La esencia del cine de Beatriz Flores Silva podría condensarse en tres escenas de sus películas: una madre debe resolver al mismo tiempo la rotura de un paraguas y el asa de una cartera en medio del tránsito de la avenida 18 de Julio; otra mujer, también interpretada por Margarita Musto, ensaya una melodía sobre un piano hundido en objetos abandonados mientras afuera todo se prende fuego; una conversación telefónica es interferida por el ruido de la lluvia, la urgencia de un rezo y un brindis.

“Por acá, bien. Enloquecida como siempre, haciendo mil cosas al mismo tiempo”, responde la directora, guionista y productora uruguaya, al otro lado del teléfono, desde Bruselas, en una jornada en la que combina la docencia en dirección de actores, la escritura de un nuevo guion y el subtitulado al francés de su corto Las lagartijas (1989).

En otro tiempo, cuando el estreno de una película local impactaba en los uruguayos como la noticia de un animal que había escapado del zoológico, el ritmo de Beatriz no era distinto. Con un diploma en dirección de cine en sus manos, volvía a Uruguay desde Bélgica convocada a filmar la historia de una ladrona querible: La historia casi verdadera de Pepita la Pistolera (1993), inspirada en un trabajo de la periodista María Urruzola. Durante la década de 1990 siguió filmando y buscando fondos para sus proyectos, comenzó su carrera docente, fue una de las fundadoras de la Escuela de Cine del Uruguay (ECU), ejerció el cargo de presidenta de la Asociación de Productores de Cine y Video del Uruguay, e integró el Comité de Dirección de la Federación Iberoamericana de Productores de Cine y Audiovisuales.

En 2001 estrenó En la puta vida, nuevamente sobre una investigación de Urruzola, que se transformó en la película más taquillera del cine uruguayo, con la respuesta de 145.000 espectadores.

Ahora, entre el 24 de marzo y el 2 de abril, en el marco del ciclo Realizadoras, organizado por Montevideo Audiovisual, la sala Félix Oliver de la plataforma de streaming +Cinemateca invita a acercarse a una retrospectiva de la cineasta, que incluye, además de las mencionadas, el largo Polvo nuestro que estás en los cielos (2008) y los cortometrajes La honestidad (1992) y El pozo (1988).

Sobre su historia familiar, los momentos de incomprensión y malentendidos, y su mirada de la industria del cine, Beatriz Flores Silva conversó con la diaria.

En este momento te toca repasar tus películas para que se exhiban en diferentes ciclos de cine, uno en Bélgica y otro en Uruguay. ¿Qué te pasa cuando volvés a ver ese material ahora?

Siempre es muy emocionante. Hay cosas que hacía muchísimo tiempo que no veía, sobre todo los cortometrajes, que fueron hechos con mucho sacrificio. El primer cortometraje que hice, El pozo, fue una adaptación de un cuento de Mario Arregui que se llama “Un cuento con un pozo” y es uno de los que se podrá ver en la retrospectiva de Cinemateca.

Cuando yo estudié en Bélgica, fui la única estudiante que, en 60 años de escuela, hizo los estudios completos de realización cinematográfica teniendo hijos. Los que me tomaron el examen de ingreso me dijeron que era imposible que lo lograra por la dedicación que suponía. Mis hijos tenían uno y tres años. Entonces aprendí a no dormir.

¿Seguís en ese ritmo?

Mucho menos. En la época en que estudiaba era feroz, y después hice todo lo que pude. Hay distintas etapas en la vida de una persona y hay que dejarles el lugar a los otros. También hubo algunas decepciones. A mí nunca me importó brillar, aunque está bueno cuando muchas personas van a ver tu película al cine. Ahora sigo trabajando en diferentes proyectos, con la esperanza de que en algún momento se concrete alguno, pero también escribo por encargo.

A veces parece que me hubiera alejado del cine, pero en realidad de lo que me alejé fue de las asociaciones. Fueron muchos años de trabajo y de que a veces alguien se molestara porque me tocaba viajar a mí para pelear por fondos.

Tu padre, Manuel Flores Mora, fue una figura de la política y el periodismo uruguayo. Tu madre, María Zulema Silva Vila, pintaba. Ambos fueron miembros prominentes de la Generación del 45, junto con tu tía María Inés Silva Vila y su esposo, Carlos Maggi. ¿Cuán loco era vivir en esa casa?

