Como el sartenazo a una rata censurado en la película Sangre negra, la violencia durante las protestas que sucedieron al asesinato de George Floyd en Minneapolis genera reacciones encontradas. Pero al mismo tiempo denuncia la sensación de asfixia de amplios sectores de la comunidad negra en Estados Unidos. Se trata de las primeras manifestaciones que se producen bajo el consenso extendido de que la movilidad social ascendente es cosa del pasado y que una mayoría de negros y blancos tendrá un futuro aun peor que el presente.

En 1951, la violenta imagen de un negro matando a una rata a sartenazos fue una de las primeras tomas eliminadas por los censores norteamericanos que mutilaron Sangre negra. La película estaba basada en la exitosa novela del escritor negro Richard Wright y contaba la vida de Bigger Thomas en South Side, la zona más pobre y segregada de Chicago. Bigger no era el “negro bueno” que pobló la literatura del siglo XIX ni el héroe que redimía a su raza, sino un criminal despreciable, incapaz de meditar sobre las consecuencias de sus acciones, que primero asesina (sin querer) a la hija de su empleador blanco y luego (deliberadamente), a su propia novia negra. Además de eliminar las escenas de contacto físico entre negros y blancos, los censores suprimieron cualquier escena que pudiera evocar un vínculo entre segregación, violencia y política. Hollywood fue más tolerante con el discurso del abogado defensor de Bigger denunciando el racismo de la sociedad que con las imágenes de violencia cotidiana. La escena de la rata, y no la rata, tenía que morir.

El último fin de semana de mayo, mientras Estados Unidos se sacudía por la ola de protestas por el homicidio de George Floyd, cerca de 20 personas murieron asesinadas por disparos de bala en Chicago. La mayor parte fueron asesinadas por bandas juveniles en la misma área que Wright retrató a mediados del siglo pasado. Fueron tantos los asesinados el domingo 31 de mayo, de los cuales 80% eran negros, que la morgue debió contratar personal extra para las autopsias. Entre los crímenes en South Side y los saqueos a comercios y edificios del centro parecía disolverse una frontera, un verdadero muro interior construido por décadas a fuerza de discriminación, créditos inmobiliarios, zonificaciones, escuelas y hospitales.

Como el sartenazo de Bigger a la rata, la violencia durante las protestas de estos días es conflictiva, pero de forma evidente denuncia la sensación de asfixia de amplios sectores de la comunidad negra. La frialdad ausente con que el policía de Minneapolis Derek Chauvin asesinó a Floyd lo aleja del fanatismo asociado al ascenso de la extrema derecha junto con la llegada de Donald Trump. Parecía, más bien, el gesto disciplinado de un linaje profesional. La reacción violenta ante las protestas violentas fue mucho más que un esfuerzo por preservar la propiedad y el orden. En los años 50, el gran historiador trinitense CLR James veía en la irracionalidad criminal de Bigger el “epítome de la lucha revolucionaria de los negros”, en la medida en que su “personalidad se liberaba a través de la acción violenta contra sus tiranos”. Esa potencialidad no pasaba desapercibida entre quienes miraban con horror a jóvenes con hambre literal y simbólica arrasar supermercados, tiendas de ropa y comisarías. Por si quedaban dudas, la represión por parte de fuerzas policiales militarizadas con pertrechos de las guerras de Vietnam y Afganistán confirmaba de forma menos simbólica la transformación de la protesta en “enemigo interno” y el compromiso institucional con una nación anclada en la violencia extrema contra los negros como el pivote desde el cual garantizar el orden social.

En los segundos antes de morir, Floyd repitió un par de veces “I can’t breathe” (“No puedo respirar”). Repetía lo que dijo en 2014, entre súplica y denuncia, Eric Garner, cuando un policía lo asfixió en una calle de Nueva York. Desde ese momento, la frase se convirtió en el eslogan de Black Lives Matter, probablemente el movimiento negro más grande surgido en este siglo en Estados Unidos. “I can’t breathe” pasaba de ser una expresión literal de lo que vivieron Garner y Floyd a convertirse en una denuncia convocante contra la sociedad en la que ocurren estos crímenes.

La coyuntura de este último año agravó esa sensación de sofocación. La pandemia produjo un doble efecto: disparó la pobreza y el desempleo de forma generalizada, y castigó en particular a la población afroestadounidense. Mientras el desempleo, la pobreza y los arrestos de la población negra disminuyeron en las últimas décadas, la pandemia la castigó particularmente, con una tasa de desempleo que creció tres puntos por encima de la de los blancos y un nivel de pobreza que afecta a 20% de los negros frente a 8% de los hogares blancos. Todos estos factores contribuyen a que la tasa de mortalidad causada por la covid-19 sea tres veces más alta entre los negros que entre los blancos.

