En un país que tuvo dos asambleas legislativas (la Asamblea de mayoría opositora y la Asamblea Constituyente, que funcionó en los hechos como un Poder Legislativo), dos tribunales supremos de justicia (el oficial y el que operó desde el exilio) y hasta dos presidentes, no debería llamar la atención que cada sector político organice sus propias elecciones, las verifique, comunique y festeje. Así, el 22 de octubre la oposición venezolana realizó una primaria para elegir su candidato presidencial, una elección autogestionada, sin participación del Consejo Nacional Electoral y en la que votaron, según los organizadores, 2,4 millones de personas. María Corina Machado, histórica dirigente liberal que representa al ala más radical del antichavismo y se encuentra inhabilitada, fue elegida candidata.
Un mes y medio después, el 5 de diciembre, el gobierno realizó una consulta popular para reafirmar los derechos venezolanos sobre el Esequibo, un gigantesco territorio de 160.000 kilómetros cuadrados, rico en petróleo y minerales, que se encuentra bajo jurisdicción guyanesa y que Venezuela reclama como propio desde hace más de un siglo. En un confuso comunicado, el chavismo anunció que se habían registrado más de diez millones de votos, algo bastante improbable dadas las fotos de los centros de votación vacíos que circularon durante toda la jornada, pero central para la discusión política: lo que se jugaba en ambas elecciones no era tanto el resultado, que en ambos casos estaba cantado, sino la capacidad de convocatoria de cada bando, como preámbulo de las elecciones presidenciales que deberían concretarse en algún momento de 2024.
Gobierno y oposición
Por más elecciones que haya, la escena de un país movilizado es engañosa. Venezuela está lejos de la efervescencia de organización popular generada durante la primera etapa del chavismo, cuando parecía que, tras la decadencia del sistema del Pacto de Punto Fijo, por fin la sociedad había logrado sintonizar con un líder que la representaba. Y está lejos también del clima de intensa polarización que se instaló después, con un chavismo y una oposición que se enfrentaban en las urnas y en las calles (incluso al costo de mucha violencia y cientos de muertos). En contraste con este pasado políticamente vibrante, la sociedad venezolana ha ido evolucionando hacia un estado de desencanto que ha instalado un panorama abúlico de apatía. Lo registran las encuestas, lo registra la disminución sistemática de la participación electoral y lo confirma la creciente distancia entre la política y la ciudadanía.
Hasta el chavismo parece haber reparado en este nuevo clima social, tal como lo demuestra la decisión de limitar la propaganda oficial en calles e instituciones públicas. En Maiquetía, el semivacío aeropuerto internacional que constituye la puerta de entrada al país, el visitante ya no es recibido por la gigantografía de Hugo Chávez y Nicolás Maduro, sino por el nacionalismo light representado por la imagen de Yulimar Rojas, la campeona olímpica de salto que es el último orgullo de Venezuela.
La gente está en otra cosa. Sometida a una cotidianidad dificilísima, sufre una desorganización permanente de la vida, sobre todo en los sectores populares, que nunca saben cuánto cobrarán ese mes, cuándo llegará la ayuda alimentaria, si habrá o no gasolina o si el metro estará funcionando, lo que obliga a una búsqueda constante de vías para sobrevivir que es sobre todo un consumo desmedido de tiempo hecho de filas y reclamos. El resultado es un repliegue sobre la vida privada, la búsqueda de soluciones individuales a través de los emprendimientos más variados (Venezuela vive un auge notable del emprendedurismo popular), la revalorización de los espacios de ocio (hay un pequeño boom de espectáculos y recitales) y un incremento del evangelismo como forma alternativa de darle sentido a la existencia. También, por supuesto, la emigración.
