Una foto que no aparece en el recetario La cocina de Santé (Grijalbo, 2021): la estrecha, desordenada fila en la parada de ómnibus de la calle Cerrito, y alguno que estira el cuello evaluando a través del ventanal una probable merienda. El restaurante Santé funcionó como un rincón fuera del tiempo en los mediodías de Ciudad Vieja, un living con empapelados de revista de decoración y una contundencia en el sector de dulces que Irene Delponte había ido cultivando en ferias gastronómicas.

Pero hay una secuencia de imágenes que se genera en el lector cuando se entera de la gula del público que llevó a la pastelera a salir poco más que corriendo de uno de esos eventos al aire libre para dedicar la noche a preparar más unidades de su demandado alfajor.

Entre aquella madre que buscaba recetas para un primogénito con una intolerancia alimentaria a esta profesional que sabe de técnicas y de marketing, lo que escribe es la historia de cómo su marca se afianzó desde el nombre inicial, Santa (“por la santa paciencia que hay que tener para cocinar”) hasta el actual Santé, con un tilde que el diseño concebido por Aurora Prints & Goods separa de la palabra y repite, con barniz dorado sectorizado, acentuando en la portada una mantequilla que ya es un sote.

Delponte da muestras de un equilibrio raro: respeto por la balanza (“abracen las recetas”), una elaboración casera nada azarosa junto a alguna concesión que hace a su identidad, como ese relleno extra de dulce de leche. Por cierto, continúa su batalla personal en contra del eslogan “cocinar con amor”: “Perdí demasiados huevos y quemé kilos de chocolate, llegué a pensar que jamás sería capaz de hacer leudar un buen pan y perdí exámenes hasta poder aprender definitivamente aquellas técnicas que el día uno pensé que jamás superaría. Y también, creo, es injusto con quien tenga este libro en sus manos y esté pensando en emprender un negocio: no fue el amor, son (y lo digo en presente porque nunca dejan de serlo) la búsqueda de información, la capacitación, el fruto del trabajo y la aspereza de las piedras en el camino”.

No cede, eso menos, con la estacionalidad, y no sólo para incorporar quinotos a una cheesecake, por ejemplo, sino para hacer los shortbread de limón, tomillo y queso feta (los quesos también tienen una temporada). Hincha de la crème fraiche, aprendió a descreer de la fruta importada y de los colorantes, está dispuesta a salir de la zona de confort de una Paula Deen (polémica colega del sur de Estados Unidos con la que muestra una relación ambivalente, no sólo por pecar de mantecosa). Delponte es una comunicadora competente y ordenada tanto en los procedimientos como en las elecciones cromáticas, con el don de que entre por “lindo” –las fotografías son de ella– lo que denota convicción (“lo que hay que tener para vender algo”). Esa cualidad hizo que esa muchachita rosarina que se mudó a un Uruguay idealizado, Irenichus, como se la conoce en las redes sociales, que viene de trabajar años en el sector audiovisual, también probara con la radio y con el podcast, no siempre con la comida como eje. Delponte procura citar emprendimientos y publicaciones que apuntalaron los suyos, como el proyecto Garage Gourmet y el café céntrico Atorrante, dos vidrieras que pone en valor con sus productos en una sinergia explícita.

“Contrariamente a la creencia sentimental, la mayoría de las personas no lleva una novela dentro, ni la mayoría de los chefs un libro de cocina”, escribía Julian Barnes en El perfeccionista en la cocina.

Por suerte, con la gracia y la estrategia que la caracterizan, Irene Delponte dio a conocer el suyo. Por desgracia, como agregaba el inglés, “las recetas debieran incluir también un índice de probabilidad de depresión. De uno a cinco nudos corredizos del verdugo”. Siguiendo los pasos y los “breves episodios pasteleros”, imitarla parece menos tortuoso.

La cocina de Santé, de Irene Delponte (Grijalbo-Penguin Random House). $ 1.290.