La alemana Regina Rebmann gestionó el Café Bacacay durante 23 años. Vivía en el mismo edificio del icónico local, en el último piso. Hace algunos meses se mudó a pocas cuadras, sin abandonar la Ciudad Vieja. “Pasé del siglo XIX directo al XXI”, dice antes de contar cómo fue que “una chica de campo” terminó al frente de un centro de reunión clave en la ciudad, y una referencia en la inflexión que el barrio tuvo en los años 90.
Regina (se pronuncia Reguina, pero puede tolerar Reyina) dice que no hay que insistir con esa época, que disfrutó y cerró cuando sintió que era suficiente desgaste. “Yo aplaudo toda nueva iniciativa”, asegura quien llegó a Uruguay en la década de 1980 y en 1985 compró el edificio de cuatro niveles construido en 1844. Los datos más lejanos indican que en ese sitio funcionó antes un tambo. Según el Inventario del patrimonio arquitectónico y urbanístico de la Ciudad Vieja, además de pertenecer a un tramo significativo y de ser uno de los primeros ejemplos de construcción en altura en Montevideo, es Monumento Histórico Nacional desde 1976.
Cuando Regina se instaló de este lado del océano, percibió el ambiente cargado y una sociedad letárgica: “Recién después de las elecciones se empezó a mover. No sé mucho cómo era la vida normal antes acá; cuando llegué, en 1981, estaba la dictadura, la cosa era muy brava”. ¿Qué la trajo? “Primero, la mochila y después, el amor”, responde sintética. Vino como mochilera con su primo; era el final del viaje por América del Sur. “De acá salía el avión. Iba a estar tres días; me quedé sin plata, no había vuelo, entonces nos quedamos anclados diez días o algo así. Y en esos días fatales se produjo el amor. Yo trabajaba de nurse y me había tomado unos meses sabáticos para viajar; lo hacía frecuentemente, tenía 25 años. Esto lo conté tantas veces... Uruguay no estaba en mis planes; era para tomar el chárter que salía de Perú o de Uruguay. Fue todo casualidad; si yo hubiera decidido quedarme en el continente, me hubiera quedado en Brasil, porque me quedé fascinada. Vine a Uruguay y era chiquito, triste y llovía, porque creo que era setiembre; le dije a mi primo: ‘Vámonos de acá’. Soy de Stuttgart, del suroeste, soy una chica de campo, mis padres eran agricultores”, explica.
Una vez aquí, como no le reconocieron el título, “hacía changas: daba clases de alemán, clases de apoyo a niños; después, buscando trabajo, como cualquiera, entré en la compañía aérea Lufthansa y eso me salvó la vida. Trabajaba en la plaza Independencia. A mí ya me gustaba la zona. Cuando empecé ahí vivía cerca de la plaza de la Bandera, me había mudado varias veces, primero estuve al lado del zoológico, donde se escuchaba a los elefantes. Era muy exótico. Me gustaba mucho la Ciudad Vieja, pero me perdía porque había agua en todas las direcciones. Íbamos al Solís y estaba Cinemateca, sala 1. En la parada del ómnibus, después del cine, siempre miraba el edificio, pero nunca se me hubiera ocurrido que podría comprarlo. Estaba El Vasco abajo, funcionaba de día, porque cerraban a las ocho. Tomábamos alguna cerveza alguna vez después del trabajo con amigos, pero más allá de que había gente de la Comedia y de la cultura, era un boliche de acodarse en la barra, era mucho de caña, grappa con limón, cosas así”, recuerda.
El memorialista Juan Antonio Varese señala en Personajes y tertulias en cafés y bares de Montevideo (Planeta, 2018) que “en la acera norte de la calle Buenos Aires, frente al Teatro Solís, coexistieron en otro tiempo El Vasko [sic], Le Perrouquet, el Solís Coliseo y el Tupí Nambá. Probablemente la influencia del teatro haya operado como un foco de atracción, pero es muy difícil que se dé tal concentración. Por supuesto, se trata de un lugar estratégico, casi sobre la Plaza Independencia, y a medio camino entre la Ciudad Vieja y la nueva. Esto duró hasta mediados de la década del cincuenta, cuando los edificios empezaron a ser demolidos para dar lugar a nuevas construcciones”.
