El verano de 2018 ofrece por primera vez en estos años una movilización numerosa de algunos colectivos de la agropecuaria que confrontan virulentamente con el gobierno, cuestionando el proyecto de país que ha venido impulsando el Frente Amplio (FA).
Como ya fue dicho por el propio presidente Tabaré Vazquez, la temática objeto de discusión se refiere a varios y muy distintos problemas en función de los diversos sectores productivos existentes. No hay “un problema del campo”.
Haber planteado el tema como una confrontación entre campo y ciudad no solamente no se corresponde con la realidad sino que en particular busca ocultarla. Esta táctica no es nueva; basta recordar nada más la prédica de Benito Nardone a finales de los años 50 del siglo pasado para comprender el objetivo netamente ideológico de esta formulación. Apunta a instalar en el imaginario colectivo que “el campo” son los productores esforzados que hacen posible que se alimente toda la sociedad, y en especial la más numerosa, que es la que vive en ciudades, y que paradójicamente esas masas urbanas son las que terminan usufructuando el esfuerzo de los rurales desde una actitud parasitaria.
Es un antiguo recurso, como las antinomias nacionalismo-universalismo, extranjeros-nacionales, civilización-barbarie, arios-judíos, occidentales-orientales, etcétera. Buena parte de los peores engaños a las grandes masas se han hecho a partir de estas falsas antinomias.
En el caso uruguayo vale la pena recordar que el movimiento ruralista de Nardone fue el que hizo posible que los blancos ganaran el gobierno en 1958, derrotando a lo que fuera la última expresión del neobatllismo encarnado en Luis Batlle.
Una propuesta ideológica con fines políticos
Con este encare se trata de construir una identidad que iguale a todos los que actúan en el espacio rural (camioneros, peones, gerentes de las grandes empresas rurales, estancieros de todas las dimensiones, etcéteras), sumándolos a una demanda difusa y con diversos beneficiarios encolumnados contra el gobierno y sus bases sociales urbanas, en especial, los trabajadores asalariados.
El análisis de la realidad permite establecer que en lugar de “campo y ciudad” lo que existe es un mismo territorio en el que el sistema económico se despliega generando heterogeneidades que son desiguales pero están combinadas.
Específicamente en el siglo XXI el desarrollo del capitalismo en Uruguay se ha caracterizado por un muy importante desarrollo de las fuerzas productivas, que se expresa entre otras cosas en el desarrollo de las diversas cadenas productivas que componen la agropecuaria: carne, lana, madera, granos, lácteos, arroz, entre las más importantes.
Este desarrollo ha sido consecuencia, en primer lugar, de un proyecto político que se lo propuso expresamente, que ha tenido momentos de mayor impulso –producto de factores externos– y por momentos enlentecimientos, también por causas exógenas. El resultado ha sido un país radicalmente diferente al de antes de 2004, con crecimiento económico, redistribución del ingreso, disminución de las desigualdades y mucha más justicia social.
Todo esto se expresa en todo el territorio: los escenarios urbanos y los espacios rurales. Es más, la mayor prosperidad que se registra se ha dado en los escenarios urbanos medios del interior producto de este desarrollo económico.
En todo este proceso ha habido “ganadores” y “perdedores”: no hay que olvidar que se trata de una fase de acumulación capitalista en la que los enormes esfuerzos redistributivos de los gobiernos del FA no han podido eliminar todos los efectos socialmente negativos.
Es cierto que en la agropecuaria corresponde en el presente atender una serie de situaciones muy difíciles que atraviesan muchos de los pequeños productores familiares y empresarios de menor tamaño. La tendencia del proceso de acumulación en curso es a la disminución y desaparición de estos eslabones débiles de la cadena productiva.
Ello no es socialmente justo ni es económicamente aconsejable. Los gobiernos del FA han hecho mucho al respecto, nada más conviene recordar las varias decenas de miles de hectáreas de campo asignadas por el Instituto de Colonización durante este período, como nunca había ocurrido desde su creación.
Intervenir activamente en ayuda de estos eslabones débiles tiene costos muy significativos: ¿ de dónde han de salir? La oposición clama por la disminución del gasto público. No dice que ello implica inevitablemente recortar recursos a la educación, la salud, la seguridad social, la seguridad ciudadana.
A su vez, clama amargamente por los costos laborales, lo que implica demandar la rebaja del precio de la fuerza de trabajo, que ha sido uno de los logros más destacables del gobierno frenteamplista en alianza con el movimiento sindical. Desde el anonimato de las cadenas digitales se equipara al PIT-CNT con el ISIS.
Pero todo esto apenas se insinúa, sin decirlo claramente. Hay una actitud avergonzante que no les permite decirlo, como lo han dicho y hecho los gobiernos de Argentina y Brasil.
Qué hacer
Lo único que no se puede hacer es no hacer. Por primera vez la oposición logra movilizar colectivos importantes y con una cubierta ideológica probadamente efectiva.
Desde una perspectiva de defensa a ultranza del proyecto de los cambios del FA es importante un abordaje con estos énfasis.
Como ya fuera establecido por el gobierno, hay que desbrozar los distintos temas, encontrando en cada uno de ellos los principales problemas, sus causas y sus posibles soluciones.
Se trata de tener bien claro que el objeto de la intervención es el salvataje estratégico de los realmente perjudicados y con mayores dificultades para encarar su situación.
El punto más importante: de dónde salen los recursos para solventar la ayuda a quienes la necesitan.
Ante todo, es necesario continuar trabajando en una mayor eficiencia del Estado, detectando gastos innecesarios. Mucho se ha hecho ya al respecto, pero seguramente quedan aspectos a considerar. La reforma de las jubilaciones de las Fuerzas Armadas requiere de una mucho más radical intervención que haga posible eliminar en un corto plazo ese déficit de 400 millones de dólares que toda la sociedad paga en unas jubilaciones privilegiadas aprobadas en plena dictadura.
Seguramente ello no es suficiente. Hay que recordar que el proyecto de cambios que encarna el FA aún tiene deudas pendientes que implican mayores recursos: la educación, la salud, la vivienda, la seguridad ciudadana, entre otros. Nada de esto es negociable. Se trata de generar nuevos recursos.
Más allá de la movilización agraria, este ya era un tema que el FA tenía en su agenda para resolver; esta movilización le asigna un carácter perentorio.
El único camino es afinando el lápiz, encarar mayores gravámenes muy acotados a los grandes “ganadores” en este proceso de acumulación. Como se está en una sociedad democrática, ello requiere una gran discusión nacional que ubique allí el problema.
El verdadero dilema es si el salvataje de los pequeños y medianos productores rurales y las deudas pendientes del proyecto progresista se financian con un ajuste sobre las mayorías asalariadas, o se apela a un criterio de solidaridad, haciendo que los que tienen más paguen más.
Esto no es un debate técnico. Es profundamente político, y se hace con la gente o directamente se capitula. Lo que entiendan y asuman las mayorías es lo que sirve y ello implica que o se decide “salvar al campo” con el sacrificio de los sectores asalariados “del campo y de la ciudad”, o se avanza en un esfuerzo redistributivo que haga posible una mejora general a costa de un pequeño sacrificio de quienes más se han beneficiado del desarrollo en los últimos años.