Al conmemorarse 100 años de la Primera Guerra Mundial, el historiador catalán Toni i Rajá me sugirió explorar la última novedad historiográfica de aquel momento: Zombis. No se trataba de una actualización histórica de The Walking Deads (aunque el autor conectó con la serie de impacto) sino de un análisis crítico acerca del comportamiento de las elites europeas, los medios de comunicación y parte de la opinión pública urbana e “ilustrada” que, en 1914, caminaban como sonámbulos1 apoyando la escalada nacionalista y diplomática que desencadenó la Gran Guerra.

Las señales de la inminente catástrofe eran muchas: desproporción del gasto militar en las potencias, crecientes focos de conflicto interimperiales, nacionalismos exacerbados en la prensa y la educación, masacres en las colonias (el genocidio del Congo, la guerra de los Boers en Sudáfrica) con sistemas y tecnología de guerra cada vez más destructivos. Y un clima de tensión diplomática constante en los Balcanes producto del ocaso del Imperio Otomano y las sucesivas guerras de liberación de sus diferentes pueblos.

Todo eso estaba presente, pero como recuerda el historiador Eric Hobsbawm, para la mayoría de los europeos occidentales los Balcanes eran aquellas tierras fascinantes, misteriosas y violentas, más propias de los libros de aventuras que vecinas cercanas de un conflicto propio.2 Nadie creía realmente que por causa de los bosnios o croatas fuese a ocurrir un enfrentamiento mayor.

Las movidas diplomáticas del sistema de alianzas y los compromisos asumidos entre bandos ya formados y con rivalidades latentes atizaron el fuego nacionalista y xenófobo. Se glorificó la acción armada “preventiva” y se estimuló un renacer de la “honorabilidad” de servir a la patria que cultivó una incapacidad diplomática tal que los principales dirigentes de casi todo el espectro político europeo encaminaron a aquella región a la guerra.

Y no es que hayan faltado advertencias o voces críticas. El pacifismo fue un movimiento importante en el contexto previo. En especial internacionalistas y feministas intentaron plantar voz ante la escalada violenta. Pero como señala François Furet: la nación triunfó sobre la clase.3 La oleada nacionalista ganó también a dirigentes de la II Internacional que había acordado una huelga en oposición a la guerra y terminaron por votar los créditos para el armamento en casos tristes como el del SPD alemán y el socialismo francés. Jean Jaurés fue mártir del pacifismo, Rosa Luxemburgo quedó en minoría y un consternado Lenin no podía creer que su antiguo maestro marxista Plejanov le respondiera: “Ahora es tiempo de la Madre Rusia”.

Lo terriblemente humano de aquel camino zombi hacia la guerra fue la retroalimentación constante de posturas violentas y negadoras de los enemigos, marcadas por un exceso casi apocalíptico de tener que tomar partido. Los miedos exagerados sobre la maldad del enemigo, su caricaturización deshumanizada para justificar la reacción militar contra él, fueron compartidos por la mayoría de los estratos dirigenciales de la vieja Europa.

Con un agregado: la circulación en redes vía prensa, cafés, asambleas y reuniones sociales de un clima de exasperación y cosa juzgada. Si la guerra se viene, hay que ir a la guerra. La ciudadanía y el patriotismo fusionados en una cuestión de práctica violenta empujada también por diferentes sectores sociales que en los barrios obreros, por ejemplo, tachaban las casas de los que no enviaban a sus hijos al alistamiento voluntario.

La maquinaria política y mediática creció en un clima social favorable y receptivo ante tales conductas. Imágenes de miles de hombres frente a las oficinas de reclutamiento en Londres, muchos de ellos sonrientes, como si fueran a anotarse para un evento social, dan cuenta de la complejidad del asunto en la medida en que sabemos que se estaban inscribiendo para asistir a la mayor tumba colectiva conocida hasta entonces. Pero en parte ellos (ni sus familias que seguramente los felicitaron) no lo sabían.

Con más de un siglo de distancia es importante evitar juzgar como inhumanas aquellas conductas. La agitación nacionalista y belicista cobró fuerza ante un fenómeno desconocido. Bien explica el historiador Marc Ferro, en un memorable capítulo titulado “La guerra imaginada”,4 que ningún estado mayor ni medio especializado esperaba una guerra larga. Ni tan mortífera. Se tenían recuerdos de las luchas napoleónicas y de la reciente guerra franco-prusiana. Pero todavía se especulaba con los ataques de caballería y no se era cabalmente consciente del peso que tendría el armamento industrial mecanizado.

