En notas anteriores he sostenido que las conductas políticas tienen el objetivo de cambiar la realidad con una estrategia y un rumbo predeterminados. Y a renglón seguido afirmé que para cambiar esa realidad, a partir del diseño previo de acciones a poner en práctica, un prerrequisito imprescindible es el conocimiento de la realidad sobre la que se pretende actuar. Sintetizaba esta afirmación de esta manera: para cambiar hay que conocer.
Si esta actitud es un fundamento conceptual crucial respecto al proceso de elaboración de políticas, lo es mucho más cuando el escenario real sobre el que operarían aquellas se caracteriza por alteraciones muy profundas y –por si fuera poco– por la incertidumbre y enormes dificultades para proyectar comportamientos futuros.
Un camino eficaz para sintetizar los orígenes y la naturaleza de estas bruscas e imprevisibles frustraciones es el de observar los cambios en el comercio mundial, sus efectos en el mundo de la actividad y el trabajo y, a través de estos, sus impactos sobre las condiciones esenciales de vida de la población. En todo caso, nuestro enfoque acerca de este escenario, además de dinámico, debe estar dirigido hacia los llamados países emergentes, categoría que se aplica al caso de Uruguay.
En una interesante nota publicada por El País el 2 de enero pasado, se analiza que en un contexto de guerras comerciales, una conducta errática de los Estados Unidos y una indisimulable intención de China de convertirse en la primera potencia mundial, el comercio global como proporción del producto interno bruto creció de 39% en 1990 a 61% en 2008. Esta expansión permitió ensanchar el acceso a cadenas globales de producción y, por este camino, incrementar los niveles de actividad y sus efectos sobre la realidad social concebida en su conjunto. En este sentido, basta señalar que el producto real per cápita en las economías emergentes aumentó más del doble entre 1995 y 2019, mientras que en las economías avanzadas lo hizo en sólo 44%. Afinando la observación de esta trayectoria, digamos que finalizada la década de los 90 el crecimiento del ingreso real per cápita en tres cuartos de los países emergentes superó al vigente en Estados Unidos en un promedio de más de 3% anual.
Pues bien, esta realidad comenzó a cambiar sustancialmente en los últimos años. La participación del comercio en el producto mundial ha caído a menos del registro del 2008 ya comentado y se espera que durante 2021 se verifique una reducción de 9%. Y ante este cambio importante y de efectos inciertos, las heridas dolorosas de la globalización conducen a algunas iniciativas propias del desconocimiento de la realidad y sus cambios.
Más allá de la formulación instrumental concreta de tales iniciativas, comienzo por señalar que estoy aludiendo a un resurgimiento del proteccionismo, lo que supone la puesta en práctica de decisiones que entorpecen o impiden el libre comercio, así como la negativa influencia que esas decisiones tienen en una estrategia general de apertura a escala de los países concebidos en su conjunto. Me interesa especialmente comentar uno de los caminos a los que está apuntando el rebrote del proteccionismo. Es el que se ha identificado históricamente con la expresión “industrialización sustitutiva de importaciones”. Se basa en una idea muy simple: encarecer las importaciones por vías arancelarias y no arancelarias creando así condiciones competitivas para la producción local.
En sus orígenes, esta propuesta respondía a intereses diversos. Por un lado, economías de gran tamaño pero de escasa industrialización procuraban incrementarla por el camino señalado. Los mejores ejemplos al respecto eran –paradojalmente– China e India, que actualmente vuelven a intentar la autosuficiencia en lo que refiere a algunos rubros que consideran estratégicos, especialmente a la luz de los efectos de la pandemia. Naturalmente, se trata de escenarios totalmente diferentes. Una cosa es la gestación de una industrialización inexistente; otra muy distinta es la de asegurar la disponibilidad de bienes y servicios considerados clave en un escenario en que el flagelo de la contaminación incorpora efectos que no es posible prever.
También encontramos cambios muy profundos en las realidades de los hoy llamados países emergentes. A fines de los años 40 del siglo pasado y durante el transcurso de las tres décadas subsiguientes, nació en América Latina lo que podríamos llamar un pensamiento económico propio, encabezado por la CEPAL –fundada en 1948 en la órbita de las Naciones Unidas– y con Raúl Prebisch a la cabeza, secundado por otros economistas de alto nivel, como Aníbal Pinto y Celso Furtado.