En el marco del desamparo de la pandemia y el clima abrasivo generalizado de la era Trump, aquella muralla que separa a la comunidad afroamericana del resto del mundo se disolvió en algunos sentidos para hacerse aun más visible en otros. La combinación, en todo caso, hizo más relevante una transformación de décadas: estas son las primeras manifestaciones que se producen bajo el consenso extendido de que la movilidad social ascendente es cosa del pasado y que una mayoría de negros y blancos tendrá un futuro aun peor que el presente. Para un país cuya expansión externa y legitimación interna se basaron en la ilusión de un progreso perpetuo, el cambio no podría ser más significativo. Quizá esto explique no sólo la polarización, sino el hecho de que la mayoría de los estadounidenses, a lo mejor por primera vez, considere justificado el incendio de la comisaría de Minneapolis durante los primeros días de los disturbios.

En el universo heterogéneo de la población afroestadounidense, esta nueva realidad resaltada por la pandemia tiene diferentes efectos. Generacionalmente, son los jóvenes quienes demuestran una mayor desconfianza frente a las instituciones, desde los partidos hasta la Justicia, como herramientas de cambio. Pero aun entre esos jóvenes hay distintas formas de aprendizaje. Los activistas vinculados a Black Lives Matter y otras organizaciones grandes pidieron poner fin a los saqueos para evitar una reacción peor, y en general conciben estas protestas masivas como una acumulación de poder a largo plazo y la posibilidad de empujar reformas en lo inmediato. Pero incluso en estos grupos el incentivo que hace unos años ofrecía la decisión de no provocar destrozos a cambio de mejorar la capacidad de negociación con el Estado o la legitimidad ante (o dentro) el Partido Demócrata ya no tiene la misma relevancia. Aquellos desvinculados de toda organización, que marcharon en grupos desde zonas excluidas de Richmond o Portland a zonas habitualmente vedadas o fuertemente controladas, ¿pueden ser considerados activistas? ¿Cuál es el sentido de millones de Bigger Thomas perpetuados a lo largo del tiempo? La negativa a considerar sus acciones como políticas sería menos tajante hoy que hace un tiempo. Pero, en todo caso, las opciones que encuentran son más enérgicas e irascibles, a veces movidas por necesidades concretas o inmediatas, otras por la intuición o el aprendizaje sobre los límites de las acciones pacíficas.

Durante el siglo XX, las luchas heroicas de la comunidad negra cambiaron la vida de millones de personas. Muchas de las formas de discriminación económica y política de la época de Bigger hoy son sencillamente ilegales. La Ley de Derechos Civiles de 1964 puso fin a la segregación legal y expandió el ejercicio del voto. Los mecanismos de protección públicos hicieron posible que distintas minorías segregadas accedieran a educación, trabajos y viviendas antes inimaginables. Las formidables movilizaciones que lideró Martin Luther King en los años 60 y las que sucedieron a su asesinato –las únicas comparables con las de hoy– rompían un pasado opresivo y cifraban las transformaciones futuras. Difícilmente haya un símbolo más poderoso de esos cambios que el triunfo de Barack Obama en las elecciones presidenciales de 2008. Difícilmente haya una expresión más lapidaria de los límites de aquellos cambios que los ocho años de gobierno que sucedieron a su victoria.

Los saqueos e incendios y la militarización represiva reponen aquellos conflictos en un contexto en que la validez de los mecanismos republicanos está devaluada. Es evidente que es difícil llamar a la Policía para que detenga un abuso policial, pero también parece frustrante para muchos jóvenes negros reclamar a la Justicia o participar en las elecciones (no sorprende que voten mucho menos que sus mayores). El valor de la violencia reaparece dentro de la política.

Describiendo la violentísima insurrección esclava de 1791 liderada por Toussaint Louverture en Santo Domingo, que dio origen a Haití, la primera república negra que abolió la esclavitud en América, CLR James había notado que los rebeldes “buscaban su salvación en la forma más obvia, la destrucción de lo que sabían que era la causa de sus sufrimientos; y si destruyeron mucho es porque habían sufrido mucho [...] de sus amos habían conocido la violación, la tortura, la degradación y, ante la mínima provocación, la muerte. Ellos respondieron con la misma lógica”. La luz de las escenas de tiendas arrasadas y comisarías incendiadas es menos la del nihilismo y más la de una búsqueda anclada en siglos de experiencia acumulada.

Es justo en el contexto de expansión del fascismo norteamericano cuando los jóvenes negros despiertan a la realidad de que el racismo no es un fenómeno de fanáticos. Estados Unidos está fundado sobre el terror a la violencia de la reacción esclava y la promesa de las élites fundadoras de contenerla. En 1799, cuando la república llevaba pocos años de vida, Thomas Jefferson le escribía a James Madison preocupado por la llegada de noticias de Santo Domingo. El comercio con Francia se había abierto, y con el comercio venían los barcos, y con los barcos, “tripulación negra, y oficiales y misioneros a los estados del sur”. El futuro tercer presidente de Estados Unidos le escribía a quien sería el cuarto que esperaba contar con la ayuda de los estados del norte contra una posible rebelión esclava en Virginia. Pero en el estado en que ambos poseían esclavos, esa unión nacional no era suficiente: “Si esa combustión [de las noticias de Santo Domingo con la explotación de esclavos en Virginia] se introduce de cualquier forma entre nosotros, tenemos que temer”.

