A mediados de enero una caravana de 9.000 migrantes, en su mayoría hondureños, fue reprimida con violencia por la Policía y el Ejército de Guatemala cuando intentaba avanzar por ese país en su ruta hacia Estados Unidos. Algunos cientos de personas continuaron su camino con la esperanza de alcanzar territorio estadounidense y allí poder trabajar. La ambiciosa reforma migratoria anunciada por el gobierno de Joe Biden dio esperanzas a los migrantes centroamericanos, pero expertos consideran que la política de Estados Unidos en esta materia seguirá siendo muy dura.

José Wilman Torres nunca había salido de Honduras hasta hace unas semanas. Se vio obligado a hacerlo a sus 46 años después de que en noviembre dos huracanes consecutivos –Eta e Iota– destrozaran el hogar donde vivía junto a su esposa Lilián y sus cuatro hijos, en el municipio de La Lima, al noroeste del país. Las poderosas tormentas demolieron miles de viviendas, derribaron puentes y dañaron carreteras en toda Honduras, además de arrasar extensiones de cultivos. Más de 100 personas murieron y decenas de miles de familias lo perdieron todo. Según un informe elaborado por la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal) a petición del gobierno hondureño, los daños provocados por las fuertes lluvias y vientos alcanzarían los 1.879 millones de dólares, si bien todos los países que conforman América Central resultaron gravemente afectados.

Con esta situación, agravada por la pandemia del coronavirus, José Wilman no tuvo más remedio que marcharse. “Los huracanes se lo llevaron todo, de mi casa sólo quedó el puro terreno y me dio miedo volver a construir en el mismo lugar. Vivía al día, trabajando como repartidor de pizzas, sin ningún derecho, así que no tuve otra opción”, cuenta a la diaria. “Sin duda lo más duro ha sido dejar a mis hijos, ellos también lo sufren”.

Emigrar del Triángulo Norte de Centroamérica, formado por Honduras, Guatemala y El Salvador, se ha convertido en prácticamente una obligación. Su población no sólo huye de los devastadores efectos de la covid-19 y los recientes huracanes, sino de los problemas estructurales como la pobreza, el desempleo, la corrupción, el narcotráfico, la violencia de las pandillas y el crimen organizado, que afectan a estas naciones desde hace décadas.

Para José la mejor opción era irse de Honduras acompañado, por lo que a mediados de enero se unió junto a su esposa a la caravana de más de 9.000 migrantes que viajarían a pie rumbo a Estados Unidos en busca de un futuro mejor. “El hecho de viajar con más gente me motivó, porque en grupo nos podemos cuidar mejor”, asegura.

Sin embargo, la caravana duró mucho menos de lo previsto. Cuando los migrantes intentaban avanzar por Guatemala, las fuerzas de seguridad de ese país los reprimieron de manera violenta, utilizando palos y gases lacrimógenos, sin importar siquiera que hubiera numerosas familias con menores de edad. Tras la brutal represión de la Policía y Ejército guatemaltecos, la mayoría de los hondureños que integraban la caravana regresó a su país, pero José y Lilián, al igual que otros cientos de migrantes, decidieron dispersarse y lograron avanzar por diferentes senderos. Todo con el objetivo de continuar su camino hacia Estados Unidos, aunque esta vez ya no sería en grupo.

Desde el 16 de enero en la Casa del Migrante, tanto en la de Ciudad de Guatemala como en la de Tecún Umán, en la frontera con México, apenas han dado abasto. Hasta el jueves habían atendido a unas 930 personas.

Mujer desmayada por el calor, en la caravana migrante, en Vado Hondo, Guatemala, el 17 de enero.

Mujer desmayada por el calor, en la caravana migrante, en Vado Hondo, Guatemala, el 17 de enero.

Foto: Esteban Biba, EFE

“Llegan con hambre y muy lastimados, algunos hasta sin suela en los zapatos de lo que han caminado. Las carreteras que llevan hasta Honduras están copadas por la Policía y el Ejército guatemaltecos y para ellos es muy difícil moverse, por eso avanzan de noche, cuando hay menos vigilancia”, explica a la diaria Carlos López, administrador y coordinador de proyectos en la Casa del Migrante, que es atendida por la congregación religiosa de los scalabrinianos. “Los migrantes [hondureños] llegan desesperados y ya no buscan el sueño americano, sino una oportunidad, incluso en Guatemala o en México, donde muchos tienen familiares o quieren solicitar refugio porque son amenazados por las pandillas”, añade López.

José, que en estos últimos días en Guatemala ha desempeñado “algún trabajillo, como cortar leña, para ir tirando”, ha llegado a estar más de una semana sin poder bañarse y sólo puede hacer una comida al día, o a veces ni eso. El martes tanto él como Lilián lograron cruzar a México y allí han solicitado refugio, aunque su idea sigue siendo alcanzar territorio estadounidense.

Violencia “inaudita”

Aunque la adopción de políticas represivas por parte de gobiernos centroamericanos no sea novedosa, sorprende la violencia que Guatemala empleó con la última caravana hondureña. “Es inaudito que se ensañasen contra población civil desarmada; los golpearon de manera terrible”, señaló Juan José Hurtado, director de la asociación guatemalteca Pop No’j, que forma parte del grupo articulador de la sociedad civil en materia migratoria para ese país.

