Antiguamente a Madrid se le llamaba la Villa y Corte de Madrid. Esta expresión hacía referencia a, por un lado, la ciudad plebeya de Madrid; y por otro lado, al séquito que rodeaba al monarca y a la monarquía en su conjunto con todo su aparataje administrativo, dinástico y militar. Una ciudad segmentada tajantemente entre la aristocracia y la plebe, y a la que cimentaba ser la gran capital del Imperio desde el reinado de Felipe II, rey icónico al que se le atribuye aquella frase de un imperio en el que no se ponía el sol. Aquel fue el apogeo de la gloria nacional. Este sentimiento siguió presente en Madrid gracias a esa nostalgia nacionalista del imperio perdido. Pulsión imperial de muerte le llamo yo. Esta cuestión explica más de lo que parece ya que, como si se tratase de capas geológicas, la historia es presente aun sin ser memoria.

De un modo similar, el Madrid actual es, por un lado, ciudad y, por otro, comunidad autónoma. Su historia presente es curiosa. Cuando España refundó su organización territorial con la Constitución de 1978, las comunidades autónomas castellanas no querían hacerse cargo de semejante mastodonte institucional, económico y político. Así, Madrid, sin tener exactamente una identidad regional propia, se convirtió en comunidad autónoma. Incluso un diseñador gráfico se inventó una bandera y un compositor, un himno. Una especie de distrito federal sin ser exactamente España un país federal. Mediante un mecanismo institucional absolutamente inédito, se inventó el concepto de “comunidad autónoma”.

En realidad, este concepto no dejaba de ser la fusión de pasado y presente en un perfecto equilibrio precario que actualmente está reventando en Cataluña, en País Vasco y en general en toda España, que no tiene muy claro qué es la nación española. En cualquier caso, aquel concepto autonómico fue la formalización de una larga institución informal: el caciquismo. Dado que en España los territorios gozaron tradicionalmente de sus propias normas, leyes y un grado alto de autonomía local –ya que el Imperio, para serlo, es plural o no es–, cuando el Estado intentó centralizar el aparato legal y administrativo se encontró con fuertes resistencias locales, por lo que, para vertebrarlo, hizo falta inventar la figura del cacique. El cacique era una personalidad regionalmente conocida, normalmente ligada a la propiedad de la tierra y que mediaba entre la capital estatal y el territorio provincial.

Cuando esto se resolvió parcialmente en 1978, fue el Estado –localizado materialmente en Madrid– el que cedió poder a las regiones y no las regiones las que cedieron poder al gobierno central como en el federalismo. Así, Madrid se convirtió también en tierra de caciques y se construyó una identidad regional de entidad universal. Como dijo Isabel Díaz Ayuso, elegida de manera arrolladora el martes presidenta de la Comunidad Autónoma de Madrid, “Madrid es de todos. Madrid es España dentro de España. ¿Qué es Madrid si no es España? No es de nadie porque es de todos”.

La derecha montaraz

Las elecciones del martes 4 de mayo en la Comunidad Autónoma de Madrid reflejaron la enésima victoria de la derecha más tosca del país. El Partido Popular (PP), formación tradicional de la derecha española, sacó 44% de los votos y más diputados que toda la izquierda sumada. A esto hay que añadir un resultado aceptable del partido de la ultraderecha, Vox, que a pesar de su 8% de sufragios es el verdadero ganador de esta elección. Como decía, Madrid es una de las plazas fuertes del pensamiento español más cavernario.

Así, las elecciones se interpretaron en clave nacional. La votación se planteó como la heroica resistencia del gobierno y el pueblo de Madrid, amantes de la libertad, a un gobierno socialcomunista aliado con terroristas y separatistas para destruir España y convertirla en una dictadura soviética. Pero no crean que esto es algo que escribo para caricaturizar a la derecha española. Es lo que decían literalmente: “Comunismo o Libertad” era el eslogan. Y es que la derecha española a veces es incaricaturizable. Ella misma es su propia caricatura. “La derecha sin complejos”, como ellos dicen. En parte pura broma, en parte pura crudeza. El esperpento de Ramón del Valle Inclán (esa concepción literaria en la que se acentúan los rasgos grotescos de la realidad y se la deforma). Reír para no llorar.

