Como guías de una colección viva, Juan Dorado y Rafael Arsuaga van mostrando frascos, descolgando fiambres y acercando platos. Señalan formaciones mohosas, estiman tiempos, resultados y combinaciones en un desfile de paneer y camembert, bresaola cubierta de cera de abeja, licor de jalapeños, kombucha e hibiscos, muchos vinagres, una sriracha que despierta la lengua, dulce de leche con receta familiar (que no se comparte).

Las mismas voluntades que inclinan cada vez más la carta de Tepache hacia los fermentos y el producto casero fueron las que encararon la reforma del boliche ubicado en Massini esquina Gestido. La alianza empezó cuando Dorado –que al volver de España hizo un curso de panes con la gente de Ático (Sebastián y Rodrigo Lluberas, Tato Bonilla) y ya era un militante de la masa madre–, se puso en contacto con El Mingus, donde Arsuaga era jefe de cocina. Todavía le reclama que no le quiso comprar pan. Igualmente, y no saben decir bien cómo pasó, a los pocos meses estaban lijando y revocando para abrir juntos un restaurante.

Panceta macerada en miel fermentada con ajos, chipotle morita y cardamomo, con reducción de naranja, salsa de ostras, tamarindo y aceite de sésamo, acompañado de kimchi de remolachas.

Panceta macerada en miel fermentada con ajos, chipotle morita y cardamomo, con reducción de naranja, salsa de ostras, tamarindo y aceite de sésamo, acompañado de kimchi de remolachas.

Foto: Federico Gutiérrez

Jugarse solos implicó invertir hasta el último peso, pedir prestado y hacerse cargo de las reformas, pero el mismo viaje les permite experimentar como quieren y cambiar los platos cada 20 días. “Si te gusta la moqueca, vení esta semana porque después la saco”, dice Dorado, y la advertencia queda como anotación mental. Pero esa libertad tiene el límite que ponen los incondicionales, clientes sobre todo entre los 35 y los 60 años, que se acercan incluso desde El Pinar. A pedido de ellos los chipirones al ajillo y la tortilla de papas ganaron estatus de clásicos de la casa, a un año y meses, apenas, de la apertura.

Las decisiones las toman juntos. Empezaron con una propuesta de entradas, platos principales y postres y se dieron cuenta de que básicamente lo que salía eran las entradas. “La gente quiere probar cosas. Las tapas te dan la chance de venir y comer de todo un poco sin gastarte 500 o 600 pesos en un plato. Nuestro plato más caro está en 290 pesos”, dice Arsuaga. Ahora trabajan con el concepto de small plates, que en criollo es algo más grande que una tapa pero más chico que un plato. Las variaciones son en base a cordero, carne vacuna, cerdo, pescado, un plato vegetariano, uno vegano.

Preindustrial

En los primeros tiempos se hicieron conocidos por surtir la panera con la variada lista escrita en el pizarrón, porque además se podía encargar para llevar. Pronto se vieron desbordados con la demanda y ahora sólo elaboran para el salón. La panera, que se vende aparte, llega a la mesa con manteca fermentada; fermentan la crema y a partir de ahí elaboran una manteca que no tiene vencimiento, en todo caso muta: si se la deja añejar, dice Dorado que “empieza a agarrar un gustito a queso”.

En el menú optaron por descripciones simples, porque hubiera sido reiterativo aclarar que cada cosa fue hecha artesanalmente, pero hablando con ellos, aparecen los detalles: “Más allá de los beneficios probióticos que tiene y de toda la magia, la fermentación es un método de conserva. Tengo una sriracha que tiene dos años –esa no se la damos a cualquiera–; en el proceso de maduración se asientan los sabores, y empiezan a acentuarse otros: baja la salinidad, sube un poco la acidez, empieza a generar un gustito avinagrado, pero no tiene un solo hongo. A nivel industrial, comprás una salsa, la dejás abierta en la heladera dos semanas y genera hongos”, expone Dorado.