La reacción reaccionaria

Es interesante notar además dos clivajes que las guerras suelen solapar: la protesta social y el cambio cultural. Las guerras reducen los vínculos personales a una situación de rudeza extrema, autoritaria y punitiva sobre el otro. El superviviente es el vencedor; su mérito, la eliminación del otro, extranjero, amenazante, inferior, peligroso ante la norma básica del “nosotros” que el soldado defiende. La guerra es la obediencia jerárquica en donde las armas silencian el diálogo y la diversidad. Y como dice muy bien Françoise Thebaud, la Gran Guerra puso en primer plano y sin discusión los valores patriarcales del hombre protector y violento.5

No en vano, antes de la guerra, los dos principales movimientos sociales en Europa eran el obrero y el feminismo: la transformación social también estaba a la vuelta de la esquina en 1914. Los avances en derechos laborales y democráticos conseguidos por anarquistas, socialistas y liberales igualitarios cuestionaban la percepción aristocratizante. El crecimiento de las feministas en Inglaterra y Francia especialmente, también en países nórdicos y eslavos, resquebrajaba las seguridades tradicionales de la familia, las iglesias, la política y la cultura tradicional.

Parte del apoyo popular a la guerra también debe leerse en este contexto. Sin suponer un mecanismo maquiavélico: vamos a la guerra para acallar las protestas. En realidad esta afirmación ocurrió un poco después, con el conflicto ya en marcha, cuando se vio la necesidad de forjar “uniones sagradas” para evitar luchas internas. Pero en la previa, lo que parece interesante notar es que el temor, la agitación, el miedo y el odio nacionalista militarizado se volvieron populares en sociedades que cuestionaban jerarquías conservadoras y estructuras de desigualdad económica. Esta agitación militarista fue una oportunidad de reaccionar contra ellas en una conducta colectiva supuestamente más urgente e importante: la guerra.

La guerra como inyección sonámbula para sectores sociales varios que canalizaron energías contra un enemigo externo y solaparon los problemas y las injusticias del nosotros interno. Así como Plejanov, el traductor de Marx al ruso, le respondió a Lenin, es posible imaginar tantas reacciones populares intermedias: “No me vengas con las ocho horas o con sufragio femenino, ahora hay que matar alemanes, y las mujeres tienen que cuidar a los heridos”.

La simplificación extrema de los valores ante las relaciones por la urgencia de la defensa y la muerte fueron un aditivo social reaccionario que se complementó fatalmente con la propaganda nacionalista y las pésimas decisiones diplomático-gubernamentales.

Todo lo anterior no explica en última instancia la profundidad destructiva de la Gran Guerra, puesto que su duración y carnicería llevaron a constantes revisiones y protestas por parte de soldados y movimientos sociales una vez que el conflicto se extendió en el tiempo. Son conocidas las concesiones del gabinete británico a los obreros en 1916 (que además debió implantar la conscripción obligatoria), la oleada de deserciones en los frentes (especialmente en Italia, Rusia y también en Francia), así como la reacción de las retaguardias en Rusia primero y en Alemania después, que a partir de las huelgas de mujeres exigieron el fin de la contienda y la caída de sus monarquías.

A lo largo de la guerra el humor social mayoritariamente favorable a participar fue variando. Tanto que, en algunos momentos, la única justificación “racional” para seguir peleando fue en honor a los muertos que ya habían caído, como ocurrió con los ingleses luego de la carnicería del Somme.

¿Sonámbulos en el siglo XXI?

Lo que analizamos aquí tiene que ver con la importancia de un contexto previo que, por diversas razones, configuró un escenario de aceptación y en muchos casos de militancia de la violencia como fuga hacia adelante.

Actualmente es difícil saber si estamos ante una posible Tercera Guerra Mundial, un cambio en el orden internacional o una guerra fronteriza. Existe la tentación de muchos analistas por dar el batacazo predictivo del fin de los tiempos cada vez que ocurre una crisis internacional.

La historia muestra que algunos conflictos supuestamente “menores” o localizados, tras una escalada política, mediática y popular de reacciones colectivas belicistas y apocalípticas, pueden despertar contradicciones más estructurales en el escenario internacional y así detonar procesos de colisión más profundos entre intereses de potencias antagónicamente alineadas.

La perspectiva cercana de una guerra nuclear nos ubica en un escenario parecido al de 1914 en tanto desconocemos lo que podría ser un choque de intensidad con tal tipo de armamentos, pese a que tristemente sabemos de su capacidad destructiva desde los crímenes de Hiroshima y Nagasaki. Quizá la experiencia previa de la Guerra Fría y su “equilibrio del terror” sean un atenuante. Pero es incierta la pericia de algunos actores mediáticos y diplomáticos que parecen estar dispuestos a jugar al límite con tal amenaza.

