Hasta hace dos semanas parecía que Perú –una sociedad de apariencia apacible– trataba de empezar a decir basta al país del robo y la desigualdad socioeconómica, étnica, de género y regional (entre costa, sierra y selva). Sin embargo, el martes 12 de noviembre el diputado Manuel Merino asumió la presidencia, tras ser elegido por la mayoría del Congreso que había declarado, dos días antes, la vacancia del cargo del presidente Martín Vizcarra. Duró poco: Merino debió renunciar el sábado 14 ante protestas ciudadanas masivas en las calles de las ciudades de todo el país y tras represiones violentas que ya dejaron dos muertos, mientras por lo menos se buscan 40 desaparecidos según algunas fuentes, en tanto que otras hablan de más de 50.

La misma mayoría legislativa amenazada en sus privilegios por Vizcarra (60% de los parlamentarios tiene cargos en la Justicia por corrupción) y que había puesto a Merino en el gobierno, violando la Constitución peruana y configurando un extraño “golpe de Estado parlamentario”, obligó a Merino a renunciar. El 17, el Congreso nombró a Francisco Rafael Sagasti como su sucesor. La situación es incierta, y las elecciones presidenciales están programadas para abril de 2021.

Entender qué pasó en estos días exige mirar atrás.

De la caja de Pandora de Velasco Alvarado a la fundación neoliberal de Fujimori

Entre 1968 y 1975 –hasta su derrocamiento por el general Francisco Morales Bermúdez– el general Juan Velasco Alvarado encabezó un amplio movimiento militar reformista que buscó terminar con el viejo orden oligárquico para crear una sociedad integrada y en desarrollo. La revolución velasquista realizó una extensa y profunda reforma agraria junto a múltiples reformas laborales y de afectación del control de la propiedad en sectores productivos del petróleo, los alimentos y las industrias sustitutivas, implantando ensayos de autogestión obrera y cogestión en las empresas dentro de un proyecto que reivindicó una “tercera vía”, “no alineada” con el capitalismo ni con el modelo soviético, y promovió un “socialismo pluralista, personalista, humanista y comunitario”.

A diferencia de los caudillos nacional-populistas latinoamericanos, el movimiento velasquista se negó a “cooptar” los movimientos sociales y subordinarlos al Estado, y tampoco quiso crear un partido revolucionario ni reprimió los partidos existentes, sino que predicó “la construcción de poder desde la sociedad civil”. Pero la relación de fuerzas se invirtió y la revolución se detuvo en 1975 con la caída de su principal líder.

Sin embargo, Velasco había levantado la tapa de una olla con una presión de 500 años y la sociedad peruana entró en una efervescencia y conflictividad incontenible, mientras una ola masiva de migrantes, con algo de rezago en relación a otros países latinoamericanos, abandonaba el campo y organizaba ocupaciones precarias de las periferias de Lima y las grandes ciudades (las villas o pueblos jóvenes). Tensiones interétnicas y de clases, contenidas por siglos, explotaron en todos los pequeños pueblos del país. Se formó también una poderosa izquierda legal que se unificó en la Izquierda Unida, que en 1980 logró 30% de los votos y conquistó la alcaldía de Lima con el liderazgo de Alfonso Barrantes.

Mientras tanto, en Ayacucho se creaba un partido de iluminados, tras una doctrina de corte maoísta. Su líder mesiánico fue Abimael Guzmán, docente y dirigente universitario, quien, inspirado en la Camboya del genocida Pol Pot, fundó en 1980 el Partido Comunista del Perú línea Sendero Luminoso y organizó una poderosísima guerrilla que se implantó en amplias regiones rurales del Perú.

Sendero Luminoso desafió a los poderes militares y hacia 1985 ya era una fuerza poderosa cuyos principales objetivos humanos, además de las infraestructuras, eran tres: pequeños propietarios en aldeas indígenas, miembros de etnias indígenas que no los acompañaban y los cuadros de todos los demás partidos de la izquierda, agrupados entonces en Izquierda Unida, definidos como el enemigo principal, pues eran “traidores de clase”. Guzmán sería la “cuarta espada” de la revolución mundial, después de Lenin, Stalin y Mao.

Sendero destruyó físicamente a la izquierda política y social peruana, pero no a la derecha. El 15 de febrero de 1992, por ejemplo, asesinó con metralla a la carismática lideresa negra y alcaldesa de la mayor periferia popular limeña, Villa Salvador, la socialista María Elena Moyano, en lo que fue todo un símbolo de su mensaje de terror.

