Lo más común es que los clientes piensen que se equivocaron. Cuando buscan el restaurante Dalbertt, chequean la dirección tres veces, al constatar que están en la entrada de un estacionamiento y no encuentran cartel indicador. El chef suele animarlos a que pasen, que suban la escalera hasta el segundo nivel del parking, y a veces arroja una broma arriesgada: “Nadie va a robarles los órganos”.

Hace dos semanas que la escena se repite. Hace 15 días, el salvadoreño Fray Dalbertt Arriaza inauguró el que quizás sea el sitio más original de Ciudad Vieja, un restaurante sin gluten, ambientado con muebles midcentury comprados en remates, que sirve “pastelería de vanguardia”, decorada con flores comestibles y láminas de oro. Es como una isla de amabilidad y música calma después de atravesar el ruido de motores. Una planta de camelia franquea el paso y una alfombra de césped artificial delimita lo que sería la terraza.

Él vive al fondo del local, en “la catedral”, el espacio más grande que reserva el loft que funciona donde, hasta 1912, destruido por un incendio, estuvo el teatro Cibils. En 2017, después de ser escenario de diversas etapas de la ciudad, el espacio fue reconvertido, con talleres artísticos, como El Cibils. Actualmente hay apartamentos, autos y opciones de almuerzo. Pueden recibir a unas 28 personas entre el salón y el área exterior, en ambos casos con calefacción, vajilla de cerámica y copas labradas. Además se pueden encargar todos los postres para llevar.

Foto del artículo 'Un restaurante de Montevideo que funciona en un estacionamiento que fue un teatro'

Fray Dalbertt Arriaza llegó hace diez años a Uruguay por un intercambio estudiantil. Vino a completar su formación como arquitecto y, mientras terminaba la carrera, sólo encontraba trabajos en el rubro gastronómico. Aunque “no sabía ni cocinar un huevo”, repartió curículums a destajo hasta que lo contrataron en la confitería Las Gaviotas porque el dueño había sido entrenador de fútbol en El Salvador. A raíz de esa feliz casualidad, Arriaza terminó convertido en repostero.

“No sabía ni usar la manga pastelera, mi uniforme estuvo lleno de dulce de leche, espantoso, pero me tuvieron mucha paciencia y en seis meses aprendí”, recuerda. Lo habían puesto como ayudante, para arrancar, y en un año pasó al frente. Más adelante consiguió el puesto de jefe de confitería de una cadena de supermercados y, transcurrido el tiempo suficiente, hizo contactos en el sector turismo, se encargó de los banquetes del Sheraton hasta la quiebra y después dio con Alma Histórica Boutique Hotel. Entabló amistad con los italianos que lo administraban; lo habían contratado para una reforma –para ese entonces ya se había recibido– pero terminó instalando un local de comida y viviendo en el edificio. “Era como el sereno”, dice.

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Sobrevino la pandemia, lo que, por un lado, afectó claramente las posibilidades comerciales pero, por otro, le dio margen para improvisar. Acababan de diagnosticarle una intolerancia al gluten, así que debía reformular casi todo lo que había incorporado en las cocinas. A todo esto, como arquitecto, llegó a hacer un par de restauraciones, pero se dio cuenta de que no era su vocación.

“Tuve que transcribir las recetas que había aprendido, empecé a conocer nuevos ingredientes, nuevos proveedores, contaminación cruzada... todo. Después me pagué unos cursos en línea y así fui aprendiendo”, cuenta. En resumen: renunció al hotel y resolvió seguir adelante con su marca de pastelería, Dalbertt, a puertas cerradas. Hasta que el antiguo Cibils se cruzó en su camino, se mudó, hizo reformas, entrevistó a un montón de ayudantes de pastelería, contrató a Agustina Suanes, se trajo 20 kilos de café de El Salvador, y hoy recibe atentamente en la segunda planta de un parking.

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“Acá se puede venir a brunchear, tenemos focaccia con guacamole y huevos revueltos y el tostón en pan de campo, que nosotros mismos hacemos, con hummus de porotos y huevos fritos. Después tenemos platos de almuerzo, como la lasaña de berenjenas, el strogonoff de pollo, el risotto de camarones, vamos a sumar espaguetti a la boloñesa... y está toda la parte de pastelería: tenemos diez postres diferentes, hechos en el día. Hay brownie con crema de pistaccio, pavlova, lemon pie, ganache de chocolate, imperial de dulce de leche, cookies, muffins, alfajores, budines; esto es interminable”, asegura. Tan fresco es todo lo que elaboran, que ni siquiera está en heladera o en vitrina.

El brunch cuesta $ 790 e incluye un plato, jugo de naranja, café y un petit dulce (cookies, budín o muffin) y el almuerzo, a $ 990, consta de plato principal, café salvadoreño o té de autor Monte (infusiones combinadas), bebida fría, que puede ser un jugo tropical, por ejemplo, y un postre de especialidad a elección.

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Dalbertt, en Ituzaingó 1537, entre Cerrito y Piedras, segundo nivel del parking Cibils. De lunes a sábado de 11.00 a 19.00. Por encargos: @dalbertt.uy en Instagram.