Tres estrellas

Cuando los meteoroides –cuyo tamaño puede variar desde granos de polvo hasta pequeños asteroides– entran en la atmósfera terrestre dejan un rastro de luz. Son las estrellas fugaces que, quizá por la velocidad de su movimiento, que las vuelve impredecibles, resultan fascinantes (lo que ya es decir en un panorama de por sí cautivador como es el cielo nocturno). Ese instante difícil de capturar tiene mucho de magia, y de esa magia nace la creencia de que si pedimos un deseo al ver una estrella fugaz, se hace realidad.

Esa materia misteriosa y huidiza es la que amasa Fernando González (Lugar imposible, Androides. Misión Luna, Nueve horas) en Tres estrellas, un cuento cuya sencillez es el vehículo de un viaje sensible por maneras bien diversas de estar en este planeta. Con el número tres como estructurador de la historia –un número caro a los cuentos tradicionales, que permite mostrar la variedad en un puñado de ejemplos fácilmente recordables: son tres los cerditos que construyen sus casas, los osos a los que Ricitos de Oro les invade su hogar–, nos introduce desde el vamos en una clave fantástica, casi mítica: “Todo comenzó en el País de las Estrellas”. Aparece en este libro la sensibilidad poética que González mostrara en El hacedor de pájaros, por ejemplo.

Tres estrellas aburridas deciden dejarse caer a la Tierra, con el afán de explorar y de vivir aventuras. Las experiencias que les esperan son muy distintas entre sí, pero igualmente satisfactorias para las viajeras espaciales. La primera cae sobre la testuz de un caballo negro y experimenta la libertad de su galope en el campo; la segunda cae al fondo del mar y se ve envuelta en un periplo que la lleva a ser admirada en la corona de la reina de las sirenas; la tercera termina en el jardín de la casa de dos niños. Las tres se fascinan y conmueven, y comparten sus historias, titilando, con las demás, las que se quedaron en el cielo; en el efecto contagio de esa incursión triple estaría el origen de esos rastros brillantes que aparecen en el cielo nocturno.

Tres estrellas tiene la calidez de esas historias que se cuentan y se escuchan a la luz de un fogón. González mide las palabras, parece elegirlas minuciosamente para que no sobre nada en un cuento que emociona en su sencillez, en las pequeñas dosis de humor, en la sutileza con que bucea en cuestiones profundas como el infinito, el amor, la fantasía. Como mirar el cielo estrellado. Las ilustraciones de Matías Acosta (Cuando el temible tigre, En los dedos del viento, La mancha de humedad, Poemas para leer en un año, Gansos de verano), que interpretan a la perfección el tono de la historia y dialogan con ella con fluidez, juegan con la luz y la oscuridad, con los contrastes entre el brillo fulgurante de las estrellas en la noche, las sombras, los reflejos, en un viaje de ida y vuelta al negro del cielo nocturno, pasando por el azul del mar y los rojos y violetas de la noche joven. Con una poética sin estridencias y certeza en el decir, Tres estrellas resignifica las estrellas fugaces e invita a mirar al cielo con una mirada renovada.

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Tonio y el benteveo

En su más reciente novela, Marcos Llemes continúa en la línea de Bruno y la nube con forma de dragón, que le valió el Premio Nacional de Literatura en 2020 y el Bartolomé Hidalgo en 2022. Narrador profuso, Llemes parece entender a la perfección a esos niños solitarios que protagonizan sus historias, a los que les dirige una mirada piadosa e interpela en su complejidad.

El protagonista es un niño de diez años, atribulado por las circunstancias que le toca vivir, que entabla amistad con una extraña criatura. Es interesante el entramado que hace el autor entre la historia cotidiana de Tonio –los problemas en la escuela, donde él y su mejor amigo son víctimas de las burlas de algunos de sus compañeros; el vínculo con su familia, en la que no consigue encontrar su lugar y se siente solo e incomprendido– con la aventura que vive tras el encuentro con un benteveo gigante que habita en un monte cercano. En este plano, la imaginería que conforman los seres que habitan en el monte aporta a la narración no sólo la posibilidad de delinear la aventura del personaje, sino cierto vuelo en las descripciones, en el que se adivinan referencias diversas.

Llemes elige ubicar la historia en su Salto natal, con señas concretas como el río Uruguay, el monte ribereño, imaginamos que la escuela y las calles de su infancia. La ubica, además, en 2002, cuando se estaba por jugar el Mundial de Corea y Japón, con lo que suponemos que en el protagonista hay rasgos autobiográficos (algo que cobra particular sentido en el epílogo). En la escritura fluida y a veces algo estructurada aparece algún juego con el lenguaje: es disfrutable tanto la inclusión de modismos locales como la reflexión metalingüística acerca de esas palabras que no le gustan a la maestra pero que forman parte del habla con la que él y sus pares se identifican.

La amistad con el pájaro, al que bautiza Homo pignatus, funciona –en la medida en que ambos son o se ven como “bichos raros”– como un espejo en el que aprende a mirarse y que le permite entender algunas cosas, cambiar otras, crecer. Merece mención aparte la delicadeza con que se aborda la tristeza y el sentimiento de soledad de Tonio, eso que él llama “el dolorcito”. “¿Acaso les molestaría que yo apareciera por la puerta y les arruinara aquella imagen tan familiar?”, se pregunta al ver a su padre, su padre y su hermano interactuar en total armonía. Una declaración que define con precisión un sentimiento muy habitual en la adolescencia y la preadolescencia, que es central en Tonio y el benteveo, una historia de amistad y de autodescubrimiento que pone el foco en la aceptación de las diferencias y en el dolor como una experiencia no ajena a la niñez.

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Fermín el genio

En Fermín el genio Karina Macadar (Alboroto animal, Quién le saca el hipo a Gertrudis, El ciempiés con olor a pata) pone a jugar a este personaje de cuentos, de resonancias orientales, exóticas, en la cotianidad de una familia. Su capacidad de conceder deseos se convierte en el objeto de competencia de dos hermanas, cuyos pedidos van escalando a lo largo de la historia como si fueran un globo que se inflara más y más (y ya se sabe qué pasa si soplamos más de la cuenta).

El humor y el recurso de la acumulación hasta el disparate le sirven a la autora para mostrar el vínculo de competencia entre las dos niñas, que aparecen como pequeñas tiranas a las que resulta imposible satisfacer. Macadar apunta al aburrimiento que implica tener todo y a la imposibilidad de saciarse cuando los deseos se cumplen al instante –que no es otra cosa que el absurdo del consumismo desenfrenado–, en una crítica que no se explicita, sino que es funcional a la trama del cuento. La estructura repetitiva: una niña pide una cosa, la otra pide otra mayor, ad infinitum, le da el ritmo de la narración y pone al lector en la piel del genio, cada vez más abrumado. Las ilustraciones de Eduardo Sganga (Curiosidades del Uruguay, Estrafalarius), con su paleta de colores fuerte y definida, interpretan a la perfección la sensación de saturación que plantea el texto, al tiempo que se juega a los detalles y a la expresividad de los personajes.

Tonio y el benteveo, de Marcos Llemes con ilustraciones de Jok. Fin de Siglo, 2023. 168 páginas. $ 590. Fermín el genio, de Karina Macadar y Eduardo Sganga. Loqueleo Luna Nueva, 2023. 32 páginas. $ 530. Tres estrellas, de Fernando González y Matías Acosta. Loqueleo, 2023. 34 páginas. $ 750.