Mientras tanto, la economía peruana se hundía bajo el caos del primer gobierno populista de Alan García y la acción terrorista del Sendero. En 1990 Alberto Fujimori, entonces un outsider, le ganó sorpresivamente las elecciones a Mario Vargas Llosa –quien en su novela Conversación en la catedral acuñó la frase que da título a esta nota–, y en abril de 1992 disolvió el Congreso con un golpe de Estado, hizo aprobar una nueva Constitución e implantó una dictadura.

Con 20 años de rezago en relación al pinochetismo, Perú hizo su propia refundación capitalista con el fujimorismo y la guerra civil con Sendero. Si Sendero exterminó a la izquierda, el terror cruzado del Ejército con la guerrilla destruyó gran parte de muchas etnias y también la confianza entre pueblos y comunidades vecinas, abriendo una nueva, profunda e inmensa herida colectiva. Mientras tanto, la nueva revolución fujimorista creaba una novel sociedad de mercado radical estilo chileno.

El resultado, tras el dominio corrupto del dictador y su socio, el general Vladimiro Montesinos –que cargan la responsabilidad de varios genocidios, un etnocidio y el robo de muchos cientos de millones de dólares–, fue cerrado en 2000 con grandes protestas y movilizaciones populares. Sin embargo, no sobrevino la instauración de un sistema estable de partidos ni un régimen de derechos civiles, políticos, sociales y multiculturales de ciudadanía asentado en un sistema de protección social inclusivo, sino la instauración mercantil de una política fraccionada, personalizada, mediática y corrompida, mediante la cual las élites políticas garantizaban el pinochetismo económico. Una ciudadanía más o menos universal que supone igualdad formal, dice Luciano Andrenacci, pero disociada de los intereses y los valores de las mayorías y las grandes multidesigualdades del Perú.

Los 20 años del régimen político mercantil

Como señalaron la semana pasada el sociólogo Alberto Adrianzén y el periodista Mirko Lauer, durante los últimos 20 años la mercantilización total de una sociedad prácticamente carente de Estado calificado se apoderó por completo de la política, que también se mercantilizó hasta el tuétano, destruyendo cualquier noción de lealtad interna, unidad partidaria, ideología u orientación de programa.

Todo se reduce a la carrera política de gerentes del modelo económico y los privilegios que el ex presidente Vizcarra –también con viejos problemas judiciales– había comenzado a cuestionar.

En abril de 2000 se consumó la caída de Fujimori y asumió provisoriamente la presidencia Valentín Paniagua, el líder más decente y progresista desde entonces hasta el presente. Pertenecía a la Acción Popular, fundada por Belaunde Terry, y buscó implementar una política de avances sociales. Desde entonces se sucedieron cinco presidentes. En 2001 asumió Alejandro Toledo, en 2006 regresó Alan García (ahora converso neoliberal) y en 2011 estuvo Ollanta Humala. En 2016 llegó Pedro Pablo Kuczynski, un ultraneoliberal que debió renunciar en marzo de 2018 ante el clamor de la opinión pública por su involucramiento en coimas de Odebrecht y otras empresas de obra pública y por el indulto otorgado a Alberto Fujimori –contradiciendo todas sus afirmaciones en campaña–, a su vez revocado por la Justicia.

Fue entonces que asumió el vicepresidente Vizcarra, quien afectó privilegios de congresistas. Todos los gobiernos de los últimos 20 años mantuvieron y ampliaron el modelo neoliberal de la dictadura de Fujimori sin siquiera buscar crear rudimentos de un verdadero sistema de protección social, en un país en que el empleo informal se ubica entre 70% y 75% de la población activa (incluyendo ancianos que no tienen más remedio que trabajar hasta su muerte, ya que no están cubiertos por retiros). Durante unos años, pareció ordenarse algo parecido a un sistema de partidos con derecha tradicional, y un populismo neoliberal liderado por Keiko Fujimori, grupos moderados como Acción Popular o el de Toledo, y esperanzas más distributivas, como las de Humala.

Pero en Perú no hay un sistema, ni lo hubo estos años, sino un colador donde todos los años se multiplican, subdividen o crean “partidos” personales sin ideologías ni representación de intereses o vocación de expresión de alguna clase de valores, clases o grupo étnico, de género o tradición. El partido de Keiko ya se partió varias veces. Acción Popular también. La izquierda se había unido en el Frente Amplio de Izquierda y se partió recientemente entre la corriente que sigue a la carismática Verónika Mendoza y varios micropartidos. Todos los ex presidentes peruanos están presos, han pasado por la Justicia y cumplen penas domiciliarias; Alan García, acorralado por la Justicia, se suicidó. Ninguno tocó el modelo económico ni amplió derechos sociales.