Mi padre era un ejemplo moral permanente, alguien sumamente cálido y, lamentablemente, muy ocupado en sus tareas de diputado, senador, ministro. Era una persona de una cultura impresionante. Siempre estaba leyendo e informándose, pero lo que más me impresionaba era su interés por la gente. Estoy convencida de que mi padre fue un político al que realmente le importaba mejorar la calidad de vida de las personas. Por ejemplo, de repente salía de casa con un colchón porque se había enterado de que había alguien que lo necesitaba. Tenía una relación con la gente muy auténtica y de mucha empatía.

Mi madre actuaba de la misma manera, pero con nosotros en casa. Ella no tuvo una carrera pública, pero ambos nos inculcaron el interés por el arte.

Foto del artículo 'Beatriz Flores Silva: “No podés ser director de cine sólo mirando lo que hacen otros”'

Foto: Pascal Milhavet

En tu casa, ¿tu padre era muy distinto al personaje público o era igual?

Yo no tengo esa perspectiva. Me consta que como político trataba de llegar a las tripas de la gente hablando de lo que creía profundamente. Yo no siempre estaba de acuerdo con sus ideas. Soy la única persona de izquierda de la familia, aunque no pertenezco a ningún partido, pero siempre estuve comprometida con la lucha de los familiares de los desaparecidos y con la justicia social, inspirada en mi padre, obviamente.

Mi padre estaba poco presente, pero cuando aparecía se dedicaba a nosotros. En mi infancia recuerdo pasar veranos en una casa en Punta del Este. En esa época mi padre se había comprado un banco de carpintero para hacer sus cosas. Realmente tenía poco tiempo. Llegaba tarde a todos lados. Yo nunca empecé la escuela el primer día de clase, y nunca llegaba a las ocho de la mañana.

Hay una escena familiar en Polvo nuestro que estás en los cielos que me hizo pensar en cuánto de biográfico podía haber en uno de esos alborotos.

Algo hay, pero es muy importante aclarar en este punto, porque incluso ha generado problemas dentro de la familia: Polvo nuestro... no cuenta mi historia, y el padre del que se habla no es mi padre. Sin embargo, es cierto que hay cosas que tomé para la película que nos ocurrieron a nosotros: vivir en una familia de políticos de un partido tradicional, los duelos de mi padre, la invasión de nuestra casa por los tupamaros. Ese fue un episodio en el que no nos pasó nada, pero estaba la plana mayor: [Eleuterio] Fernández Huidobro, que dirigía el operativo, [Jorge] Zabalza...

¿Qué edad tenías en ese momento?

Yo tendría diez u once años. Mi madre estaba pintando un cuadro y siguió pintando el cuadro.

En definitiva, estabas inmersa en un ambiente donde se cocinaba la política, entre otras cosas.

Se vivió mucho en mi casa. Lo que tuvo que luchar mi padre como político, los enemigos que tenía, y ver cómo algunos se daban vuelta según sus intereses, me hizo decepcionar mucho de ese mundo, aunque naturalmente siempre hay excepciones.

Al leer un cuento de tu tía, “Último coche a Fraile Muerto”, encontré una conexión con lo que vos hacés en tus películas. ¿Qué relación tuviste con ella?

Los Maggi eran los tíos más cercanos que tenía, vivían a siete cuadras de casa. A mi tía María Inés le decíamos Pocha, era hermana de mi madre. Se habían casado las dos con dos amigos íntimos, mi padre y Maggi. Pasaba mucho tiempo en esa casa.

Maggi admiraba el estilo grotesco, siempre hablaba de Luigi Pirandello y todo eso, de ese humor que te duele. A mí tía sólo la traté de chica. Ella falleció en 1991, cuando yo recién arrancaba en el cine. No podría decir que hubo una influencia directa de su obra.

Lo que te puedo decir es que éramos una familia numerosa en la que pasaban cosas de toda clase y color. Donde yo vivía, en la calle Divina Comedia, habían sucedido una serie de tragedias. Un vecino murió congelado cuando naufragó el barco del Vapor de la Carrera. En la tragedia de los Andes había gente muy allegada, y luego los amigos que sufrieron la represión militar de la dictadura.

Tanto mi tía Pocha como mi madre habían perdido tres hermanos muy jóvenes. Mi padre perdió a su padre a los 14 años. Había ido al estadio y se agarró una neumonía. Esa cosa de que el mundo puede cambiar de un momento a otro siempre estuvo muy presente en mi vida.