La situación política está trabada. Luego de la muerte de Chávez en 2013 y de la inmediata elección de Maduro, Venezuela ingresó en un período de conflicto político abierto. Pasó de todo: movilizaciones opositoras, feroz represión gubernamental, multiplicación de los presos políticos, inhabilitaciones, suspensión de elecciones, denuncias de fraude, el delirio de los “dos presidentes”, un intento de invasión armada que fracasó antes de zarpar, un intento de asesinar a Maduro con drones... La crónica es larga y complicadísima, pero el punto de inflexión fue la decisión del gobierno de anular de facto el resultado de las elecciones legislativas de 2015, en las que la oposición había obtenido una mayoría de dos tercios en la Asamblea Nacional, y su reemplazo por una “Asamblea Constituyente” que, elegida bajo un sistema amañado, absorbió en los hechos las funciones parlamentarias y nunca redactó una Constitución. Esto terminó de configurar un tipo de régimen híbrido, que no es una democracia pero tampoco una dictadura plena y que es el que persiste hasta hoy.
El principal responsable de este giro autoritario es el gobierno, porque es el que ostenta el poder. En contraste con los frecuentes desacuerdos opositores, el chavismo logró mantenerse unido. Incluso en sus momentos más críticos, cuando parecía que el poder se le escurría de las manos (tras la muerte de Chávez y la ajustada victoria de Maduro, durante la represión a las movilizaciones de 2014 y 2018), el régimen consiguió evitar que las fisuras –que las hubo– se transformaran en un cisma. La explicación de la unidad chavista es relativamente simple: puro instinto de supervivencia.
Para la mayoría de los dirigentes oficialistas, una eventual salida del gobierno no implica una vuelta a la sociedad civil o un destino clásico de oposición parlamentaria, sino acusaciones judiciales, detenciones aseguradas o el exilio, una alternativa difícil de aceptar considerando que los posibles lugares de acogida son decididamente poco tentadores: aunque Cuba no está mal, es un país pequeño y aislado, y otros posibles destinos, como Rusia o Bielorrusia, resultan fríos e inhóspitos.
Frente a un gobierno que logró mantenerse cohesionado, la oposición se dividió, volvió a unirse y volvió a separarse, oscilando siempre entre las posiciones más democráticas, que apostaban a un triunfo electoral como mecanismo para desplazar al chavismo del poder, y las posturas más radicales, que defendían la abstención e incluso una acción militar extranjera: la misma María Corina Machado habló en su momento de la posibilidad de una “intervención”, aunque aclarando que no es lo mismo que una “invasión”.
En este trance, mientras el chavismo contó siempre con la ventaja del tiempo, la oposición se jugó, una y otra vez, a un golpe súbito que pusiera fin de una sola vez al proceso bolivariano, por vía de una elección, una movilización popular imparable, un pronunciamiento internacional o un quiebre de los militares. Casi cada año prometió que esta vez sí lograría desplazar al chavismo del poder, y siempre terminó fracasando, y eso no cambió, más bien se agudizó, tras la muerte de Chávez: cuando la oposición ganó las legislativas de 2015, cuando Juan Guaidó se declaró “presidente”, cuando se organizó el operativo de “ayuda humanitaria”, cuando pareció que se sublevaba una parte de las Fuerzas Armadas. Pero la publicitada caída del gobierno nunca se produjo y lo que dejó en su lugar fue un escepticismo profundo respecto de las posibilidades opositoras.
Crisis económica
La política es sólo una arista de la crisis venezolana. Saliendo de los círculos de poder, lo que se impone es la dura realidad de la economía. Desde el comienzo de la onda larga de la crisis, allá por 2013-2014, la baja de los precios del petróleo y las sanciones internacionales se combinaron en un cóctel fatal y el PIB venezolano se redujo a una cuarta parte. Una cuarta parte, récord histórico sin que medie una guerra o una invasión. El dato resulta tanto más impactante por cuanto se trata –o trataba– de una economía importante, la cuarta de América Latina.
Si bien hemos visto el hundimiento de países como Haití o de castigadas naciones africanas, no es frecuente que un país como Venezuela, con casi 30 millones de habitantes, que durante años disfrutó de los niveles de bienestar más altos de la región, que supo contar con una clase media ilustrada y próspera, y que ejerció una influencia geopolítica importante en el Caribe, colapse de esta manera.
