“Yo quiero mi pedazo”. Como cantaban los Ratones Paranoicos, Cristina cerró una etapa de su propia parábola política reclamando lo suyo, la parte del poder que es suya y de nadie más, en un cierre natural del proceso iniciado en 2011. Podría decirse que si algo no tiene en este punto el cristinismo, como movimiento político específico, es misterio. Con la notable excepción del giro en el aire luego de la trasmutación de Bergoglio en Francisco en 2013, las decisiones de construcción política de CFK se caracterizaron siempre por su propia coherencia interna. Un plan quinquenal explícito de reemplazo del peronismo como herramienta política en todos los sentidos posibles (sea por considerarlo indeseable o innecesario, o alguna combinación de ambas) conducido por una suerte de anti Perón, que echando a la otra mitad de la Plaza, superaría el trauma original e inauguraría un nuevo ciclo político argentino.
Unidos y Organizados constituyó el primer intento fallido de darle carnadura institucional al nuevo fenómeno, algún tipo de organicidad que no fuese la del poder duro del Estado.
El que nació con el 20 de mayo en el estadio de Arsenal, en Sarandí, es el segundo.
La mayor parte del peronismo oficial de los años cristinistas osciló entre la disidencia de café (la de aquellos “machos del off”) y la práctica del fetiche cómodo de la unidad, que operaba como un justificador ideológico de la inactividad política. Bertoltbrechtiano, ante cada avance institucional de la odiada “progresía” ese peronismo se limitaba a esperar que “no tocaran a su puerta”. Scioli como el abanderado de la venganza invisible, que, sola, por alguna astucia de la razón, alguna vez se concretaría. Otro sector, mucho menor en porte y geografía pero denso en términos electorales en la provincia de Buenos Aires, enfrentó y derrotó al Partido Justicialista bonaerense en 2013, faena que luego concluyó con éxito y premio Cambiemos en 2015. El PJ mais grande do mundo, “intervenido” por el kirchnerismo, sufría así como los polacos en 1939: escorado tanto por los soviéticos como por los alemanes.
Sin embargo, el massismo primigenio (el de la “rebelión de los intendentes”) se veía a sí mismo en ese entonces casi exclusivamente como una “formación especial” en los términos del viejo general: retomando a Carl von Clausewitz, Perón pensaba en que en determinadas circunstancias los ejércitos regulares podían desprender de sí formaciones irregulares, que con técnicas de las guerras de guerrillas, pudiesen complementar, siempre provisoriamente, el esfuerzo de guerra. Pero, en todos los casos, este desprendimiento estaba destinado a volver a fundirse en algún momento con el resto del “Movimiento”. Una ruptura táctica y provisoria, funcional hasta que mutase la conducción central o, más precisamente, hasta que se ganasen las elecciones ejecutivas: “Al peronismo se lo conduce desde el Estado” (un homenaje póstumo a Néstor Kirchner). Tuvieron que intervenir la victoria de Cambiemos, la derrota a escala nacional del PJ y la resiliencia de su dirigencia kirchnerizada para que lo que fue concebido como provisorio comenzase a dotarse de elementos de una política más permanente.
La ruptura cristinista de esta semana, es, por el contrario, estratégica. El corolario de un lustro de decisiones políticas. Y una victoria estructural para el macrismo. Si la fórmula original de la Coca-Cola kirchnerista fue ese blend virtuoso entre peronismo y progresismo, la constitución de un cristinismo autónomo, a salvo de elecciones internas, sella su ruptura definitiva.
Un destino posible para el kirchnerismo dentro del peronismo podría haber sido el de empezar a ser una parte y no el todo. Un sector permanente dentro del peronismo, su ala izquierda, aunque no ya (o sí, pero por medio de los votos) su conducción. La decisión de Cristina sostiene lo inverso: “Si no puedo ser el todo, me llevo la parte”, fracturando de manera (ahí sí, irreversible) la oposición al gobierno de Mauricio Macri.
El gesto de autonomía de Florencio Randazzo, de alguna manera, precipitó esta decisión, ya que le impidió a CFK transformar al peronismo bonarense en el kirchnerismo porteño, en donde el PJ funciona como una suerte de banco solidario de candidaturas progres, modelo de “la unidad” soñada por el cristinismo. El riesgo en este “afuera” político que corre el randazzismo es reproducir en clave de secuela 2013 pero en 2017. La disidencia tardía que tuvo que haber sido y no fue. O inventar algo que ya existe. Cabe preguntarse si existe el lugar político y electoral para dos peronismos disidentes en la provincia de Buenos Aires.
¿Forzará la larga crisis terminal del PJ bonarense una desconurbanización del peronismo? Córdoba y Miguel Ángel Pichetto en las alturas podría ser un esquema posible de emergencia, reestableciendo parcialmente la Liga de Gobernadores desmantelada por Kirchner en 2003. El problema es que sin un liderazgo y una voluntad política efectivas puede terminar siendo la mera organización de la “paritaria” de los gobernadores frente al poder central, y no un embrión de alternativa política en vistas a 2019.
En este punto, el nacimiento del Frente de Unidad Ciudadana, e incluso la estética y formato del acto de Sarandí, parecen darle la razón a Jaime Durán Barba. Crisis de los partidos, movimiento de opinión, territorialidad de baja intensidad y demás etcéteras, que demuestran en cierto sentido el aspiracional modernizador de Cristina. Jugar con las reglas de la época, que son las reglas de Cambiemos. Inventemos un Podemos. Formato de partido-moderno-que-derrota-y-luego-conduce-a-centenario-partido. Y resume el problema central del PJ actual: todos quieren derrotarlo, pero nadie quiere conducirlo.
* Una versión anterior de este texto fue publicada en la revista online Panamá.