La actuación de las autoridades guatemaltecas, continúa Hurtado, “es contraria a la Constitución, al Código de Migración, a tratados internacionales de los que el país es firmante, y no se ha comprobado si esas personas procedentes de Honduras, donde los niveles de violencia son muy altos, requieren protección internacional, pues no se han seguido los procedimientos adecuados”, explica el experto. No obstante, Hurtado recuerda que esa respuesta represiva del gobierno liderado por Alejandro Giammattei “poco tiene que ver con los gestos de solidaridad que ha habido desde la sociedad civil organizada y la población en el terreno hacia los integrantes de la caravana, pues les han brindado ayuda en lo que han podido”.

Esa violencia empleada por las fuerzas de seguridad guatemaltecas se entiende aún menos cuando además existe un Convenio Centroamericano de Libre Movilidad (CA-4), que permite el tránsito intrarregional de los ciudadanos de El Salvador, Guatemala, Honduras y Nicaragua entre estos países simplemente con el documento de identidad y sin necesidad de realizar otros trámites.

Sin embargo, debido a la pandemia, Guatemala exige una prueba negativa de coronavirus para ingresar al país, y la mayoría de los migrantes no disponían de ella. “Fue la excusa perfecta para justificar la represión”, asegura López.

Los expertos también explican que ya antes de la pandemia muchos centroamericanos preferían cruzar la frontera de Guatemala de manera irregular porque cuando lo hacían de forma regular la Policía los extorsionaba cuando ingresaban al país.

Nueva política migratoria en Estados Unidos

La política migratoria de la era de Donald Trump ha sido especialmente dura en los últimos cuatro años para quienes han intentado ingresar a territorio estadounidense. Durante sus mítines de campaña por la presidencia en 2016 una de las promesas estrella del republicano fue la construcción de un muro a lo largo de toda la frontera con México, cuyas obras, además, pagaría ese país. Sin embargo, cuatro años después, aunque se sumaron nuevos tramos de muro fronterizo a los más de 1.000 kilómetros de barreras que ya había antes de que Trump llegara a la Casa Blanca, la mayoría de los trabajos se centraron en renovar estructura dañada, nada que ver con la megaobra inicial que prometió.

Migrantes hondureños en El Florido, Guatemala, el 19 de enero del 2021.

Migrantes hondureños en El Florido, Guatemala, el 19 de enero del 2021.

Foto: Johan Ordonez, AFP

No obstante, durante su mandato Trump levantó otros muchos obstáculos para los inmigrantes, normalmente a golpe de órdenes ejecutivas. Puso en marcha medidas como el polémico programa “tolerancia cero”, vigente entre abril y junio de 2018 y que provocó la separación de más de 3.000 familias migrantes, pues se procesaba a los padres judicialmente por cruzar la frontera de manera ilegal. Asimismo Trump vetó la entrada de refugiados e inmigrantes de 11 países de mayoría musulmana y dificultó el acceso a la residencia permanente.

Algunas de las primeras acciones que ha llevado a cabo el nuevo presidente de Estados Unidos, el demócrata Joe Biden, están precisamente relacionadas con la inmigración. El mandatario firmó órdenes ejecutivas para detener la construcción del muro fronterizo con México, para salvaguardar el programa DACA –que protege de la deportación a 690.000 indocumentados que llegaron al país cuando eran niños– y para anular el veto migratorio que impedía la entrada a ciudadanos de ciertas nacionalidades.

Biden también ha enviado al Congreso de Estados Unidos una propuesta de reforma migratoria, que ayudaría a que más de diez millones de indocumentados regularizaran su situación en el país. Sin embargo, para que el plan pueda salir adelante no sólo debe contar con el apoyo de la Cámara de Representantes, sino que necesita al menos 60 de los 100 votos del Senado. Con la cámara alta integrada por 50 republicanos y 50 demócratas, lograrlo no será fácil.

El nuevo Ejecutivo estadounidense también tiene previsto destinar 4.000 millones de dólares en ayudas al Triángulo Norte de Centroamérica, con el objetivo de que Guatemala, Honduras y El Salvador frenen la migración forzada, si bien en el pasado ya hubo iniciativas similares sin demasiado éxito.

Con la llegada al poder de Biden muchos migrantes centroamericanos tienen nuevas esperanzas de llegar a Estados Unidos con condiciones más favorables, pero entre los expertos consultados por este medio reina el escepticismo.

“Aunque cambien las autoridades, la política migratoria de Estados Unidos es la misma. Con los demócratas históricamente hemos tenido las mayores deportaciones, y eso pasó justamente con Barack Obama, cuando Biden era vicepresidente”, lamenta Carlos López, quien asegura que la represión que hubo días atrás en Guatemala contra la caravana de migrantes hondureños “es un ejemplo de la política migratoria para las personas que están avanzando hacia Estados Unidos”.

Durante los ocho años del gobierno de Obama (2009-2017) más de 2,7 millones de personas fueron deportadas, cifra que supera con creces a los 2,1 millones de indocumentados que fueron expulsados de Estados Unidos con el republicano George W Bush (2001-2009).

Pese a que Juan José Hurtado espera que haya cambios significativos en Estados Unidos en materia migratoria, también recuerda que “no se van a producir de la noche a la mañana” y que aún está por ver cómo se resuelve la situación.

Lo que está claro es que si no se abordan los graves problemas que dan origen a la migración, como son la violencia, la exclusión, la pobreza, la corrupción o la impunidad, los migrantes mexicanos y centroamericanos que intenten probar suerte en Estados Unidos se seguirán contando por miles.