas y operativos, no había logrado disminuir ni controlar los flujos sino, por el contrario, aumentar la vulnerabilidad de los migrantes. La acentuación de las dificultades del cruce, en lugar de desalentar la migración, ha generado una mayor incidencia de delitos graves entre los migrantes (como la desaparición forzada, el secuestro, la trata y el tráfico de personas, los homicidios y la violencia sexual). Esta situación ayuda a explicar la aparición, ya a finales del sexenio anterior, de un nuevo ingrediente en la ecuación: las caravanas.

Caracterizadas por la reunión de grandes números de personas (con presencia de familias con niños pequeños, menores no acompañados y mujeres embarazadas), las caravanas constituyen conjuntos de personas migrantes que, en lugar de la clandestinidad, buscan hacerse notar y enfrentar colectivamente la defensa de su derecho a la movilidad. Esta nueva modalidad migratoria sugiere la adopción consciente de una estrategia de protección y visibilización. Ante la situación de inseguridad y rechazo por parte del Estado, así agrupados los migrantes evitan pagar grandes sumas de dinero a “coyotes” o “polleros” y se vuelven menos vulnerables a los delitos y las violaciones de sus derechos e integridad.

La primera caravana de migrantes salió de Honduras en octubre de 2018 y fue seguida por otras cuatro ese año (una que salió de Guatemala y tres de El Salvador) y al menos dos más en 2019. La reacción del presidente Trump no se hizo esperar e inmediatamente las calificó como una invasión, un peligro y una amenaza a la seguridad nacional de Estados Unidos, por lo que expresó que debían ser detenidas a como diera lugar.

En un principio, el gobierno de Peña Nieto enfrentó las caravanas con gases lacrimógenos y altas dosis de violencia por parte de policías antimotines. Cuando pretendieron ingresar por la fuerza en la frontera sur, se registraron enfrentamientos entre migrantes y la Policía Federal en el puente fronterizo y detenciones masivas por parte de agentes migratorios. A pesar de ello, los migrantes lograron ingresar en el territorio mexicano y llegar a la frontera norte (principalmente a Tijuana), y atrajeron la atención tanto de la opinión pública como de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos y de organizaciones civiles de protección y defensa de migrantes.

La llegada de López Obrador

Mientras esto ocurría López Obrador, ya consagrado como presidente electo, prometía un trato diferente. Prometió empleos a los migrantes, respeto a sus derechos, permisos de trabajo y opciones alternativas a las medidas de fuerza; aseguró que defendería el derecho al libre tránsito y un trato humanitario por parte del gobierno. Esta postura se distanciaba ostensiblemente de la actuación de gobiernos anteriores –habló de una política “de puertas y brazos abiertos para nuestros hermanos migrantes”– y se plasmó en la actitud del nuevo gobierno ante la quinta caravana, en enero de 2019. Esta fue la primera que recibió el gobierno de López Obrador, quien acogió a sus integrantes con respeto a su derecho a emigrar y les otorgó diversas facilidades, como visas humanitarias y permisos de trabajo, atención a sus necesidades, transporte y atención humanitaria a lo largo de la ruta.

Con esta conducta, el gobierno parecía mostrar que un verdadero cambio había llegado a la política migratoria mexicana. Otros indicios alentadores fueron la designación como nuevo comisionado de Migración de Tonatiuh Guillén, un académico de reconocida trayectoria en los estudios migratorios y la defensa de los derechos de los migrantes, quien en sus primeras declaraciones aseguró que la política de México no podía basarse en el despliegue de policías y militares ni en requerimientos del gobierno de Trump. Otro cambio positivo de impacto simbólico fue el rediseño institucional que ubicó al Instituto Nacional de Migración y a la Unidad de Política Migratoria en la Subsecretaría de Derechos Humanos, Población y Migración (antes estaban dentro de la Subsecretaría de Población, Migración y Asuntos Religiosos, en ambos casos dentro de la Secretaría de Gobernación).

A pesar de ello, en el marco de la nueva política de austeridad, el recorte en la asignación presupuestal al Instituto Nacional de Migración y a la Comisión Mexicana de Ayuda a Refugiados (Comar) generó una genuina preocupación por las capacidades institucionales para cumplir con las obligaciones de protección a tantos migrantes y solicitantes de asilo y refugio.

El factor Trump

En estas circunstancias, y quizás también como resultado de esta política, los flujos de migrantes de tránsito se incrementaron exponencialmente durante el primer trimestre del gobierno de López Obrador, y ya para julio de 2019 el número total sobrepasaba los 460.000 (un aumento de más de 200% respecto del año anterior). Paralelamente, el discurso del nuevo gobierno se fue endureciendo y a finales de marzo la secretaria de Gobernación aseguró que se tenía información acerca de que se estaba formando una “caravana madre” (de más de 20.000 migrantes), a lo que siguió una insistencia sobre lo “inusual” de los flujos que se estaban recibiendo, así como “revelaciones” respecto de que traficantes de personas estaban cobrando miles de dólares para incluir a personas y familias en las caravanas.