Por otra parte, la vertiginosa escalada de mensajes y discursos que cancelan la vía diplomática y ponen el acento en la demonización de alguno de los bandos parece conectar con aquella construcción simbólica de un enemigo deshumanizado contra quien era justificable cualquier respuesta violenta. Cualquier “teoría” con demonios (pueden ser uno, dos o más…) desde las guerras de religión hasta las dictaduras de “seguridad nacional” se vincula en última instancia con esta actitud beligerante.

Una importante contradicción observada hasta el momento, que a mi entender se explica por este tipo de humor zombi, es la de exigir el fin de la guerra y al mismo tiempo mandar armas. Acompañada por una toma de partido drástica (con algunos ribetes insólitos, como prohibir deportistas, músicos o ballets) y a la vez establecer la censura de medios en democracia. Hay otra similar que, por simpatías nostálgicas hacia la ex Unión Soviética, omite toda crítica al accionar y al régimen ruso en virtud de un supuesto mal mayor, la presencia neonazi en Ucrania, y que se entusiasma con la crisis del “viejo orden” global y que se le ponga un freno a la Organización del Tratado del Atlántico Norte avalando una invasión a un estado soberano.

Estas posturas parecen desconocer la infinidad de análisis geopolíticos e históricos que exigirían una mirada más compleja al conflicto para proponer salidas y soluciones con perspectiva de futuro común. Pero en esta rápida necesidad de tomar partido, creer y repetir que hay un nuevo demonio mundial, se pierde la perspectiva histórica de que están en juego factores deshumanizantes por los que las sociedades ya hemos transitado. Y es importante recordar lo que señalaron ya Hannah Arendt y Enzo Traverso: la primera experiencia totalitaria europea fue la Gran Guerra.

En su momento el odio al alemán, el desprecio al francés, el racismo imperante fruto del colonialismo se convirtieron en moneda corriente de las formas comunicativas de las masculinidades dominantes en la Europa de la Belle Époque. Permitir que estas “lógicas” fueran a la vanguardia inauguró irresponsablemente la que Eric Hobsabwm tituló como “era de las catástrofes” (1914-1945). Allí la violencia mecanizada se convirtió en elemento sustantivo de lucha entre estados, etnias y clases sociales provocando los mayores holocaustos documentados hasta el momento.

Es probable que, si una generación se envenena con la guerra y la violencia se convierte en modus vivendi intermitente, la fuga hacia el crecimiento de esta en espiral sólo sea cuestión de encontrar/construir otro temor, o bien de activar de forma permanente la idea de una seguridad sin otros. Las generaciones de 1914 habían nacido en la Europa del progreso y terminaron en el Holocausto. Hoy estamos en la posmodernidad global con derechos de tercera y cuarta generación (aunque lejos de universalizarlos) pero con espasmos de reaparición de peligrosas conductas zombis, socialmente irresponsables.

En otro artículo analizaremos las variadas causas de la guerra en Ucrania y sus variadas, también, temporalidades. Porque el “no a la guerra” como principio filosófico humanista debe acompañarse de una historicidad realista: si la violencia estalló habrá que conocer sus causas para intentar solucionarlas.

Pero en esta primera entrega de historia queríamos compartir una preocupación más vinculada a las mentalidades colectivas, a la comunicación y al humor social, que a la geopolítica, las narrativas de los bandos o los intereses económicos en juego. Se puede intentar comprender/entender lo que ha pasado y está pasando. Pero en ningún caso la historiografía nos aporta categorías predictivas. Sí puede ayudarnos a conocer contextos similares como para pensar dos veces y al menos decidir en qué dirección quisiera uno caminar y sobre qué aspectos estar despiertos.


  1. En realidad el libro en español se llama Sonámbulos, pero a mí me quedó “zombis” en el recuerdo. Su autor es Christopher Clark y lo editó Galaxia Gutenberg. 

  2. Hobsbawm, Eric. La era del imperio. 1875-1914. Crítica, 1998. Esta idea la desarrolla en el epílogo “Hacia la guerra”. 

  3. Furet, François. El pasado de una ilusión. Ensayo sobre la idea comunista en el siglo XX. FCE, 1995. 

  4. Ferro, Marc. La Gran Guerra. 1914-1918. Hyspamérica, 1985. 

  5. Thebaud, Francoise. “La Primera Guerra Mundial: ¿la era de la mujer o el triunfo de la diferencia sexual?”. En Historia de las mujeres. Vol V. El siglo XX, 1995. Obra que coordinó la historiadora junto a George Duby.