Como escribió Adrianzén, “Estamos ante el fin no solo de un ciclo democrático que inauguró Valentín Paniagua el 20 de noviembre hace justo veinte años, sino también ante el fin de una época iniciada por Alberto Fujimori con el golpe del cinco de abril del 92 y la Constitución del 93. Es decir, es el fin de una democracia (electoral) que ni siquiera alcanzó el estatuto de representativa y republicana como también el fin de una economía y un Estado neoliberales que crearon más desigualdad y más división”.

Un régimen inestable formalmente democrático, pero bajo control de élites globalizadas que conducen un modelo económico “pinochetista” de mercantilización total que se extendió a la representación política, convertida en puro mercado político y “exhibición”, según Adrianzén y Lauer.

Sin embargo, hay que detenerse en la comparación de Perú con las salidas de la crisis de Bolivia y del modelo chileno tras la revolución ciudadana de 2019 y la arrolladora victoria del “Apruebo”.

Escribe Adrianzén: “Ha muerto la política, la lealtad y los partidos históricos e ideológicos, pero ha nacido la ‘carrera política’ que para ‘todo fin práctico funciona como mercado’. Se podría decir que la política como representación, prácticamente, ha terminado, para dar nacimiento al mercado político. Dicho de otra manera, estamos pasando de la representación a la exhibición. Es el triunfo del mercado sobre la política. Es decir, la mercantilización de la política. Una de sus consecuencias, además de la mediatización, es que la política ha dejado de ser representación para convertirse en exhibición. La mayoría de políticos no representa a grupos sociales ni a ideologías, sino que se exhibe en el mercado (que son los electores). No es extraño, por ello, que lo que hoy recorre la calle entre gritos, puños levantados y gases lacrimógenos es la indignación de la mayoría de peruanos y peruanos no solo por lo sucedido en el Congreso, sino también por el malestar que provoca una democracia que es visiblemente corrupta y corruptora de la política y de los políticos”.

El problema de comparar con Bolivia y Chile

Hoy Perú es el país del mundo con mayor letalidad producto de la covid-19 cada 100.000 habitantes. Desde el inicio de la pandemia, el ex presidente Vizcarra intentó algunas medidas sociales de protección para los pobres que venden y compran en mercados informales aglomerados, que fueron denunciadas como amenazas a la estabilidad macroeconómica y populismo, aunque se implementaron tardísimo por máquinas burocráticas absolutamente ineficientes, al igual que la cobertura del sistema de salud. Se creó un sistema de apoyo a las pymes, como dice Isbelia Perdomo, que ponía tantos requisitos que terminó siendo apropiado por grandes empresas tradicionales. El plan preveía transferencias monetarias importantes para las personas de menores ingresos y 15% del PIB. Pero su implementación ha sido lenta, balbuceante, incompleta. Porque el verdadero mundo real peruano se desnudó en la pandemia, aumentó la fragmentación y la desigualdad social y mostró la ausencia de derechos sociales de ciudadanía: un sistema de salud sin acceso de calidad para las mayorías. El trabajo se precarizó aún más, mientras aumentó el desempleo, cuando la informalidad ya englobaba a las tres cuartas partes de la población, carente de protección laboral o cobertura de retiros, y quedó expuesta en la calle a la pandemia y otros males.

La democracia peruana está atravesada por la tensión entre la proclamada universalidad formal igualitaria de la ciudadanía y un modelo económico cultural de informalidad laboral y discriminaciones cruzadas entre lo étnico, lo regional y el género (sierra/costa/selva). Hay una ciudadanía restringida y casi desprovista de derechos sociales de ciudadanía. Sólo “desatando” la protección social del empleo formal (el legado conservador del Estado de bienestar bismarckiano que crea un welfare restringido y privado y que importamos en toda América Latina, en vez de importar los modelos de derechos sociales universales de ciudadanía de los países nórdicos) y uniéndola con una nueva ciudadanía social puede abrirse una vía de corrección del modelo que exige un nuevo pacto fiscal con el capital.

En Bolivia las fuerzas anti MAS –sobre la indignación social amplia causada por la insistencia reeleccionista de Evo Morales tras el rechazo del plebiscito que él mismo había convocado– no lograron forjar un nuevo bloque de poder unido entre las clases medias blancas y mestizas del altiplano y las clases medias altas y altas de Santa Cruz ni atraer etnias indígenas, mientras la ex presidenta Jeanine Añez no pudo reprimir la nostalgia restauradora de clase, racial, religiosa y neoliberal cuando el modelo de desarrollo ya ha experimentado cambios muy profundos.