En los últimos 15 años, Venezuela sufrió dos hiperinflaciones, el desmoronamiento de su industria y una debacle social que hizo que emigraran casi siete millones de personas, según datos de la Organización de las Naciones Unidas. El signo de la crisis fue la escasez, como muestra la situación del Gordo Dimas, uno de los contactos caraqueños de Magdalena Yaracuy, la investigadora-bruja que protagoniza La ola detenida, la notable novela policial de Juan Carlos Méndez Guédez. Magdalena regresa a Venezuela después de varios años y en plena crisis económica, con el encargo de encontrar a una joven española desaparecida luego de presenciar un asesinato político, y que es buscada por los colectivos chavistas, la Policía y los servicios de inteligencia. Recurre a su viejo amigo, el Gordo Dimas. Baqueano de una ciudad en llamas, el Gordo Dimas se entera antes que nadie de cuanto crimen sucede en los barrios, puede entrar a una morgue oficial sin pedir permiso y es capaz de conseguir una granada si se lo piden, pero huele a mujer porque no consigue desodorante masculino. “Primero consigo una 9 mm que un kilo de café”, explica.
La dolarización, que se fue imponiendo espontáneamente con la inflación y los apagones que impedían utilizar los “puntos de pago” electrónicos, permitió estabilizar la economía. Combatida primero, tolerada después y finalmente alentada por el gobierno a través de una serie de políticas típicamente ortodoxas, la dolarización ayudó a recuperar algunas actividades, sobre todo comerciales: nacieron los bodegones, las tiendas de importados en donde hoy es posible conseguir de todo, desde papas fritas Pringles hasta caviar ruso.
Permitió también recuperar el abastecimiento de productos agrícolas, lo que a su vez produjo una tímida mejora de los indicadores sociales, y disparó un boom de pequeños emprendimientos: barberías, servicios de transporte, venta de helados caseros y hasta alquiler de lavarropas, una actividad frecuente en los barrios a los que el agua llega una o dos veces por semana y donde no tiene sentido tener una máquina en casa (el lavarropas llega atado al portaequipajes de una moto, se usa un par de horas y se devuelve, todo por diez dólares).
En definitiva, la dolarización resultó eficaz para frenar la caída y le devolvió al gobierno cierto control del proceso económico. Pero es una recuperación de patas cortas, que no alcanza a las actividades industriales ni es suficiente para lograr un crecimiento sostenido, como demuestra el amesetamiento de los últimos dos años. En el largo plazo, la dolarización priva al Estado de la posibilidad de devaluar para enfrentar los shocks externos, algo particularmente preocupante en un país monoexportador como Venezuela, y cristaliza la desigualdad: Venezuela es a la vez uno de los países más pobres y más caros de América Latina, donde una cena en un restaurante cuesta el doble que en Brasil o Chile.
Para sostener el rebote de la economía, el gobierno apuesta al petróleo. La producción petrolera había alcanzado el récord de los 3,3 millones de barriles diarios en 1997 y disminuyó a 2,4 millones durante el chavismo, una cantidad apreciable que, en un contexto de precios altos, permitía sostener el proyecto bolivariano. Sin embargo, a partir de 2014 comenzó a caer de manera sostenida. Probablemente no ayudó la decisión de Maduro de designar al frente de Petróleos de Venezuela (PDVSA) a un militar sin experiencia en la materia, famoso por haber reprimido las manifestaciones de 2014, y luego a un primo de Chávez igualmente desprovisto de conocimientos.
Los números son elocuentes: antes (insistimos: antes) de que el gobierno estadounidense de Donald Trump impusiera las primeras sanciones, en 2017, la producción ya había bajado a menos de 1,5 millones de barriles diarios; se redujo a cerca de un millón en 2018 y a casi cero durante la pandemia. Hoy, luego de los acuerdos con Estados Unidos y del regreso de Chevron y Cirgo, que consiguieron autorizaciones especiales para operar, se ha incrementado un poco para llegar a unos 685.000 barriles diarios.