Si la unidad de los estados que se sumaron a la revolución se dio sobre la base de expandir la esclavitud y no de abolirla, el terror a sus consecuencias le daba forma a la vida cotidiana. Al año siguiente de aquella carta, el 2 de octubre de 1800, el Norfolk Herald redoblaba una cruzada contra los fuegos artificiales. El periódico de Virginia recordaba que “el uso de fuegos artificiales es peligroso e inapropiado”. El mensaje tenía una sola lectura posible: “Aquellos que han vivido en Santo Domingo saben bien que los negros llevaban adelante su comunicación entre las plantaciones con fuegos artificiales, así que esperamos que esta práctica sea suspendida”.

Los fuegos artificiales eran las redes sociales dos siglos antes de Facebook y Youtube, un instrumento de organización colectiva difícil de controlar. Pero la violencia parecía indócil. Aun en ese Estado parapolicial, ese mismo año Gabriel Prosser se las había ingeniado para organizar a unos 10.000 esclavos con el propósito de avanzar sobre Richmond –la capital de Virginia–, eliminar a la población blanca y abolir la esclavitud. Prosser fue perseguido, capturado y ejecutado. En sus testimonios, algunos conspiradores refirieron a la revolución haitiana y a la acción de ex esclavos de Santo Domingo como fuente de inspiración.

La violencia negra como un elemento exógeno introducido en una comunidad que, sin esa influencia, asume pacíficamente su destino es un centro vital de la identidad nacional. Una de las primeras reacciones a las revueltas de 2014 en Ferguson, Missouri, tras el asesinato de Michael Brown por parte de la Policía fue la acusación contra “agitadores ajenos a la comunidad”. La extensión nacional de los últimos saqueos despertó una carrera aun más demencial, en la que cada estado identificaba a los insurrectos como sediciosos provenientes de otro estado. Si los incendios en Seattle eran organizados por activistas de California y los de Nueva York por militantes de Illinois, ¿cómo distinguir el adentro y el afuera de cada comunidad? Agotada la narrativa de la Guerra Fría y disuelta la del terrorismo islámico, el argumento de estos días volvió sobre sí mismo: hay un “adentro” que ya no es geográfico sino espiritual, un núcleo limpio en el que las causas justas tienen sus formas pacíficas de representación y resolución. En su forma y contenido, es una narrativa nacional que excede a la ultraderecha y, al mismo tiempo, limita la capacidad de representación de la oposición. “Tenemos razones para creer”, decía en Twitter el gobernador demócrata de Minnesota, “que gente mala continúa infiltrando las protestas justas por el asesinato de George Floyd”.

El ideal del “buen negro” perpetúa la idea del “buen esclavo”, en una reinterpretación de la visión paternalista específica del sur sobre la esclavitud en clave moderna y nacional, pero igualmente prescriptiva. En Virginia, un libro escolar de séptimo grado mostraba un cuadro de Washington supervisando a sus esclavos con un epígrafe que señalaba que el estado “ofrecía una vida mejor para los negros que África”.

Protegidos de la influencia de Santo Domingo, razonaba el autor en otra página, los esclavos en Estados Unidos valoraban “el sistema esclavista que demandaba que el amo cuidara del esclavo en su infancia, enfermedad y vejez. El cuidado que el amo y el esclavo tenían entre sí hacía que la vida en la plantación fuera próspera y feliz”. El libro se editó en 1951, el mismo año en que Hollywood censuraba Sangre negra, y se siguió utilizando en el sistema educativo de Virginia hasta mediados de los años 70.

Claro que para entonces la evangelización sobre el buen esclavo llevaba una década chocando con la radicalización del movimiento negro. Contra aquel mito, los militantes de la Liga Revolucionaria de Trabajadores Negros de Detroit viajaban en 1964 a La Habana para conversar sobre estrategias, violencia política y, otra vez, el peso legendario de Louverture en la materialización de la idea misma de derechos universales. La verdadera “latinoamericanización” estadounidense tenía poco que ver con la influencia externa, y menos aun con el despótico vernáculo que encarnaría Trump más tarde. Más bien, era la percepción común de largo aliento de que, en el continente, la violencia de abajo no sólo no era enemiga de la democracia sino que, muchas veces, era el único medio para realizarla.

Cargando sobre sus espaldas con la estabilidad de todo un orden, la manifestación pública de los afroaestadounidenses se resuelve en un espacio sin salida. Como con el sartenazo de Bigger, en los saqueos e incendios el grito último de Floyd y Garner va y viene entre su sentido literal y su efecto retórico. Y en esa oscilación violenta se juega la apuesta por destinos más igualitarios, con el fondo de un horizonte cada vez más ensombrecido.

Ernesto Semán es escritor y profesor de Historia en la Universidad de Bergen, en Noruega. Antes vivió en Estados Unidos y fue docente en la Universidad de Richmond. Este artículo fue publicado originalmente por Nueva Sociedad.