Anoche anduve pateando por las callecitas de piedra y alpacas de la castellana ciudad incaica de Cuzco (o Cusco). Y pensar que alguna vez fue capital del imperio que inspiró a Tomás Moro en su Utopía (¿de dónde sacaste eso?), sede del primer sistema político socialista del mundo (¿qué tirás bolazos?) con Papá Inca a la cabeza, claro.

La noche estaba bien servida, espléndida, como embarazada después de la estructural, y que todo viene bien. El telón negro se despachaba con sus astros remotos y chispeantes y su luna de punta en blanco, llenita. Debajo de tanta poesía sublime pululaban, como en toda metrocosmópolis, esos protones famélicos de sensualidad que se dejan deglutir por los boliches y desequilibrar por los cordones, y tras ellos los electrones con sus sirenas y uniformes de la municipalidad, midiendo el nivel de helio. Yo ni siquiera llegaba a neutrón. Sólo me dejaba llevar por las luces. En una, mis patas me sueltan en la imponente Plaza de Armas. Horas antes por allí había desfilado un grupo de niños pseudomilitarizados. Todavía se olía simetría y escarapelas. Mi mente viajó a una fotografía que había divisado en la cocina del hostel de un grupo de escolares peruanos con caras rígidas, seriotas, como de oro y plata, robada. “Cuidadito con que a alguno se le escape una sonrisa”, parecía decir el fotógrafo (contrario a nuestros cándidos escolares orientales a los que se los obliga a sonreír si no no salen en la foto).

Devuelta mi mente a la Plaza, impacté con su emperatriz: la tremenda Catedral Basílica de la Virgen de la Asunción (chupate esa). Lo primero que me salió al encontrármela fue “upalalá”, que es lo que me sale cuando veo algo que me impacta. Sé que suena a nombre indio pero es sólo un acto espontáneo del órgano que maneja mi sorpresa. La cantidad de piedras e indígenas que llevó hacer ese pedazo de edificación tan gigante mamita querida. Si habrá que creer para andar cargando toda esa tonelada de fe y devoción por el rey y la reina. Enseguida me vino un pensamiento natural: ¿qué tan cerca tiene que estar la fe del miedo para construir algo así? ¿O cohabitan la misma casa? Y van a la misma escuela.

Vuelvo al hostel. Me recuesto. Apolillo. A las seis horas me despierta el himno de Perú siendo entonado por niños de un colegio que se ubica debajo de mi habitación. Finiquitan el himno y arrancan a rezar el Ave María. A coro. Cerca de 80 preadolescentes al unísono recitándoles a la “madre del fruto” y “la hora de nuestra muerte”. Por lo que tiene que ver con el himno de Perú: nada de particular. Habla de libertad. Como el nuestro. Voy a la cocina y me topo con un ser petiso de diez años que me declara brilloso en su dialecto que está chocho con no haber concurrido a la escuela, y que obvio que en todas cantan el himno los lunes y rezan. Yo le pregunto sólo para molestarlo:

—¿Sabías que hay escuelas donde los niños se levantan con muchas ganas de ir?

Me mira con cara de “sí, y yo soy Garcilaso de la Vega”, y se pone a jugar a un juego en el que tenés que ir matando gente por las praderas. Y ahí es que pienso: “Y sí, ¿para qué una educación liberadora cuando lo que precisan estos borregos son límites?”. Porque nosotros, los papis, lo que le reclamamos a la educación es que les marque los límites a nuestros hijos. ¿Pero la educación qué les hace? Les hace cantar “libertad, libertad”. ¿Pero estamos todos locos? ¿Cómo —digo yo— con un himno que habla tanto de libertad se puede conseguir que estos recién caídos reconozcan nuestra autoridad? ¿Cómo van a creer en lo que les decimos que tienen que hacer si por himno evocan de 20 a 30 veces esa palabra? Y nosotros mismos: ¿cómo vamos al laburo? ¿Cómo miramos a nuestro patrón a la cara? ¿O a nuestros empleados que vienen de ver a la selección cantando el himno a cámara para que vean todos que se lo saben? ¿Cómo hacemos lo que hay que hacer con tanta “libertad, libertad” dentro de la sonata magna?

¡Cambiemos el himno, por dios!

¡Eso!

A ver todos: “¡Limitad o con gloria morid!” (bis) Pam parám parám parám.

“¡Limitad, limitad, orientales!” (bis) (bis) “¡Limitad en la lid clamaremos y muriendo! ¡¡también limitad!! ¡¡también limitad!!”

(bis) (bis) (¡¡¡bis!!!)

Úpalala. Qué bien se siente uno cuando lucha por una mejor educación. Y todavía le creen.