El panorama se completa con la crisis de los servicios públicos. El acceso al agua es un suplicio para los habitantes de Caracas, en particular para aquellos que viven en los barrios elevados (los más pobres) adonde el suministro no llega. El transporte público mejoró con la dolarización, que habilitó la importación de repuestos para los envejecidos buses, pero sigue siendo muy deficiente.
La salud ha empeorado y la educación también. Luego de la interrupción de las clases presenciales por la pandemia, los sindicatos docentes reclamaron mejoras salariales (el sueldo de un maestro de primaria no llega a los 25 dólares) que el gobierno nunca concedió, con la consecuencia de que decidieron retomar las clases... sólo un par de veces por semana. Esto abrió una oportunidad laboral para los maestros, que comenzaron a ofrecer clases particulares o de grupos pequeños (“clases dirigidas”) en aulas improvisadas en sus propias casas. El resultado es una semiprivatización de la educación pública que, como muchas de las cosas que suceden en Venezuela, no es consecuencia de un plan predefinido, sino de una serie de procesos económicos y sociales que se combinan más o menos azarosamente.
El futuro
Venezuela atraviesa un triple proceso –crisis económica, colapso social y giro autoritario– del que parece difícil que pueda salir. Desde el punto de vista económico, la descapitalización del país limita las posibilidades de una recuperación sostenida: la emigración del capital humano, el abandono de la infraestructura y el aislamiento internacional complican las cosas. Venezuela, que hoy tiene un PIB similar al de República Dominicana (con el triple de habitantes), debería crecer 30 años a una tasa de 5% anual para llegar a los niveles de 2013. Desde el punto de vista social, el panorama, salvo para una élite privilegiada, es de mera supervivencia: la circulación del dólar, las remesas y la asistencia social han ido creando un piso mínimo –muy mínimo–, que sin embargo resulta muy difícil elevar.
Por último, el nudo político. En 2024 deberán realizarse elecciones presidenciales. Según coinciden las encuestas, la imagen del gobierno, y en particular la de Maduro, se sitúa en pisos históricos. Al mismo tiempo, el perfil y la historia de Machado dificultan la posibilidad de un diálogo que permita pensar en comicios competitivos.
En este contexto, los escenarios posibles son tres. El primero es la realización de elecciones bajo condiciones restringidas, siguiendo el modelo de 2018, cuando Maduro fue reelegido ante la abstención de la oposición mayoritaria, con candidatos inhabilitados y sin observación internacional. El segundo es la profundización del giro autoritario: una “nicaragüización” política que termine de cerrar los espacios democráticos que aún persisten (en Venezuela hay gobernadores y alcaldes opositores, la sociedad civil puede manifestarse y la libertad de prensa, aunque muy restringida, permanece vigente). El tercer escenario, el más riesgoso, es la utilización del conflicto del Esequibo para crear un estado de emergencia bélica que funcione como excusa para suspender los comicios.
Hay, sin embargo, un cuarto escenario. De hecho, el más ansiado, aunque no está claro si es posible: el de un diálogo constructivo oficialismo-oposición que permita ir creando el marco para concretar elecciones limpias, el levantamiento de las sanciones para afianzar la recuperación económica y la reconstrucción de los servicios públicos y la infraestructura social, lo que a su vez exige la liberación de los presos políticos, la gestión conjunta de los activos venezolanos congelados en el exterior y algún tipo de acuerdo de amnistía o “justicia transicional” para los funcionarios chavistas, entre otras muchas cosas. Aunque deseable, este camino, el que se intenta en las diversas mesas de diálogo (México, Barbados), exige niveles de confianza y una generosidad política que al día de hoy resultan impensables.
José Natanson es periodista, politólogo y director de Le Monde diplomatique edición Cono Sur y la editorial Clave Intelectual. Este artículo fue publicado originalmente en Nueva Sociedad.