Para situar la condena al expresidente brasileño Jair Bolsonaro por su intento de dar un golpe de Estado en 2023 puede servir recordar que, en nuestro país, Juan María Bordaberry recién recibió una sentencia definitiva en 2010 por haber atentado contra la Constitución en 1973, gracias al accionar de la jueza Mariana Mota. También que, a pesar de que había numerosísimos indicios de que Donald Trump realizó varias maniobras para no entregar el poder a Joe Biden en 2020, hasta ahora tampoco se ha logrado juzgarlo por eso.

Son sólo dos casos. Ocurre que, como decía Marcelo Pereira en la diaria radio el viernes, “los golpes de Estado, en América Latina, en general han quedado impunes”; el caso estadounidense habilita a ampliar el alcance hemisférico de la afirmación.

Especialmente, porque es la administración que dirige el mismo Donald Trump, que con su reelección en 2024 ha conseguido librarse varias investigaciones judiciales, la que ahora presiona a Brasil (al gobierno o a la Justicia: la confusión intencional viene de Washington) para que se libere a Bolsonaro.

Esa injerencia tiene impacto político en Brasil, aunque no es lineal, y las fuerzas democráticas han orientado la discusión hacia el eje soberanista. En estos días se espera que haya manifestaciones de apoyo y disconformidad a la decisión de condenar a Bolsonaro y a varios de sus cómplices.

En Estados Unidos, en cambio, se aguarda el alcance de la reacción oficial al asesinato del comunicador conservador Charlie Kirk, aunque las primeras manifestaciones de Trump, que acusó a la “izquierda radical” del crimen antes de que se conociera a su autor, apuntaban a la criminalización de varias organizaciones sociales.

Vuelve a cobrar vigencia este texto de hace unos días sobre el papel de la Justicia como salvaguarda ante los excesos del poder.

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