¿Qué recordás del rodaje de Pepita la Pistolera?

Se hizo con un poco de dinero. De hecho, el director argentino de cine José Martínez Suárez en sus talleres la tomaba como ejemplo de cómo hacer una película con dos mangos. Un día me llamó y me dijo: “Soy la persona del mundo que ha visto más veces Pepita la Pistolera”.

Un día estábamos filmando en 18 de Julio y, claro, pasaba la gente. El problema es que cuando estás filmando, los que pasan miran a cámara, se paran, se ríen, hablan entre ellos. En un momento precisábamos frenar ese pasaje. Y cuando yo decía “acción”, había una persona de cada lado de la cuadra que impedía a la gente pasar durante un minuto.

Para que tengas una idea de la falta de experiencia que había en ese momento, las personas que tenían esa tarea, en lugar de ponerse mirando hacia la gente que podía venir, se ponían mirando la escena y se daban cuenta recién cuando alguien ya estaba en el campo de cámara. Me decían: “Por algún lado la gente tiene que pasar”. En esos momentos fue que yo me hice mala fama, porque saltaba con: “¡Acá hay que decidirse, o se hace la película o no se hace!”. Tenía que lograr que las cosas funcionaran.

¿Es cierto que cuando terminaste el rodaje de En la puta vida te fuiste directo a un hospital para que te atendieran?

No, fui al aeropuerto y esperando el vuelo me desmayé y me llevaron a un hospital. El médico que me atendió me preguntó: “¿Qué le pasa, señora?”. Le respondí que venía de la guerra. Fue un rodaje muy complicado, con mucha gente y poco tiempo.

Tanto En la puta vida como luego Polvo nuestro se hicieron con mayor presupuesto, pero con exactamente la mitad de lo que se hubiera necesitado. Todo lo demás había que conseguirlo con arte de magia.

Foto del artículo 'Beatriz Flores Silva: “No podés ser director de cine sólo mirando lo que hacen otros”'

Foto: Magela Ferrero

¿Y cómo lo lograbas?

Lloraba. En Barcelona, por ejemplo, nos habían pasado un presupuesto que era imposible para nosotros y la fui a pelear. O precisábamos 20 extras para una escena y aparecían la mitad. Entonces me ponía a parar gente en la calle: “Che, estamos filmando una película, ¿te animás a participar?”. Todo era a los ponchazos.

Hay actrices y actores que se repiten en tus películas: Margarita Musto, Augusto Mazzarelli, Enrique Vidal, Juan Saraví. ¿Qué encontrabas en ellos?

El caso de Margarita Musto es el de una actriz de primer nivel. Para mí fue un placer enorme trabajar con ella. Cuando yo hago un casting no es para ver si la persona es buen actor o mal actor. Lo que quiero saber es si puedo comunicar con esa persona. Es decir, si es capaz de provocar una emoción que yo estoy buscando transmitir.

Alguna vez dijiste que no te interesaba el cine umbilical.

¿Tú hacés cine para espectadores o hacés cine para ti mismo? Ese es el punto. Para mí el espectador es sumamente importante. Es el que le da sentido al trabajo que estoy haciendo. Yo hago una película para que alguien la vea y reflexione sobre las cosas que estoy reflexionando, aunque no necesariamente tenga una respuesta ni una lección para darle a nadie.

Por ejemplo, me preocupa tal situación e intento encontrar una forma para que esa temática le llegue a otro. Es la manera que encuentro de aportar algo al mundo. Creo que es el rol que tiene la cultura y, muy particularmente, el cine.

Hay gente que lo ve de otra manera y también es muy respetable. Mi trabajo cobra sentido y me motiva si pienso que puede haber algún cambio sobre un determinado problema.

¿De dónde surge la historia de tu corto La honestidad?

Yo conocí a la poeta uruguaya Gladys Castelvecchi. Ella, que era esposa de Mario Arregui y, por ende, amiga de mis padres, vino a visitarme a Bélgica. Cuando volví a Uruguay me enteré de que había intentado suicidarse, que tenía las piernas lastimadas y no sé qué más, y la fui a visitar. En esos días me encontré con sus hijos; yo era muy amiga de Martín [Arregui], que lamentablemente también falleció. En esas charlas con ellos me explicaron que la madre había intentado suicidarse muchas veces y los quilombos que generaba en la familia. Para mí fue un contraste tan impresionante tomar contacto con esa realidad, que decidí contar la historia.