Mollejas con chutney de butiá

Mollejas con chutney de butiá

Foto: Federico Gutiérrez

Recetas, dice que muy poco. Habla de prueba y error, lo que no quita que haya tomado varios cursos sobre los caminos de la fermentación. El revelador fue en Buenos Aires, a fines de 2017, con Sandor Katz, “el padre de la fermentación en la era moderna”, alguien que empezó a seguir ese tipo de alimentación como forma de cura, hace 25 años, cuando le pronosticaron un año de vida.

En Tepache, entonces, a medida que las cosas van madurando, van saliendo platos nuevos. Entre los quesos de maduración larga, el de proceso más corto es el camembert (58 días) y para el provolone, dependiendo de la temperatura, se necesita un mes y medio o dos, instruyen.

Las propuestas también van delatando los hallazgos que Dorado hace en la ruta. Hasta la semana pasada tuvieron chorizo casero con puré de kimchi y chutney de ananá. Ahora esa fruta sale en un postre: marquise de chocolate con sal Maldon y aceite de oliva y ananá en almíbar. El boliche ha pasado por el arazá y por los guayabos, ahora está en una fase butiá y ananá. La explicación viene con cuentos.

Falafel y hummus de garbanzos con tabule y tahini. 
Salsa sriracha.
Pan con manteca fermentada.

Falafel y hummus de garbanzos con tabule y tahini. Salsa sriracha. Pan con manteca fermentada.

Foto: Federico Gutiérrez

“Estaba en la ruta 10, en Maldonado, y encontré una palmera de butiá que tenía una flamante rama: con la pulpa hicimos una mermelada, con las cáscaras, un licor y con el carozo, un vinagre”. A la mermelada la licuan para obtener una salsa, y lo que resta lo deshidratan para generar un condimento. “Un poco hacemos eso con todo. Cada producto que pasa por acá se exprime a más no poder. Lo que no se fermenta, se macera para generar otros sabores. Por ejemplo, fermenté una miel con cítricos y de ahí va a salir un vinagre; tengo otra miel fermentada con ajos, jalapeños y cardamomo, que se dejó durante dos meses, y a partir de ahí vamos a generar un vinagre que va a tener un sabor agregado”.

En consecuencia, hay más de un plato agridulce, ya que juegan con la fruta nativa y con lo que va apareciendo. En octubre pasado Dorado estaba haciendo ruta, para variar. Camino a Colonia, paró en un puesto en el medio de la nada, donde encontró a un hombre con seis cajas de ananá –12 frutos por caja– echándose a perder. De ese contingente pinchudo hoy hay chutney, vinagre, ananá en almíbar. Después de todo, estaba signado: el tepache es una bebida fermentada, típica en México, hecha con piña.

Chipirones al ajillo

Chipirones al ajillo

Foto: Federico Gutiérrez

Por si fuera poco, de Cerro Largo le trajeron un membrillo poco común, esferoidal, más ácido, y ahora mismo Dorado está probando cómo quedará con un cerdo cocido durante ocho horas a 75 grados. Mientras tanto, prepara una panceta con kimchi en base a remolacha, pero que además tiene pera, manzana, cardamomo, jengibre, lemongrass. Estos días salen mollejas con chutney de butiá. Sirven tajín de cordero y los frutos secos que lleva fueron hechos a la vieja usanza, con higos y membrillos secados al sol por una productora de Colonia. “Más allá de lo que hacemos, queremos rescatar los procesos, cómo se hacían las cosas antes. Si queda bien, de más, si no, se hará otra cosa”.

Tepache, en Massini 2950 esquina Gestido. Abre de martes a sábados de 19.00 a 1.00. Los lunes van a volver a hacer talleres de embutidos, de quesos, de fermentos, de panes. En la carta figuran los productos de alacena a la venta: las conservas, la sriracha (tienen roja y verde) y el curry cuestan alrededor de $ 200. La ricotta y el paneer son a pedido (como son quesos frescos, hay que hacerlos en el momento). Están reforzando la carta de vinos. Cuando terminen de madurar los quesos, fiambres y embutidos, van a armar una tablita y también un plato de quesos como postre.