Mientras, en la frontera norte, las autoridades estadounidenses reportaban un aumento de las detenciones (de unas 40.000 en 2018 a más de 144.000 hasta junio de 2019) hasta una cifra que consideraban “inaceptable”. Mientras que el discurso de Trump iba subiendo de tono y responsabilizaba a México por la “invasión” de los migrantes a su territorio, el gobierno mexicano anunció la necesidad de “ordenar” los flujos, detuvo la entrega de tarjetas de visitante por razones humanitarias y comenzó a elevar las detenciones y deportaciones.

Finalmente, luego de que un tuit del presidente Trump amenazara con imponer aranceles a productos mexicanos como represalia por la incompetencia y laxitud de las autoridades mexicanas respecto del paso de los migrantes hacia el norte, ambos gobiernos iniciaron conversaciones sobre la cuestión migratoria y el 7 de junio se anunció un acuerdo por el cual México se comprometía a desplegar efectivos de contención, al tiempo que aceptaba que los solicitantes de asilo en Estados Unidos esperaran la resolución de su caso en territorio mexicano (con lo que, de facto, México se convierte en “tercer país seguro”). A cambio, el gobierno estadounidense desistía de los aranceles y otorgaba su respaldo al Plan Integral de Desarrollo para Centroamérica propuesto por López Obrador como estrategia de mediano plazo para resolver la crisis migratoria. El acuerdo no era definitivo, dado que ambos países se reunirían en un plazo de 90 días para revisar y evaluar sus avances y, eventualmente, tomar otras medidas.

Inmediatamente después del acuerdo se produjeron algunos cambios institucionales preocupantes, como el paso de las labores de control de la migración a la Secretaría de Relaciones Exteriores (lo que viola el marco normativo vigente, que establece a la Secretaría de Gobernación como encargada de dirigir la política migratoria y la vigilancia y el control de las fronteras) o el nombramiento de un nuevo comisionado de Migración, Francisco Garduño (con un perfil muy diferente del anterior, ya que venía de dirigir el sistema de prisiones). Se aumentó discretamente el presupuesto del Instituto Nacional de Migración y se incorporaron más de 850 nuevos agentes migratorios. Asimismo, en agosto de 2019 se creó la Coordinación para la Atención Integral de la Migración en la Frontera Sur, orientada a apoyar a la Comar y a la asistencia humanitaria en esa zona del país.

No obstante, el cambio más relevante en la política migratoria refiere a la agresiva estrategia para frenar y detener el flujo de migrantes hacia Estados Unidos. El 30 de junio se desplegaron hacia las fronteras los primeros efectivos de la recién creada Guardia Nacional (6.500 ese día, seguidos por otros miles; en setiembre ya llegaban a más de 25.000). Con este despliegue se inició una ofensiva contra los migrantes que incluyó la multiplicación de operativos, redadas y retenes de verificación, en cuyo curso se produjeron violaciones graves a los derechos humanos y hasta muertes de migrantes, así como detenciones y deportaciones masivas (hasta setiembre han sido deportadas 108.503 personas, 32.507 de ellas menores de edad).

Adicionalmente, la estrategia ha alcanzado a la población mexicana, ya que se implementaron medidas violatorias del derecho al libre tránsito, como solicitar identificación a todas las personas que pretendieran abordar autobuses de pasajeros, y se han hecho cateos y redadas en hoteles, transportes públicos, carreteras y otras vías de comunicación. Asimismo, han aumentado la criminalización y el hostigamiento a los defensores de los migrantes y se llegó al punto de instalar operativos de vigilancia en los alrededores de casas y albergues, algo que ha sido denunciado por organizaciones de la sociedad civil como un verdadero asedio.

Al mismo tiempo, se ha emprendido una batida contra el tráfico de personas y las autoridades han advertido que quienes transporten a migrantes sin documentos pueden ser acusados de ese delito, además de efectuar revisiones a los autos particulares en retenes carreteros. Como parte de esta acometida, dos conocidos activistas y defensores de migrantes, Irineo Mujica y Cristóbal Sánchez, fueron detenidos y encarcelados, acusados de “introducción de personas a territorio nacional sin la documentación correspondiente” y de “transporte de migrantes”.

Así, con todas estas medidas, y como resultado de las presiones del gobierno de Estados Unidos y de la firma del acuerdo, se ha producido un giro antihumanitario en la política migratoria y la cancelación de la política de puertas abiertas y solidaridad y respeto del nuevo gobierno de México.

