La selección argentina lució una camiseta negra ayer en el partido amistoso que le ganó 2-0 a Italia en Manchester. El hecho fue fortuito –los colores de la indumentaria de los equipos estaban decididos desde mucho tiempo antes–, pero la casualidad quiso que el luto luciera en el pecho de los jugadores argentinos justo un día después de la muerte en Buenos Aires de René Orlando Houseman, el Loco, tal como fue bautizado en su barrio cuando era un niño. Lo que no fue casualidad y sí parte del protocolo fue el minuto de silencio que se hizo antes del partido y los brazaletes albicelestes que lucieron los jugadores en homenaje al célebre delantero que defendió la camiseta argentina en los mundiales de 1974 y 1978.

La muerte siempre sorprende, pero en el caso de Houseman era algo previsible: desde hacía tiempo se sabía que padecía cáncer de lengua y en octubre del año pasado, ante la gravedad de la situación, la Asociación del Fútbol Argentino comunicó que se haría cargo de los costos del tratamiento, que alargó por unos meses la vida del ex jugador, fallecido a los 64 años.

Pese a que alcanzó su mayor brillo deportivo en la década del 70, la figura de Houseman fue conocida por las generaciones posteriores gracias a la tradición oral, a algunas imágenes de viejos partidos y en gran medida a sus esporádicas aunque siempre jugosas apariciones mediáticas.

Irreverente, carismático y picante, las declaraciones de Houseman siempre les rendían a los medios, que cada tanto apelaban a esa gloria olvidada, a ese héroe caído en desgracia, para ganar unos puntos de rating o algunos miles de clics. Rápido con la lengua tal como lo era en la cancha, el Loco reafirmaba su apodo contando anécdotas de sus correrías en tiempos más felices y también disparando sin temor algunos dardos, como cuando tildó a Diego Armando Maradona de “gordo vigilante”.

Claro que como telón de fondo de lo pintoresco del personaje estaba siempre presente su conocido drama personal, una batalla contra el alcoholismo –afición rápidamente transformada en adicción– que lo acompañó durante largos años y que mutiló definitivamente su vida deportiva.

Si bien había dejado el alcohol a mediados de la década del 90, la imagen de borracho incorregible acompañó a Houseman hasta el final de su vida. Y a él poco le importaba.

Atorrante confeso, habitó durante más de medio siglo en la zona del Bajo Belgrano de Buenos Aires, muy cerca de donde se ubica actualmente el Barrio Chino porteño. A fines de los años 50, en los aledaños a la estación de trenes de Barrancas de Belgrano abundaban las casas precarias, y allí René Orlando llegó siendo un niño junto a su familia desde su Santiago del Estero natal. Pero la aspiración de una mejor vida en la capital no se cristalizó para los Houseman: el galopante alcoholismo y la prematura muerte del padre de René y sus hermanos dejó a la madre sola, a cargo de todo y de todos. Años más tarde Houseman contó que en esos duros momentos, siendo un niño todavía, le dijo a su madre: “Quedate tranquila, vieja, que estas piernas te van a salvar”.

Criado en la calle, Houseman demostró precozmente su talento para jugar al fútbol. Era pequeño, veloz y habilidoso, por lo que no tardó en destacarse en el barrio en la posición de wing –término original utilizado para denominar lo que nosotros llamamos puntero–, que aún está bastante presente en el habla futbolera porteña. Si bien el equipo de sus amores era Excursionistas, el club no lo fichó y Houseman se fue a jugar a su rival de barrio, Defensores de Belgrano, en el que debutó profesionalmente en la segunda división en 1971, a los 18 años. Su gran desempeño en los torneos de ascenso llamó la atención de un joven director técnico, César Luis Menotti, quien a comienzos de 1973 lo llevó a jugar a Huracán, club al que Houseman quedó ligado para siempre.

En su primer año en el globo de Parque Patricios, el Loco fue una de las figuras del equipo que logró el Campeonato Metropolitano.

El sistema de juego implantado por Menotti –caracterizado por el buen trato de la pelota y la libertad de movimiento, particularmente para los delanteros– fue el terreno ideal para que las cualidades de Houseman explotaran. Corriendo pegado a la raya con un envidiable manejo de ambos perfiles, René Orlando tenía, además, una gran intuición, que le permitía llegar al gol con frecuencia.

Así, no sorprendió a nadie que fuera convocado por el técnico de la selección argentina, Vladislao Cap, para el Mundial que se jugó en Alemania en 1974. Pese a la mediocre actuación de los albicelestes en el torneo, Houseman hizo tres goles, uno a Italia y otro a Haití en la fase de grupos y el último a la República Democrática Alemana en la fase semifinal, que en aquel Mundial era disputada por cuatro equipos.

Tras el Mundial, Houseman tuvo varias ofertas para irse a jugar a Europa pero las desechó todas, porque no encontraba motivo alguno para irse de Buenos Aires. Fiel a su espíritu amateur, se quedó jugando en Huracán, donde siguió cimentando su leyenda dentro y fuera de la cancha. Fue por esos tiempos, en 1977, cuando le hizo un gol a River Plate estando borracho, algo que confesó algunos años más tarde.

Menotti, quien en más de una oportunidad comparó a su apadrinado con el brasileño Garrincha, otro talentoso cuya vida se malogró por causa del alcohol, nunca dudó de la calidad y el talento de Houseman. Ya convertido en técnico de la selección argentina, no vaciló en citar al Loco, quien formó parte del equipo que fue campeón del mundo en 1978. Si bien fue titular en algunos y participó en todos los partidos, la actuación en el Mundial no fue destacada y apenas hizo un gol, el quinto en la turbia goleada 6-0 sobre Perú en el estadio Arroyito de Rosario.

Indudablemente, los mejores tiempos del Loco dentro de la cancha habían pasado y apenas tenía 25 años. En 1980 pasó de Huracán a River, pero su actuación en los millonarios fue decepcionante. Luego se fue a Colo-Colo de Chile, y tras un exótico y efímero pasaje por el Amazulu de Sudáfrica volvió a Argentina, donde pasó sin pena ni gloria por Independiente, hasta su definitivo retiro en 1985 con la camiseta de Excursionistas, el club del que siempre fue hincha y en cuya sede siempre, hasta en los peores momentos, encontró refugio.