La honestidad terminó como uno de los capítulos del largometraje Los siete pecados capitales [1992] que hicimos con los colegas con los que estudié en Bélgica.

Primero había pensado en “El Cocodrilo”, de Felisberto Hernández. Incluso llegué a hacer gestiones para los derechos, pero el guionista húngaro que habíamos contratado como coach me convenció de contar la historia de Gladys. Por supuesto que luego terminé tomando eso como inspiración y conté otra cosa.

Convertiste la historia en tragicomedia.

Ahí está la influencia de la escuela húngara. Mientras estudiaba viajaba a festivales de cine de estudiantes y conocí a quien terminó siendo mi coguionista, János Kovácsi. Encontré un grupo que hacía poesías con tragedia y humor, y ese fue un estilo que realmente me impactó.

Además, es un tono que pega mucho con mi personalidad. Yo soy así, yo soy tragicómica. Entonces no me cuesta. Paso del drama a la carcajada en muy poco tiempo. Así son mis días. La vida avanza, tiene muchas cosas maravillosas de ser vividas, en un mundo bastante terrible.

Y hay otro motivo de la elección: la tragicomedia ayuda a que el espectador se enganche con la trama, a que esté atento, y después podés meterle la parte trágica en donde transmitís el mensaje.

Todavía se sigue diciendo que el cine uruguayo es gris. ¿Qué dirías de tu cine?

Es que para mí no existe un cine uruguayo, y creo que lo que logramos los de mi generación –y me refiero a mis colegas y a mí– fue una pluralidad de voces y de estéticas. ¡Hay uruguayos que a mí me han tildado de no hacer cine uruguayo! Y yo digo: siempre conté historias uruguayas. Porque soy tragicómica y lo fui desde que nací, ¿no puede ser uruguayo lo que yo hago? ¿Por qué Pepita la Pistolera es uruguaya y En la puta vida no?

Yo creo que mi aporte al cine fue lograr la comunicación con el público, que no existía hasta que se hicieron esas dos películas. Al principio, yo también pensaba en cosas más umbilicales, por falta de experiencia, pero después aprendí un lenguaje con el que me enganché, una forma de escribir, y seguí por ahí, pero no es válido decir que cuando alguien usa una estructura aristotélica lo que hace no es uruguayo.

Fijate que en un momento se tildaba a En la puta vida de película comercial, porque había tenido éxito, y se la descalificaba por eso. Daba la impresión de que la gente no se bancaba ese éxito. Yo no vivo para nada en el lujo ni nunca viviré. Puedo pasar en el Cabo Polonio sin luz. Hay una visión de mí que no tiene nada que ver con lo que soy. Hubo un uruguayo que me llamó para pedirme el teléfono de Steven Spielberg porque tenía un proyecto cinematográfico. ¡Yo no conozco a Spielberg! La gente se piensa que vivo en Hollywood y soy multimillonaria, cuando yo puse todo mi trabajo en las películas, gané algo y pagué deudas, y sigo trabajando.

Fuiste fundadora de la ECU, y entiendo que estás alejada de ese espacio. ¿No te convocan para dar un curso o una clase especial?

No. Sucedió lo siguiente. Para mí la teoría del cine no sirve para nada en lo que tiene que ver con nuestro trabajo. Por supuesto, culturalmente sí te puede servir. Pero lo que importa es lo que vos tenés en las tripas y lo que querés transmitir, y eso se ve en la práctica.

La razón por la que me fui, o me fueron, de la ECU es porque Cinemateca no estaba de acuerdo con mi programa práctico. Y entonces eso generaba conflictos. La Cinemateca Uruguaya, que siempre sufría de problemas financieros, tenía en la escuela una fuente de ingresos, pero apenas podía financiar sus tareas. Y como yo insistía con que era necesario hacer ejercicios prácticos de forma permanente, se hacía difícil.

Yo conocí gente que se recibió en la ECU y que no había hecho ningún ejercicio como autor. Vos no podés ser director de cine sólo mirando lo que hacen otros, sin haberte testeado. No sé cómo será ahora.

Retrospectiva del cine de Beatriz Flores Silva. Del 24 de marzo al 2 de abril. Acceso gratuito en la sala Félix Oliver de +Cinemateca.