Continúa Regina sobre la situación décadas más tarde: “Resulta que el primo de mi amiga Lucía Pittaluga –ella ya se había ido a París– alquiló un apartamento en ese edificio; lo fuimos a inaugurar, tomamos unos vinos y me pidió si no le salía de garantía para el contrato. Cuando vamos a hacerlo, el abogado, de paso, menciona que el edificio está en venta. ‘¿Cuándo cuesta?’, dije. Y no era mucho. Era una ruina, eso es real, pero el lugar es importante: location, siempre location. Mis padres, en vida, repartieron la herencia, y lo compré. Así que pasé a ser la garantía de mi propio inquilino. Era muy gracioso. Después empecé con los arreglos y me mudé ahí”.
Dice que la idea de hacer un boliche nuevo, un café para el teatro, venía desde el principio. Pero el plan se demoró por distintas razones: “Yo tenía un buen trabajo, viajé un año a España, volví, y tenía que esperar porque El Vasco tenía contrato y no se quería ir”. Fue complicado porque además presionaba en contra la comunidad teatral, los artistas plásticos que lo frecuentaban, por la cercanía con las galerías, e incluso había ofuscación entre periodistas e intelectuales, por la proximidad de los periódicos La Mañana y El Diario. “Hubo una campaña en los medios contra ‘la alemana’. Fue feo. Nunca esperé una cosa así, a ese nivel. Me sentía atacada. Hacía unos años que vivía acá, entonces tenía algunos piques, pero no tenía the big picture”, observa Regina, que tuvo que enfrentar incluso un juicio, pero nunca pensó en dar marcha atrás. “Hubo mucha resistencia. Pero bueno, después eso se arregló y la respuesta fue unánime”.
Métodos y fetiches
“Con su apertura en 1995, el Café Bacacay retoma el espíritu de la tradición de los cafés y bares anteriores a los años 60, con un diseño integral atravesando las distintas escalas: el espacio, el equipamiento, la iluminación, los detalles, pero con una formalización contemporánea inserta en un edificio histórico”, registra la tesina de la arquitecta Claudia Schiaffino para el Diploma de Especialización en Proyecto de Mobiliario. “La planta de reducidas dimensiones es una característica propia del tipo Café y Bar. Esto, sumado a la opción de incluir ventanales hasta el piso solamente sobre la calle Buenos Aires y con un antepecho alto sobre la peatonal, genera un espacio interior contenido, un lugar de encuentro propio para la introversión”.
Aunque contempló elementos preexistentes, la estética de elipses y materiales contrastados que le impusieron entonces fue rupturista, confirma la determinada Regina: “El proyecto era de Lucas Ríos, un amigo que vive en Los Ángeles desde hace décadas, y lo hizo desde allá; nos comunicábamos por teléfono, íbamos mandando faxes, fue impresionante. Hizo una maqueta que me mandó con el padre”.
En un artículo aparecido en la revista especializada Elarqa, Ríos se refiere al abordaje de la memoria urbana: “Entonces surgió una forma y se insertó en el espacio del viejo Vasquito, dejando ahí lo que había alrededor. Hoy nos llena de satisfacción el poder ver cómo esa forma, concebida en una noche solitaria a doce mil kilómetros de su destino final, pasa a ser parte de la vida y los recuerdos de quienes la habitan. También es grato oír decir a algunos ‘en esta mesa me sentaba yo... está igual’. Se forma así un diálogo, no entre lo nuevo y lo viejo coexistiendo en tiempo presente, sino entre el presente y el pasado, entre lo que es y lo que fue”.
El taburete del Bacacay, que fue incluso el isotipo del café, llegó a ser objeto de estudio en la Facultad de Arquitectura, Diseño y Urbanismo, como demuestra el documentado trabajo de Schiaffino. “Las sillas las diseñamos con Lucas, yo tenía los prototipos en casa y los probaba. Debe ser la silla más calculada que hay”, recuerda Regina, que probaba cambiarle la altura “con atlas, con libros gordos, con libros flacos; hicimos estadística, un algoritmo de cuánto mide la gente, hombre o mujer, qué peso tiene y sentado a qué altura se sentía cómodo. El que llegara a casa tenía que sentarse en la silla y medíamos”, dice divertida sobre el método que utilizaron para obtener las medidas promedio. “Hicimos una bruta silla, que les iba bien a todos: la gente se quedaba horas sentada. Por un cafecito solo, por un lado, no conviene, pero si consumen, está buenísimo”, señala.