Otros muros

Con este panorama, es evidente que la distribución de costos y beneficios del acuerdo es asimétrica y predominan los intereses de Estados Unidos. Para México, los costos son y seguirán siendo muy altos a futuro: además del sufrimiento de las personas migrantes y el retroceso en la observancia de las obligaciones de protección de los derechos humanos, se suman otros de tipo económico y social. Entre los más evidentes está el gasto que origina el despliegue de los efectivos de la Guardia Nacional y otras fuerzas militares, que es cubierto por el presupuesto de seguridad. A esto se añade el costo social que resulta de que una buena parte de esta nueva fuerza policial se haya tenido que dedicar a una función distinta de aquella para la que fue creada, con lo cual se debilita su capacidad para resolver los acuciantes problemas de violencia e inseguridad que azotan el país desde hace ya varias décadas.

Asimismo, las capacidades de operación del Instituto Nacional de Migración han sido rebasadas. Ante tal número de detenidos y “asegurados”, las instalaciones de la institución resultan insuficientes, por lo que una consecuencia de las detenciones es la sobrepoblación de las estaciones migratorias. Por este motivo, actualmente los migrantes asegurados permanecen en condiciones de hacinamiento, afrontando riesgos para su salud y condiciones inhumanas de detención, lo que motivó la ocurrencia de diversos disturbios y motines. Por otra parte, los costos de deportación y detención en las estaciones migratorias consumen la mayor parte del presupuesto asignado al instituto, lo que deja muy poco margen para otras funciones, como la protección y la asistencia humanitaria a los migrantes.

La recepción en el corto plazo de un volumen inesperado de personas en localidades donde no existen condiciones para atender las necesidades humanitarias de los migrantes, ni puestos de trabajo ni sitios para albergarlos adecuadamente, ha tenido serios impactos sobre las ciudades fronterizas del norte (principalmente Tijuana). El peor de estos impactos es la aparición de reacciones xenófobas y de rechazo a las caravanas y acciones de odio contra los migrantes. El arribo de miles de personas que retornan a esperar la solución de su proceso de asilo en Estados Unidos supone una carga económica que deben asumir los gobiernos estaduales y un desafío para la cotidianidad de las ciudades a las que llegan. A esto se suma el incremento de peticiones de refugio y asilo en México, que en lo que va del año ha sobrepasado las 48.000 (de 14.562 en 2018), sin que se hayan aumentado el presupuesto o las capacidades operativas de la Comar. Por todo esto, es previsible que muy pronto afrontemos una crisis humanitaria.

A todo esto, el presidente no ha modificado su discurso. De hecho, al día siguiente de firmado el acuerdo convocó al Acto de Unidad de los Mexicanos en Defensa de la Dignidad y a favor de la Amistad con el Pueblo Estadounidense, donde ratificó el compromiso de ofrecer empleos y trato humanitario a los migrantes e insistió en que las medidas tomadas buscaban su protección. Sin embargo, después de casi un año de gobierno, en la reunión bilateral celebrada en setiembre para revisar los avances del acuerdo el canciller mexicano, Marcelo Ebrard, presumió como el gran “logro” de la gestión mexicana la disminución del número de migrantes que llegaron a la frontera con Estados Unidos, que pasó de 144.266 registrados en el mes de junio a 63.989 en agosto (un descenso de 56% en tres meses), a la vez que se ufanó de los resultados de los programas de oportunidades de trabajo, que han sido en extremo magros: sólo se han empleado 4.300 migrantes en la frontera sur y 1.059 en la norte.

En este escenario, sólo puede concluirse que el retroceso a medidas de contención, detenciones y deportaciones ha profundizado la brecha entre el marco normativo y la política y gestión de la migración. Con este enfoque, adoptado a partir de las presiones estadounidenses, el gobierno mexicano no ha hecho valer el principio de corresponsabilidad entre estados, incumple su obligación de proteger los derechos humanos de las personas migrantes y securitiza y criminaliza la migración irregular. La nueva política contribuye además a alimentar la xenofobia y perjudica la solidaridad de la sociedad civil.

El acuerdo de junio fue el hito de un giro regresivo hacia una política migratoria restrictiva y agresiva, que contradice tanto el discurso del presidente como lo refrendado en el Plan Nacional de Desarrollo de su sexenio, y ha colocado al primer gobierno mexicano de izquierda en una posición en la que se encuentra sujeto a la evaluación de su desempeño según criterios impuestos por parte de un gobierno extranjero. El hecho de que Trump no cese de elogiar al presidente López Obrador y el trabajo de su gobierno parece confirmar que hoy el muro ya no está en la frontera, sino a todo lo largo del territorio mexicano.

Este artículo fue publicado originalmente por Nueva Sociedad. Velia Cecilia Bobes es profesora e investigadora de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales México.