Donald Rumsfeld murió esta semana, a la edad de 88 años. Los obituarios en medios como The New York Times y CNN mencionan los mismos datos superficiales e inútiles: fue el secretario de Defensa más joven de Estados Unidos (en la administración de Gerald Ford) y el más antiguo (en la administración de George W Bush); escribió tantos memorandos sobre tantos temas que llegaron a ser conocidos como “copos de nieve” por su abundancia; al llegar al Pentágono en la década de 1970, nos dice el Times, se hizo famoso por “sus lagartijas con una sola mano y su destreza en una cancha de squash”.

Para captar lo absurdas que resultan estas trivialidades, imaginemos un obituario de Slobodan Milosevic que se detenga en detalles inocuos de su estilo de gestión administrativa y su afición al fútbol, o un obituario de Saddam Hussein que se centre en lo joven que era cuando se convirtió formalmente en presidente de Irak en 1979 y en cuál era su postre favorito.

Rumsfeld ocupó diversos puestos durante el primer mandato de Richard Nixon. Dejó la Casa Blanca en 1973 para convertirse en embajador de Estados Unidos en la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), y regresó tras la renuncia de Nixon para convertirse en encargado de la transición y luego en jefe de gabinete del presidente Ford. Fue jefe de Estado Mayor hasta 1975, año en que el último helicóptero estadounidense salió de Vietnam. En octubre de ese año se convirtió en secretario de Defensa.

Para poner estos hechos anodinos en perspectiva, cabe recordar que Nixon hizo la absurda afirmación de que tenía un “plan secreto” para poner fin a la guerra de Vietnam. De hecho, como Christopher Hitchens explica detalladamente en Juicio a Kissinger, Nixon y sus aliados conspiraron para sabotear las conversaciones de paz entre Estados Unidos y Vietnam del Norte y del Sur para garantizar que Nixon ganara las elecciones.

El “plan” de Nixon era, al menos en la práctica, perder lentamente la guerra, pero sólo después de expandirla bombardeando e invadiendo la neutral Camboya. Durante los años de Rumsfeld en los gobiernos de Nixon y Ford y en la OTAN, el imperio estadounidense les disparó, desmembró y, literalmente, quemó vivos a un gran número de campesinos vietnamitas para preservar un régimen corrupto y tremendamente impopular alineado con Estados Unidos.

Hay registros de esa época en los que se puede escuchar a Nixon refiriéndose a Rumsfeld como un “pequeño bastardo despiadado”. Vale la pena pensar en qué tipo de persona se ganaría ese tipo de admiración por parte de Nixon, un hombre que conspiró ilegalmente contra sus enemigos políticos internos y supervisó niveles genocidas de muertes en Vietnam, Laos y Camboya.

Para ser justos, Rumsfeld pasó su primer año en la administración de Nixon colaborando con el cierre de programas de ayuda a personas carenciadas desde su puesto de director de la Oficina de Oportunidades Económicas. Sin embargo, en varios otros cargos estuvo directamente involucrado con la máquina de guerra imperial. Eso por sí solo podría haber sido suficiente para que recibiera penas severas si los estándares que Estados Unidos aplicaba a los criminales de guerra capturados después de la Segunda Guerra Mundial se hubieran aplicado alguna vez a los funcionarios estadounidenses.

Armas de destrucción masiva

Sin embargo, el involucramiento más significativo de Rumsfeld en crímenes de lesa humanidad ocurrió más tarde, durante su segundo mandato como secretario de Defensa, durante el gobierno de George W Bush Jr. Entonces, supervisó la invasión de Afganistán, iniciando la guerra más larga en la historia de Estados Unidos.

La justificación oficial fue que el gobierno talibán se negaba a entregar Osama bin Laden a Estados Unidos después de los ataques terroristas del 11 de setiembre de 2001. Si se aplica sistemáticamente, el principio de que albergar terroristas es motivo suficiente para declarar la guerra autorizaría a Cuba a bombardear Miami. También justificaría la escalada de innumerables enfrentamientos latentes entre naciones de todo el mundo. Pero la ventaja de ser un imperio es que se puede jugar con reglas diferentes a las del resto del mundo.