“La irregularidad, la asimetría no esperada –respecto a la composición de la mayoría de las sillas de un café– sugieren su naturaleza escultórica, con valores plásticos inherentes al diseño. Evocan movimiento, la sensación de que avanzan. Cuando Regina Rebmann consulta al arquitecto respecto a la naturaleza de la forma de las sillas, él menciona que responde a ‘un movimiento de danza’”, escribe Schiaffino en la citada tesina.
Ahora esos objetos están por todo Montevideo, según relata Regina, que vendió taburetes, sillas y mesas a los que se anotaron la última noche, y el lunes siguiente pasaron todos a levantar sus muebles como trofeos. “Era tan lindo este proyecto que yo quería terminar arriba. Lo que eran las dos últimas noches... terminamos bailando en la barra y cantando”. Regina tiene la capacidad de transformar un evento en una pequeña fiesta, pero estaba muy cansada y las exigencias y controles se le hacían cuesta arriba. “Si la hacés con pasión, la gastronomía es un trabajo que te exige mucha energía, muchas horas, es físico, y la atención es un consultorio psicológico. Creo que después de 20 años en gastronomía está bien. No es fácil abrir una empresa, pero cerrarla es el infierno”, asegura sobre los tres años de yapa.
Lo que no se vendió, de todos modos, desapareció porque los habitués decidieron tomarlo como souvenir, fuera un servilletero de madera y granito o una carta. Las letras de hierro del cartel original están a resguardo de Regina.
Una adelantada
Cuando ella empezó en el rubro, “la Ciudad Vieja moría de noche”, recuerda. “Boliches directamente no había porque la gente tenía miedo. Vivir en la Ciudad Vieja en 1985 era estar loca. Entraban los trolleys por Sarandí. Por el 92 vino la peatonal y eso cambió todo. Ahora llega hasta el Mercado del Puerto. Para el turista es ideal, porque es fácil de encontrar, es un lindo camino, hay tiendas, hay boliches, hay cafés, hay restaurantes. Lo que a mí me atrae mucho mucho mucho de la Ciudad Vieja es el puerto y la escollera; son lugares metafísicos, por esos barcos que entran y salen y nos conectan con el mundo. Debería ser una visita obligatoria para las escuelas. Sin entrar en que si esos barcos son ecológicos o no, parecen una continuación de los edificios. Eso no lo tenés en ningún otro lugar de Montevideo. Si viviera en otro barrio, creo que me secaría como una pasa de uva”. En cambio, en la Ciudad Vieja, su pasatiempo es sacarles fotos a los barcos, y nadar.
En cuanto a la oferta gastronómica, dice que al principio los comercios quedaron rezagados, pero que luego se instalaron distintas propuestas a la vez que se inauguraron reciclajes y una población más joven se mudó al casco antiguo. “Nos faltaba costumbre”, dice la pionera.
Claro que hay que recordar que “el Solís funcionó hasta 1999 y cerró hasta 2004. Eso fue muy duro, pero después nació algo muy lindo y la gente iba de vuelta con muchas ganas”. Regina recalca: “Siempre fuimos el vecino chico del Solís, entonces en el café se encontraban todos: los espectadores que venían después de la función y más tarde aparecían los músicos, los actores. Esa cercanía para cualquiera es sensacional”.
Visitantes ilustres sobran, aunque suela repasarse los mismos: Lou Reed, que se sentó en la terraza y una moza fanática casi infarta; Ricardo Darín, que fue varias noches después de hacer Escenas de la vida conyugal, desequilibrando a las presentes; Glenn Close, tras la conferencia sobre salud mental que vino a dar en el principal escenario; distintos presidentes, intendentes, alcaldes de otros países; y los más frecuentes, Mario Benedetti, Jaime Roos, Fernando Cabrera. “Galeano tomaba café en el Brasilero pero para cenar, o cuando tenía invitados extranjeros, venía al Bacacay”, asegura la dueña de aquel mostrador.