En Chile la mercantilización económica había provocado una creciente retracción social en la vida privada y un creciente aislamiento de todas las élites políticas y tecnocráticas desde la extrema derecha hasta la extrema izquierda.

Sin embargo, los gobiernos de la Concertación y la Nueva Mayoría, al mismo tiempo que mantenían el modelo, realizaron avances milimétricos y crearon nuevas clases medias dentro de un fuerte cambio secular de valores que, a la hora de la verdad, permitió el despertar masivo de nuevas generaciones y sectores populares –como lo demostró el fuerte aumento de participación en el plebiscito de comunas populares y el norte, de tradición “roja” en Chile– que se empoderaron y tomaron la iniciativa cívica en sus manos.

En Chile se inició un proceso inédito de repolitización de la sociedad civil y desmercantilización desde la base ciudadana, en disputa por bienes sociales entre bienes públicos o bienes de mercado como la salud, los retiros, la educación, el medioambiente. El abrumador apoyo del “Apruebo” confirmó un camino que ahora proseguirá en la Asamblea Constituyente y el año próximo en la elección presidencial, que tiene resultado abierto. Pero es la segunda vez en toda la historia de 300 años de hegemonía del mismo núcleo de clase –que produce y exporta hoy lo mismo que en tiempos de Salvador Allende: salmón, cobre, minerales, madera– que se moviliza un amplio sector de la sociedad y empieza a sentir que puede tocar el cielo elevado de las montañas de la cordillera.

En Bolivia, el MAS retoma la continuidad del nuevo modelo de desarrollo iniciado por Morales, ahora con Luis Arce y David Choquehuanca, aunque todavía junto a Morales, que fue un producto de los movimientos sociales y de esa encrucijada productiva, étnica y social que es Chapare. No al revés. Una región que constituye un actor sindical-campesino productor de hoja de coca. Pero siendo aimara, Evo es emblema sobre todo de los quechuas, como David Choquehuanca representa a los aimaras, que culturalmente rechazan el caudillismo y liderazgos mesiánicos porque la gobernanza está en la comunidad. El MAS, a su vez, es un equilibrio trabajoso y complejo de actores sociales, de clase, etnias, género, región.

Sin embargo, las diferencias internas de Bolivia, siendo muy grandes, resultan incomparables con los mundos compartimentados del Perú y con su exposición y participación en la liberalización constituyente de la nueva sociedad posrevolucionaria. Un país que mira al Pacífico y otro aislado: son dos procesos muy diferentes. Por eso, en cambio, Perú, Chile y Colombia se parecen en lo peor de un legado: los tres vivieron contrarreformas agrarias con sangrientos genocidios paramilitares, fujimoristas, pinochetistas. Eso no sucedió en Bolivia, país mediterráneo y aislado, donde en 1952 la revolución de los intelectuales nacionalistas del Movimiento Nacionalista Revolucionario (MNR) abrió un largo empate catastrófico a partir de 1964, cuando tuvo lugar el golpe del general René Barrientos (por parte del nuevo Ejército, creado por el propio MNR), hasta el desempate del MAS en 2005. En el Pacífico, en cambio, había ganado la derecha fundacional de sociedades de mercado sobre un trasfondo histórico distinto, pero siempre complejo.

Perú es el reverso de Bolivia. Y de Chile. No hay ni representación política de las fuerzas de cambio del modelo, como en el MAS, ni empoderamiento ciudadano de abajo, como en las protestas chilenas. Detrás del golpe civil de Merino sólo había 5.000 votos y se constituyó una nueva alianza de gobierno, con neoliberales extremistas, Keiko Fujimori, el neofascista Antauro Humala y fracciones de los partidos sin ideología y mercantiles.

En las calles, mientras tanto, se están constituyendo movimientos de renovación que buscan un nuevo modelo económico y una ciudadanía ampliada. ¿Hasta dónde llegarán? Es el dilema expuesto para América Latina por el argentino Luciano Andrenacci: las tensiones internas de la vocación igualitaria de la ciudadanía y la realidad desigual de nuestras sociedades.

¿Está acabado el matrimonio entre el régimen económico fujimorista y la democracia formal con ciudadanía restringida y profundas multidesigualdades puede estar llegando a su fin? No. Pero tal vez sea el principio del fin.