La noción de tapa dura cobra otra dimensión ante la edición de Cocina japonesa (Grijalbo-Penguin Random House, 2018, $ 890) del chef y periodista Stevan Paul, que desnuda de lomo pero entre frente y contrafrente símil madera, promueve una gastronomía “saludable y ligera, que proporciona energía y fuerza para cada día”.

Una de las primeras cosas que hace el autor es contar la distancia que lo separa de Japón, cómo nació ese lazo que forjó en los años 90, a través del boom de los platos euroasiáticos, es decir, la justificación de un alemán para escribir sobre una cultura ajena. ¿Pero no tenemos muchos, que nos creímos originales, al principio de nuestro supuesto hallazgo, una fascinación generalmente insondada con ese país? Una ola de Hokusai empañando la retina, como si fuera parte de un calendario (probablemente made in China) impreso en una esterilla leve, con un cordel para descorrerla. Nuestro archipiélago privado, con gusto a sushi generalmente californiano (en una redundante combinatoria de salmón y queso Philadelphia), pero añorando escenas hechas de caldos misteriosos, sorbidos ruidosamente, fideos udon, vaporeras. Un aroma de películas y de cuentos, ese que con suerte conseguimos en algún restaurante local recreando el original, o sabores que se cuelan con occidentales pretensiones de fusión en cartas algo experimentales.

Si no lo sabíamos, este libro nos entera de que el ramen, ese reconfortante ensopado en el que humean distintas guarniciones, tan común en Japón como entre los universitarios del hemisferio norte, es de origen chino. El recetario tampoco nos priva de los yakitori, los tempura ni los tataki; muestra su despojo en una simple ensalada de pepino y plantea variantes de las gyozas típicas, pero cuando llega el momento de un choque frontal, hace que la hamburguesa yankee (para el caso, de pollo) se encuentre con que la tradición japonesa tiene una mayonesa de mandarinas y un kétchup de wasabi para tunearla. Igualmente, “la cocina del fuego japonesa, yakimono, en la que se utiliza un fuego abierto para aprovechar el calor seco y los tiempos de cocción cortos, está profundamente enraizada en la filosofía culinaria del país”, se lee. Si bien antiguamente en esa parrilla no estaba permitido cocinar carne, por motivos religiosos, esta prohibición cayó junto con el dominio de los sagún a fines del siglo XIX.

Es cierto que agregar cebolla de verdeo y jengibre, ingredientes que encontramos en cualquier feria, puede ir rumbeando el paladar. Que la salsa de soja termine homogeneizando desde la comida rápida hasta las brochette, es otro asunto. Pero que en Montevideo haya más de un tipo de alga en el supermercado es un indicador de que existe gente que quiere saltearse el delivery exótico y calzarse el delantal. El asunto es que tenga que conformarse con lo que encuentra. Ahí es que viene al rescate el capítulo dedicado a “alternativas caseras a productos japoneses”, donde figura, por ejemplo, cómo preparar gomasio: “Tostar el sésamo en una sartén sin aceite hasta que esté dorado, dejar que se en fríe y molerlo en el mortero con sal marina en una proporción de siete a uno”. Dice Paul que va bien con todo y que vale la pena probar cómo queda un huevo frito condimentado así. Otro de esos que, cuando se encuentran salen caros, y no parecen difíciles de intentar en casa, es el sirope de jengibre: “Llevar a ebullición 400 ml de agua con 50 ml de miel y 150 gr de azúcar. Cortar 100 gr de jengibre en láminas finas, añadirlas y cocer diez minutos. Dejar enfriar y colar”. Aguanta varias semanas, asegura el autor, y sirve igual para cocinar como para una bebida.

“Con ganas de aprender, respeto y audacia”, Paul hace sugerencias jugadas: está la receta de un básico como el dashi, un fondo aromático elaborado con alga kombu y capas de bonito seco y, en su defecto, una de falso dashi, hecho de pan, sardinas y salsa de soja. La premisa es que la comida asiática puede sencillamente hacerse en casa. El estilismo de Meike Graf colabora a hacer creíble esa audacia, y por supuesto que en sus manos unas berenjenas con miso, los mil arroces, una bento box de huevo, un postre hecho de habas dulces o un helado de matcha lucen más que las réplicas de plástico que los restaurantes japoneses ponen en sus vidrieras para mostrar su menú. Paul presume que la reticencia de aquellos orientales a comer en el autobús o en el metro explica por qué la comida callejera no tiene gran éxito por allá aunque son comunes los puestos, especializados en un plato, que cuentan con algún asiento. Al final tenía un poco de razón la protagonista de Kitchen, la novela que hizo célebre a Banana Yoshimoto, cuando dejaba que la heladera arrullara su insomnio; si la cocina no es el sitio más seguro, qué buen refugio temporario.