La elección peruana ha generado una verdadera histeria entre las elites limeñas y una campaña de demonización del candidato cajamarqueño. El escenario, de confirmarse la victoria de Pedro Castillo, tiene altas dosis de incertidumbre. Pero estas se vinculan poco con los fantasmas que promueve el anticomunismo zombi que recorre el país.
Lo que pasó en las elecciones peruanas es quizá lo más parecido a la “tempestad en los Andes” anunciada por Luis E Valcárcel en un libro ya clásico prologado por José Carlos Mariátegui. Atraído por la idea de “mito”, Mariátegui terminaba escribiendo: “Y nada importa que para unos sean los hechos los que crean la profecía y para otros sea la profecía la que crea los hechos”. Lo ocurrido el 6 de junio no es sin duda un levantamiento indígena como el que imaginó Valcárcel ni tampoco uno como lo imaginara Mariátegui, como partero del socialismo. Pero fue un levantamiento electoral del Perú andino profundo, cuyos efectos cubrieron todo el país.
Pedro Castillo Terrones está lejos de ser un mesías, pero apareció en la contienda electoral de la nada, como si fuera uno. Con los resultados del domingo está próximo a transformarse en el presidente más improbable. No porque sea un outsider –el país está lleno de ellos desde que el Chino Alberto Fujimori se hizo con el poder en 1990 tras derrotar a Mario Vargas Llosa–, sino por su origen de clase: se trata de un campesino cajamarqueño atado a la tierra que, sin abandonar nunca ese vínculo con el monte, se sobrepuso a dificultades diversas y llegó a ser maestro rural; en los debates presidenciales cerraba sus intervenciones con el latiguillo “palabra de maestro”.
Desde el magisterio Castillo saltó al escenario nacional en 2017, con una combativa huelga de maestros contra la propia dirección sindical. Un reciente documental, titulado precisamente El profesor, da varias pistas sobre su propia persona, su familia y su entorno. A diferencia de Valcárcel, cuyo indigenismo se insertaba en la disputa de elites –la cuzqueña andina y la limeña “blanca”–, Castillo proviene de un norte mucho más marginal en términos de la geopolítica peruana. Su identidad es más “provinciana” y campesina que estrictamente indígena. Desde allí conquistó al electorado del sur andino y atrajo también, aunque en menor proporción, el voto popular limeño.
Por eso, cuando Keiko Fujimori aceptó el desafío de ir a debatir hasta la localidad de Chota y dijo con disgusto “tuve que venir hasta aquí”, la frase quedó como uno de los gafes de su campaña. Castillo había logrado sacar la política de Lima y llevarla a los rincones lejanos y aislados del país, los cuales recorrió uno a uno en su campaña con un lápiz gigante entre las manos.
La irrupción de Castillo en la primera vuelta –con casi 19% de los votos– generó una verdadera histeria en los sectores acomodados de la capital. Y acorde a la actual moda del anticomunismo zombi, se expresó en un generalizado “No al comunismo”, manifestado incluso con carteles gigantes en las calles. No escaseó tampoco el racismo. Perú parece tener menos pruritos para expresarlo en público que los vecinos Ecuador o Bolivia.
Por ejemplo, el “polémico” periodista Beto Ortiz echó a la diputada de Perú Libre Zaira Arias de su set televisivo, mostrando que la “corrección política” no llegó a sectores de las elites limeñas. Luego la llamó “verdulera” y más tarde se disfrazó de indio –con su histrionismo habitual– para darle la bienvenida de manera socarrona al “nuevo Perú” de Pedro Castillo.
La candidatura de Castillo fue, además, víctima constante del “terruqueo” (acusación de vínculos con el terrorismo) por sus alianzas sindicales durante la huelga de maestros y, sin experiencias previas en el terreno electoral, de sus propios traspiés en entrevistas.
Como escribió Alberto Vergara en The New York Times: “Quienes utilizaron de manera más alevosa la política del miedo fueron los del campo fujimorista, las clases altas y los grandes medios de comunicación. Empresarios amenazaban con despedir a sus trabajadores si Castillo vencía; ciudadanos de a pie prometían dejar sin trabajo a su servicio doméstico si optaban por Perú Libre; las calles se llenaron de letreros invasivos y pagados por el empresariado alertando sobre una inminente invasión comunista”. Hasta Mario Vargas Llosa abandonó su tradicional antifujimorismo –incluso llamó a votar a Ollanta Humala en 2011– y decidió darle una oportunidad a una candidata de apellido Fujimori.
