Italia está completamente cerrada desde hace cuatro días. El último decreto del gobierno, del lunes, puso en cuarentena a todo un país. Desde la primera aparición del nuevo coronavirus en nuestro territorio hasta hoy ha pasado un período de casi un mes que ha puesto en duda todas nuestras arraigadas certezas.

El primer sentimiento ha sido el asombro, el descubrimiento de que la ciencia, el tótem de nuestro positivismo, no pudo detener el contagio ni encontrar una cura a la velocidad con la que estamos acostumbrados a resolver todos los obstáculos que se interponen en nuestras vidas. La reacción a esta incredulidad fue la molestia y el rechazo. En las primeras semanas, mientras que el norte de Italia ya estaba avasallado por la marea de contagio y algunas zonas habían sido completamente cerradas, aún mirábamos con sospecha las medidas de contención, juzgándolas demasiado radicales y jugando a ser omnipotentes.

Luego vino el choque de las cifras, la velocidad del aumento del número de víctimas, la comprensión de que la cantidad de personas que llegarían a necesitar respiradores y cuidados intensivos podría hacer colapsar la capacidad de respuesta del sistema nacional de salud, como de hecho está pasando en el norte, la zona más rica y más golpeada del país.

En Italia, en los últimos diez años, se han perdido 70.000 camas de hospital con 359 pabellones cerrados. Entre 2009 y 2018 el gasto en atención de salud creció 10%, en comparación con el 37% del promedio de los países de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos. Hoy en día en Italia hay 3,2 camas por cada 1.000 habitantes, mientras que en Francia son seis y en Alemania ocho. Todo esto también tiene que ver con el coronavirus.

Ahora toda la península es “zona protegida”, zona de silencio. El gobierno nos invita encarecidamente a quedarnos en casa, a salir sólo por necesidades urgentes. Aquellos que aún tienen que trabajar deben presentar una autocertificación que demuestre la necesidad de trasladarse. Desde hace dos días sólo están abiertos los supermercados, las farmacias y las tiendas de productos de primera necesidad, incluidas las tabaquerías, cuyo posible cierre había hecho hundirse en el pánico a una parte de la población. Vamos de compras sabiendo que habrá una cola fuera de la tienda y que tenemos que mantener una distancia de seguridad para cuidar de nosotros mismos y de los demás.

Es el momento de la disciplina, una virtud que choca con la creatividad, el entusiasmo y la astucia innata de los italianos. La mayoría de la población lo ha entendido, pero hay quienes todavía no se resignan a desviarse de sus hábitos. En algunas ciudades los alcaldes están cerrando los parques, a los que muchos iban a tomar aire y a estirar las piernas anquilosadas por la segregación forzada, porque estaban demasiado llenos.

Con la mayoría de la gente encerrada en la casa Roma se ve hermosa, silenciosa y seria; acompaña con la fuerza de su majestad y la intimidad de sus callejones un tiempo pesado y firme. Los pocos que se aventuran a cruzarla no pueden no sentirse atravesados por una angustia total por la vida que tuvimos, y al mismo tiempo por una temprana nostalgia por esta belleza suspendida y desconocida.

Las pocas personas en las calles se miran de lejos, ceden el paso. El pánico de los primeros días, la fuga del norte infectado hacia el sur que se creía limpio fue reemplazada por una especie de calma suspendida, una espera tranquila y laboriosa. En la intimidad de las casas las familias se organizan. La red está mostrando su capacidad de ser un recurso; se organizan cursos de costura, de yoga, cinefórums, aperitivos, hasta flashmobs en los balcones para hacer música junto a los vecinos. Algunos periódicos han decidido hacer público todo el contenido, las bibliotecas y cinematecas están poniendo su material online, los museos están organizando visitas virtuales.

Pero el pico de la epidemia aún está lejos. Se habla de al menos otras dos semanas para tener una visión general de lo que sucederá. Y son previsiones optimistas.

Mientras tanto, la economía del país, que quiere decir la vida de las personas, está en una situación desesperada. Las pequeñas empresas están cerrando, y aunque se haya mantenido el trabajo desde el domicilio las pérdidas son enormes: los trabajadores autónomos han perdido el trabajo, el comercio está paralizado y el sector privado social está agotado. Las industrias siguen marchando, pero los trabajadores se detienen y exigen garantías para su salud.

Lo que estamos viviendo ahora es terrible y el mundo que viene corre el riesgo de no parecerse a lo que conocíamos. Algunos se asustan ante esta posibilidad, otros esperan que esta crisis nos haga reflexionar sobre lo que hemos creado y de lo que, a pesar de nosotros, somos responsables.