En el marco conceptual que construyeron, la industrialización sustitutiva de importaciones jugaba un papel fundamental. Es que era la trayectoria que se proponía para revertir la tendencia al deterioro de los términos del intercambio, basado en una caída de los precios de los productos primarios y un fortalecimiento de los de los bienes industriales. Por esta razón, el mundo se veía como una confrontación entre el centro, conformado por los países avanzados, y la periferia, constituida por aquellos que se caracterizaban por una producción de carácter primario y la consiguiente ausencia o pobreza de la industria. Desde una perspectiva política, la relación centro-periferia enganchaba con la llamada teoría de la dependencia, que por entonces comenzaba a elaborarse con Fernando Henrique Cardoso y Enzo Faletto a la cabeza.
La actitud de cierre o protección de nuestras economías sería –por lejos– el peor error que podríamos cometer hoy en países como Uruguay con la intención de encarar nuestras dificultades económicas.
Como señalé antes, la realidad que vivimos hoy en países como Uruguay es claramente distinta a la que alentaba propuestas como las de mediados del siglo pasado. No es este un juicio de valor. Simplemente, pretendo que sea un fundamento claro de que la actitud de cierre o protección de nuestras economías sería –por lejos– el peor error que podríamos cometer con la intención de encarar nuestras dificultades económicas. Y esta convicción vale con pandemia o sin pandemia.
Es que significaría aceptar que la productividad y la competitividad se construyen administrando un solo precio, que es el tipo de cambio, y especulando con la manipulación de trabas no arancelarias. En pocas palabras, renunciar a encarar los factores estructurales asociados a la productividad y la competitividad y destrozar toda posibilidad de integración comercial como parte de nuestra apertura al mundo.
La apuesta de hoy es bien distinta a la de mediados del siglo pasado. Es la que supone una creciente incorporación de conocimiento científico y tecnológico, es la que constituye la única base estructural posible para que un país como Uruguay pueda realmente apostar a la calidad como parte de su rumbo estratégico, es la que se basa en una convencida apertura al mundo, es la que a través de eventos transgénicos le abre las puertas a la biotecnología y logra que nuestra muy rica producción agropecuaria sea cada vez menos primaria.
Es por estas razones que Uruguay debe realizar un gran esfuerzo para impulsar, por un lado, la generación de conocimiento científico y tecnológico, y por otro, mejores condiciones para su incorporación a la producción. Un análisis del presupuesto recientemente aprobado indica que, como parte de una política fiscal equivocada, la asignación de recursos a estos fines es absolutamente insuficiente. Y lo es también lo que tiene que ver con el incentivo para que el mundo empresarial asuma este compromiso fundamental. Los indicadores actuales al respecto asustan.
Por un lado, un reciente estudio del Banco Interamericano de Desarrollo revela atrasos en la incorporación de avances científicos y tecnológicos en la producción de alimentos procesados, bebidas, bienes farmacéuticos, industria química y construcción. Más de 80% de las empresas utilizan tecnología de primera y segunda generación, y sólo 1,2% ha incorporado procedimientos de cuarta generación.
Por otra parte, desde las páginas de la diaria, en su edición del 2 de enero pasado, Leo Lagos nos demuestra que este es un problema muy serio no sólo cuando lo observamos con una perspectiva estática, sino cuando desde un enfoque dinámico percibimos sus muy malas perspectivas de futuro. Así, si analizamos el comportamiento de los fondos que administra la Agencia Nacional de Investigación e Innovación para estimular avances en ciencias básicas (Clemente Estable) y en ciencias aplicadas (María Viñas), comprobamos que el número de proyectos financiados ha sido muy pobre y que también lo han sido las proporciones que representan estos proyectos sobre los considerados excelentes y financiables. En el caso de ciencias básicas, dicha proporción alcanzó a 21%, y en el de ciencias aplicadas, a poco menos de 18%.
Estamos preocupados por la pandemia y está bien que lo estemos. Su evolución es muy agresiva y nuestras vidas están en juego. Pero tenemos que ser conscientes de que otros aspectos de la realidad, como el que tratamos hoy, exigen que también percibamos su crucial relevancia en la construcción de un país mejor. Ojalá que en uno y otro caso aprendamos a unir fuerzas, a ser solidarios, a convencernos de que estos desafíos ponen a prueba nuestras capacidades para alimentar el altruismo en nuestro fuero interno y nuestra predisposición para el desarrollo de nuestra autoestima colectiva.