Castillo está lejos de provenir de una cultura comunista. Militó varios años en la política local bajo la sigla de Perú Posible, el partido del expresidente Alejandro Toledo, y si bien se postuló por Perú Libre, no es un orgánico de este partido, que nació originalmente como Perú Libertario. Perú Libre se define como “marxista-leninista-mariateguista”, pero muchos de sus candidatos niegan ser “comunistas”.
El líder del partido, Vladimir Cerrón, definió al movimiento que se alineó detrás de Castillo como una “izquierda provinciana”, opuesta a la izquierda “caviar” limeña. Castillo es un católico “evangélico compatible”: su esposa y su hija son activas participantes en la iglesia evangélica del Nazareno y él mismo se suma a sus oraciones. En la campaña se posicionó repetidamente contra el aborto y el matrimonio igualitario, aunque hoy varios de sus técnicos y asesores provienen de la izquierda urbana liderada por Verónika Mendoza, con visiones sociales progresistas. Habrá que ver la convivencia de tendencias en el futuro gobierno de Castillo, que no se anuncia fácil.
Castillo se autodefine también como “rondero”, en referencia a las rondas campesinas creadas en Cajamarca en los años 70 para enfrentar el abigeato y que se replicaron luego en el país en los años 80 para hacer frente a la guerrilla de Sendero Luminoso, y funcionan muchas veces como instancia de autoridad en el campo.
La incertidumbre de un futuro gobierno de Castillo no tiene que ver, precisamente, con la constitución de una experiencia comunista de cualquier naturaleza que sea. También parece muy improbable una venezuelización como la que anuncian sus detractores. Las Fuerzas Armadas no parecen fácilmente subsumibles, el peso parlamentario del castillismo es escaso, las elites económicas son más resistentes que en un país puramente petrolero como Venezuela, y la estructuración del movimiento social no anticipa un “nacionalismo revolucionario” de tipo chavista o cubano.
Las declaraciones del “profe Castillo” muestran cierto desprecio de tipo plebeyo por las instituciones, poca claridad sobre el rumbo gubernamental y visiones sobre la represión de la delincuencia que promueven la extensión de la “justicia rondera” al resto de Perú (que a menudo impone diversos tipos de castigos a quienes delinquen) pero también incluyen discursos de mano dura, como se vio en los debates electorales.
La presencia en el gobierno de la “otra izquierda” –urbana y cosmopolita– puede funcionar como un equilibrio virtuoso entre lo progresista y lo popular, aunque también será fuente de tensiones internas. Algunos comparan a Castillo con Evo Morales. Hay, sin duda, simbologías e historias compartidas. Pero también hay diferencias. Una es puramente anecdótica: en lugar de exagerar sus logros en una clave meritocrática, Morales dice no haber terminado el secundario (cuando algunos de sus profesores aseguraban lo contrario) pero, más importante a los efectos de gobierno: el expresidente boliviano llegó al Palacio Quemado en 2006 tras ocho años de trayectoria como jefe del bloque parlamentario del Movimiento al Socialismo (MAS) y la experiencia de una campaña presidencial en 2002, además de tener detrás una confederación de movimientos sociales, con fuerte peso territorial, articulador en el MAS. Castillo tiene, por ahora, un partido que no es propio, y un apoyo social/electoral aún difuso.
El “miedo blanco” a Castillo se vincula, más que a un peligro real de comunismo, a la perspectiva de perder poder en un país en el que las elites habían sorteado el giro a la izquierda en la región y cooptado a quienes ganaron con programas reformistas como Ollanta Humala. Dicho de manera más “antigua”: el “miedo blanco” es a la perspectiva de un debilitamiento del gamonalismo, como se llamó en Perú al sistema de poder construido por los hacendados antes de la reforma agraria, y que perduró por otras vías en el país. Nadie sabe si podrán cooptar también a Castillo, pero hay en este caso un abismo de clase más profundo que en el pasado, y el escenario actual es de manera más general menos previsible. La “sorpresa Castillo” es demasiado reciente y en muchos sentidos es un desconocido incluso para quienes serán sus colaboradores.
Posiblemente la tempestad electoral anuncie otras próximas si las elites quieren seguir gobernando como se habían acostumbrado a hacerlo.
Pablo Stefanoni es jefe de redacción de Nueva Sociedad. Este artículo fue publicado originalmente por Nueva Sociedad.