Durante el segundo año de Rumsfeld como secretario de Defensa, cuando Bush, Rumsfeld, Dick Cheney y el resto de su grupo estaban presionando para una invasión de Irak, la justificación era aún más débil. Saddam Hussein, nos dijeron, podría usar “armas de destrucción masiva” él mismo, o compartirlas con Al Qaeda en algún momento en el futuro. Así que era importante bombardear, invadir y ocupar todo el país para asegurarse de que eso nunca sucediera. Ya se sabe: por las dudas. Imagínense si el resto del mundo pudiera seguir esa regla.

En una columna infame de ese año en el National Review, Jonah Goldberg hizo la versión más contundente de la justificación para invadir Irak, citando con aprobación un antiguo discurso de su amigo Michael Ledeen: “Cada diez años más o menos, Estados Unidos necesita agarrar algún paisito de mierda y tirarlo contra la pared, sólo para mostrarle al mundo que hablamos en serio”. En la misma línea, Thomas Friedman decía en The New York Times que a “estos países” y sus amigos “terroristas” se les estaba enviando un mensaje importante por medio del belicismo y la imprevisibilidad de la administración Bush: “No sabemos exactamente qué vamos a hacer al respecto, pero si creen que nos vamos a sentar y esperar otro golpe, están equivocados. Acá está Don Rumsfeld, y él está aún más loco que ustedes”.

Así es como se veía la locura de Donald Rumsfeld en la práctica para los ciudadanos de los “pequeños países de mierda” que Estados Unidos escogió y tiró contra la pared durante sus años como secretario de Defensa de Bush: un estudio revisado por pares publicado en The Lancet, una de las revistas médicas más prestigiosas del mundo, estimó en 654.965 el “exceso de muertes” en Irak desde la invasión de 2003 hasta 2006, el año en que Rumsfeld dejó el cargo. Esos números significan que 2,5% de la población total del país murió como resultado de la violencia.

Esto, por supuesto, no tiene en cuenta las olas en espiral de caos y derramamiento de sangre que han continuado sacudiendo la región durante los 18 años desde que fue desestabilizada por la invasión de 2003. Una historia similar, pero a menor escala, ocurre en Afganistán, donde las tropas estadounidenses todavía están presentes y las fiestas de bodas siguen siendo bombardeadas casi dos décadas después de que Rumsfeld y sus amigos obtuvieran su invasión.

Este recuento de cadáveres deja fuera la angustia de las familias de estos países que perdieron seres queridos. Deja fuera a los millones de refugiados desplazados de sus hogares. Deja de lado el sufrimiento de las personas a las que les volaron miembros o a las que tuvieron que cuidarlas.

Y deja de lado uno de los aspectos más desgarradores del tiempo de Rumsfeld en el cargo: su abrazo abierto –y el del presidente Bush– a lo que llamaron “técnicas mejoradas de interrogatorio”, o lo que cualquier ser humano con una pizca de conciencia simplemente llamaría “tortura”.

Los sospechosos detenidos ilegalmente bajo sospecha de participación en terrorismo (o incluso participación en la resistencia contra las invasiones de sus países) fueron torturados bajo la vigilancia de Rumsfeld en Irak y Afganistán, en la famosa “instalación” ilegal en la Bahía de Guantánamo y en otras partes del mundo. Algo de eso se hizo bajo los auspicios de la CIA, pero gran parte ocurrió en el ámbito del Departamento de Defensa de Rumsfeld.

En 2006, en Berlín, el abogado Wolfgang Kaleck presentó una denuncia penal formal contra Rumsfeld y varios otros funcionarios estadounidenses por su responsabilidad en la tortura. No hace falta decir que Rumsfeld nunca tuvo que ver desde adentro una sala de audiencias judiciales en Alemania ni en ningún otro lugar.

En ese sentido, y sólo en ese sentido, Donald Rumsfeld murió demasiado pronto.

Este artículo fue publicado en inglés por la revista Jacobin.