Con todo lo que criticamos (y con razón) la dictadura del contenido que establecieron las plataformas de televisión a demanda, en donde cada semana aparecen temporadas enteras de series aprobadas solamente para ser consumidas, hubo un tiempo en el que las chequeras locas permitieron que entre las decenas de títulos inofensivos y olvidables se colaran joyas como una serie animada que tenía como protagonista a un caballo antropomorfo. Este personaje había sido una estrella televisiva en los años 1990, pero dos décadas después solamente le quedaba un poco de dinero y los mismos traumas que arrastraba desde la infancia.
Bojack Horseman, emitida entre 2014 y 2020, disparó contra la cultura de las celebridades y contra la imposibilidad de asumir las consecuencias de los actos en general. No importa si uno es animal, humano, animado o de carne y hueso, se enfrenta periódicamente a situaciones como las que enfrentaban el caballo epónimo, su compinche Todd, Princess Carolyn, Diane o Mr. Peanutbutter. Ya desde antes de que finalizara me he dedicado a recomendar esta serie y no dejaré de hacerlo en este momento. Pero no me quiero ir por las ramas.
Detrás de la animación se encontraba Raphael Bob-Waksberg, junto con Lisa Hanawalt en el diseño de los personajes y del mundo. Raphael, que se despachó con un interesante libro de cuentos traducido como Alguien que te quiera con todas sus heridas, estuvo detrás de otra serie animada, la rotoscópica Undone. Hanawalt, mientras tanto, creó Tuca & Bertie, donde terminaba de sumergirse en los mundos poblados por animales humanoides y otra clase de seres pensantes.
La dupla volvió a unirse este año para Long Story Short, una nueva creación animada del Rapha, quien reclutó a Hanawalt para contar una historia más sencilla, al menos en cuanto a la ambientación y a los personajes, pero que puede ser tan compleja como cualquier familia a la que le golpees la puerta. Long Story Short (algo así como “en pocas palabras”, aunque a mí me gusta “te la hago corta”) sigue a la familia Schwooper durante varios momentos de su existencia. Pero con una vueltita de tuerca... tranquilos, que la tuerca gira apenas unos 17 grados.
Cada episodio autoconclusivo de la serie profundiza en un instante de aquella historia, pero sin un orden establecido. La pantalla muestra el año en que se desarrolla la acción (no pestañeen al comienzo) y lo que transcurre luego puede tener a los padres Elliot y Naomi con sus hijos Avi, Shira y Yoshi, o a alguna combinación de todos ellos. De hecho, hay un episodio que se centra en la pareja de uno de los integrantes de la segunda generación.
La suma de aventuras y desventuras, que suele comenzar con un gag más corto situado en otro año al azar, permite ir conociendo a los protagonistas, sus formas de pensar y, sobre todo, la forma de relacionarse con el resto. La elección de las anécdotas no es casual, sino que se centra en acontecimientos fuertes por el simbolismo para los Schwooper o historias pequeñas que de alguna manera cambiaron el rumbo de los acontecimientos.
Además de las relaciones interpersonales (filiales, sexoafectivas), el otro gran condimento de la serie es la religión. Los Schwooper son una familia judía que dentro del núcleo presenta grados de creencia de los más variados, pero no dejan de haber importantes acontecimientos como el bar mitzvá del hermano más chico. El tema es tan orgánico como cualquiera de los otros que sobrevuelan la serie, y quizás lo sufre solamente con la construcción de Naomi, la matriarca, por la que Raphael y su grupo de guionistas no hacen lo suficiente para alejarla del estereotipo de madre judía que la ficción (especialmente estadounidense) viene presentando desde Woody Allen a esta parte.
Fuera de ese detalle, y de coqueteos con las habituales convenciones del género, Long Story Short entretiene sin patear ningún tablero (no en vano acaba de mencionar las convenciones). Tiene momentos superlativos en los diálogos, que se notan cortados de la misma madera que aquel caballo de Hollywood, y hay que esperar a la suma de momentos para que se vaya formando la tridimensionalidad de cada miembro de la familia.
El estilo de la animación es, claramente, un paso más en el rumbo que tomó Hanawalt cuando pasó de Bojack Horseman a Tuca & Bertie. Los trazos se hacen cada vez más gruesos, los colores pelean por protagonismo y hay una hermosa decisión de dejar a los fondos quietos mientras los Schwooper hacen sus cosas, incluso cuando esos fondos están llenos de gente.
Por último, las voces tienen varias caras conocidas (¿gargantas conocidas?), desde Paul Reiser a Abbi Jacobson, desde Ben Feldman a Lisa Edelstein. Admito que algunas pueden ser conocidas para mí, pero seguro que con la ayuda de Google llegarán a varios “de algún lado la/lo conozco”.
Este formato gana y seguirá ganando en cuanto se sumen capítulos, así que se agradece saber que la serie fue renovada para una segunda temporada, que seguro vendrá a llenar espacios entre las historias que ya vimos y genere nuevos espacios negativos a llenar en las temporadas siguientes. Sí, ya estoy pensando en una tercera.
Long Story Short. Diez episodios de 25 minutos. En Netflix.