Cuando nos enfrentamos a una historia que transcurre en algún mundo imposible solemos aplicar lo que se conoce como “suspensión del descreimiento”: Dejamos una parte de nuestro espíritu crítico a un lado y aceptamos que haya inmigrantes de Kriptón que vuelan, amazonas con aviones invisibles o millonarios de Ciudad Gótica que se preocupan por los que tienen menos.

Después está Tron. Para esta saga de películas que comenzó en 1982 nunca alcanzó con suspender el descreimiento: hay que pagarle unas vacaciones a la Polinesia y que recién regrese dentro de tres o cuatro horas.

Que conste que no me estoy refiriendo a la calidad –por poner un ejemplo– de la entrega original escrita y dirigida por Steven Lisberger. Antes de que los sistemas operativos de las computadoras tuvieran interfaces gráficas, antes de que los programas estuvieran en un escritorio representados por un ícono, la historia nos pedía que creyéramos (por 96 minutos) que dentro de la computadora los programas son como personitas que realizan tareas y participan en juegos (o videojuegos) dignos del Coliseo.

Había elementos que ayudaban a “comprar” lo que nos estaban vendiendo. La aventura protagonizada por Flynn (Jeff Bridges), el programador que era digitalizado y terminaba conociendo ese mundo digital, era divertida y estaba presentada con un diseño de producción que quedó grabado en las retinas de quienes vimos Tron antes de tener nuestra primera computadora con Windows. Desde el vestuario, que salió de la mente brillante de Jean Giraud Moebius, hasta los efectos especiales de vanguardia se combinaron para crear un entretenimiento único... que en su momento fue visto como un fracaso comercial.

Nuestro descreimiento se mantuvo bien suspendido y la película adquirió el siempre polémico estatus de “de culto”. Durante mucho tiempo se habló de una secuela, y esta llegó en 2010 bajo el título de Tron: el legado, con la dirección de Joseph Kosinski. Allí regresaron los trajes negros con destellos fluorescentes, las motos y las naves espaciales que dejan detrás una estela de luz sólida que cualquier perseguidor debe aprender a esquivar. Sobre la historia, partiendo del “legado” del título, tenía al hijo de Flynn (Garrett Heldlund) convertido en el héroe de turno y atravesando un mundo igual de descreíble, pero muchísimo más definido. Sin reinventar la rueda del cine de acción, nos llevaba de una escena de acción a otra, farfullando asuntos relacionados con algoritmos y realidades virtuales.

Más allá de una serie animada, cómics, videojuegos y otras historias satelitales, el regreso a las salas de cine recién se produjo este año con Tron: Ares (no confundir con una comparsa). La tercera aventura en la gran pantalla tiene la dificultad de presentarse en un mundo en el que la tecnología por momentos parece ir más rápido que muchas imaginaciones; a esta altura somos unos cuantos los que sabemos que no hay muñequitos humanoides moviéndose de aquí para allá cuando pedimos una pizza por aplicación o marcamos con un corazón el mensaje de una persona sólo porque pensamos exactamente igual.

Quizás sea por eso que la historia en este caso abandona en gran parte la ambientación digital y transcurre en nuestro mundo (o la versión tronesca de él). La pregunta que se hizo el director Joachim Rønning fue: ¿qué tal si vemos esas motos estilizadas surcando nuestras calles y esas naves gigantes moviéndose entre nuestros edificios?

En la historia la razón es, como no podía ser de otra manera, militarista. La tecnología permite hacer impresiones en 3D a alta velocidad de tanques futuristas fluorescentes, motos futuristas fluorescentes y aeronaves futuristas fluorescentes que, para evitar problemillas de ética, están tripuladas por soldados... futuristas fluorescentes.

Hay un obstáculo fundamental y es el que mantiene en vilo (y en pugna) a las dos empresas del ramo: las construcciones de la impresora láser 3D se desintegran a los 29 minutos. Cuenta la leyenda que existe un “código de permanencia” oculto en algún sitio, que permitiría la durabilidad de una moto fluorescente, de un naranjo o de Jared Leto (el Ares del título). Lejos, muy lejos de los replicantes de Blade Runner, habrá una carrera por la supervivencia en la que un poquito se tocará el tema del propósito existencial.

Lo importante para el gran público serán las escenas de acción, como un par de persecuciones que cumplen con lo que debe presentar esta clase de entretenimiento, antes de transformarse en una versión de alta fidelidad de Pixeles, aquella película que contestaba la pregunta: ¿qué tal si vemos a las naves de Space Invaders moviéndose entre nuestros edificios?

Leto repite otra actuación que no lo acercará a las temporadas de premios ni lo alejará de las discusiones sobre su vida privada, mientras que el resto del elenco hace lo necesario y suficiente para cobrar su cheque. Pero todo se ve tan lindo y se escucha tan bien (gracias a la música de Nine Inch Nails) que es posible distraerse durante dos horas sin pedir mucho a cambio y luego sí chiflarle a la suspensión del descreimiento y al espíritu crítico para que entren, que está por llover.

Tron: Ares. 119 minutos. En varias salas.