El golpe que ha supuesto la pandemia para España es fenomenal. Con una economía basada en los servicios, el turismo y sin prácticamente empresas públicas, manejar el rumbo del cataclismo no dejaba más opción que parar la máquina de consumo y producción abruptamente. Recordemos que la cantidad de muertes en España fue de las peores de Europa y del mundo en un país que si de algo se vanagloriaba todavía era de su salud pública, universal y gratuita. El PP de Madrid, puntero en la privatización y abandono del sector público, se envolvió en la bandera de España contra los enemigos internos y protestó airadamente contra el cierre de los locales, de los bares y, en definitiva, contra el parón económico.

En una metrópolis integrada perfectamente en el capitalismo global, la precarización se convierte en norma. El trabajo digno y la casa se convierten en bienes escasos por los que hay que luchar en una jungla de asfalto, perder tiempo en viajes constantes, pagar mucho por lo mínimo. La precariedad, la aceleración y las miles de atracciones efímeras se combinan con la pulsión imperial de muerte para despertar el fantasma de un clasismo y racismo aristocrático desquiciado que termina colonizando a las clases resignadas. Una manera de sobrellevar esta situación es ir al bar. El bar, casi como institución, ha sido una de las bases del discurso de la derecha: los socialcomunistas, con la excusa de la pandemia, nos quieren quitar la libertad de ir a tomar unas cervezas al bar. De nuevo, no es caricatura.

Otro caballito de batalla de la derecha fue el racismo. La migración “ilegal” desde África a España está siendo problemática y un reto político de envergadura. Incluso menores de edad, niños, están llegando solos a las costas o a las vallas de la frontera. Los traumas generados en el viaje se ven reforzados cuando llegan y los encierran en centros de migrantes con un formato de cárcel sin condena hasta que los suelten o los deporten. Ese periplo al completo puede durar años y las consecuencias psicológicas provocadas son obvias. Es por eso que algunos de esos menores caen en el delito, el alcoholismo o el tráfico de drogas. La criminalización individual de un problema político y llamarlos “menas” –acrónimo de Menores Extranjeros No Acompañados– cosificando a niños, es vomitivo. Es la Europa blanca, profunda e imperialista sin complejos.

Terremoto nacional en Madrid

El hecho de que la derecha cavernaria arrolle electoralmente en Madrid es algo normal. El terremoto, en este sentido, no debería serlo tanto. Sin embargo, la derecha se empeñó en hacer de estas elecciones un plebiscito sobre el gobierno nacional. La adopción por parte del PP del discurso ultra de Vox encontró un espejo hecho a medida con la aparición en escena de Pablo Iglesias, líder de Unidas Podemos y vicepresidente del gobierno. Iglesias decidió dejar el gobierno nacional para presentarse en las elecciones regionales de Madrid con la idea de que, si se ganaba en Madrid, la derecha sería derrotada en España. En realidad, su figura ya no era un aliciente y él mismo, de la manera más degradante, se tuvo que dar cuenta. Desde la compra de su casa, Iglesias era uno más. La misma noche de las elecciones dimitió de todos sus cargos.

La victoria del campo progresista se la llevó Más Madrid, el partido escindido de Podemos y cuya figura es Íñigo Errejón. Se llevó casi 20% con una ideología bastante aguada: principios muy elevados y vagos, feminista, queer, verde y cierto aire regionalista pop madrileño. No obstante, es reseñable el poder territorial que ha construido en un lugar hostil.

La victoriosa Isabel Díaz Ayuso, de carácter ignorante pero orgulloso porque ella es de familia bien y fue educada para mandar como buena aristócrata, muestra el camino a la derecha. Llevar el discurso al exabrupto agresivo, a la libertad entendida como “hago lo que me sale de los cojones” parece que, hoy, une a una derecha dividida que es difícil que gane las elecciones nacionales si no se presenta bajo una misma lista.

Detrás de todo, intuyo, se encuentra sigilosa como leitmotiv la pandemia con la sensación de crisis extraordinaria. La derecha ha sabido darle un significado político a la limitación de las libertades constitucionales decretadas por el gobierno en un momento de caos. Esas medidas draconianas no pueden simplemente justificarse con el eslogan “La vida primero que la economía”. ¿Para qué el sacrificio si todo está peor y no se ha cambiado nada? La ausencia de cualquier tipo de medida que no se base en el endeudamiento público infinito y la falta de imaginación es lo que posee el espíritu de la época. En conclusión, el progresismo como problema y como solución. La derecha montaraz o la inocuidad. Díaz Ayuso o Pedro Sánchez. Donald Trump o Joe Biden. Son tiempos de escepticismo.

Jacobo Calvo Rodríguez es licenciado en Historia por la Universidad de Santiago de Compostela y magíster en Estudios Contemporáneos de América Latina por la Universidad Complutense de Madrid.