“Más fácil desintegrar un átomo que un prejuicio”
Albert Einstein
Sobre la democracia se han escrito cosas no sólo polémicas, sino de baja intensidad democrática. El procedimiento teórico fue alinear una paleta baja de atributos normativos y umbrales mínimos, formando un conjunto que sabe a poco. Se ha dicho que la democracia debe ser moderada, mínima, vigilante al contener la demanda colectiva, con actores racionales, alternancia en el poder, resguardada de las pasiones humanas, y depositaria de la confianza colectiva. Más allá de lo intuitivos que resulten estos atributos, lo cierto es que tomados en su conjunto darían pie a una teoría paradójica de la democracia en la que faltarían elementos complementarios. Porque, por ejemplo, con la pasión colectiva los actores han logrado impulsar causas relevantes que movilizaron contingentes y cambiaron la vida de muchos mientras que con el uso público de la razón esos actores pudieron instalar un debate argumentativo en la agenda no sólo de un país sino de una civilización.
En breve: racionalidad y pasión han funcionado en la historia reciente más como complementos que como energías contrapuestas, aunque no sepamos si la razón no viene acaso a poner en palabras un conjunto de afectos y desafectos.
Otro ejemplo: se sabe que la confianza en las instituciones importa a efectos democráticos. Pero si seguimos prestando lealtad y depositando nuestra confianza en gobiernos depredadores de las instituciones, que desmontan políticas y recortan derechos, la democracia comienza a volverse extraña a sí misma, por más que aquellos hayan surgido de elecciones limpias y gocen de legitimidad de origen. Así, con la confianza no bastaría: cuando derechos e instituciones van en caída, los actores deberían activar mecanismos que logren canalizar por vías institucionales la desconfianza.
Democracia de pares polares
Para el sociólogo Johan Galtung, una “sociedad deseable” debería exponerse a contradicciones y combinar principios considerados incompatibles. De igual manera, uno podría pensar que para la reproducción de un régimen democrático haría falta, junto a la moderación, radicalidad; junto a la racionalidad, pasiones humanas; etcétera. No fue lo que nos enseñaron teóricos de la democracia como Max Weber, Joseph Schumpeter, Seymour Lipset o Francis Fukuyama, pero al parecer es lo que indica la lista corta de las democracias liberales mejor posicionadas en los rankings internacionales –The Economist– como Canadá, Suecia o Gran Bretaña, en cuya historia de mediano plazo se registran reformas lo suficientemente radicales, con alta temperatura social, como para marcar un punto de inflexión en términos de derechos de las personas y de la institucionalidad democrática: una sociedad es muy distinta antes y después de contar con una red de protección estatal gratuita y de calidad.
Setenta años atrás, los partidos del cambio construyeron en esos países seguros de salud universales, completos, gratuitos y de calidad. El primer ministro socialista Tommy Douglas, el ministro de salud laborista Aneurin Bevan –inspirado en el Informe Beveridge– y la socialdemocracia sueca dieron tono a una época que reescribió el pacto de ciudadanía, convirtiendo los servicios primordiales de privados en públicos, relevando a los pobres de la humillación de ser inspeccionados en sus casas para verificar una carencia de ingresos que habilitara “merecer” asistencia social, posibilitando a los indigentes acceder a iguales prestaciones que las clases altas, y sentando las bases de una sociedad menos desigual. Si, habida cuenta de un largo proceso de privatización iniciado con Margaret Thatcher, no nos parece radical hoy una atención médica gratuita financiada con rentas generales e impuestos progresivos, probablemente a los ingleses sí les tuvo que haber parecido radical que en un plazo acelerado se nacionalizaran hacia 1950 más de 1.000 instituciones privadas de salud para construir un servicio igual para todos, sin estratificación estamental ni distinción de escudos familiares o cuentas bancarias.
Permanencia en el poder
Se ha repetido que la alternancia de partidos forma parte del corazón de la democracia, e incluso se ha citado (mal) a Karl Popper para basar la afirmación.1 Sin embargo, en Suecia, un país situado en el podio de los países democráticos, fue posible que el Estado de bienestar se convirtiera en identidad nacional gracias a la permanencia de una socialdemocracia reformista a lo largo de más de 50 años. Entre 1932 y 1988 la socialdemocracia obtuvo en todas las elecciones más del 40% de los votos, aunque no gobernó de manera ininterrumpida durante ese lapso. “Gobernó el país sin interrupciones desde 1932 hasta 1976, nuevamente en 1982-1991, 1994-2006 y 2014 hasta la actualidad”, escribió el sociólogo Göran Therborn en 2019. Cuarenta y cuatro años corridos levantaría las alarmas de quienes definen a la democracia por la alternancia. Este y otros son lisa y llanamente prejuicios, que pueden listarse.
Moderación
El estribillo de la moderación es conocido: “el arte de lo posible”. Una larga lista de pensadores, seguro que con buena fe, lo ha repetido. A la luz de la experiencia histórica, en contraste con lo sostenido por ellos, parece imprescindible que la democracia albergue movimientos masivos, radicales, con pulsiones fuertes, que pongan el cuerpo al servicio del ambiente, por ejemplo, contra la versión devastadora de la globalización en marcha. Sin movimientos radicales de masas, la contaminación del aire y el envenenamiento del agua seguirán su curso y todos seremos víctimas de los efectos que generen las grandes corporaciones empresariales, escribía hace cinco décadas el historiador Moses Finley.
Sin movimientos radicales a favor de la reducción drástica de la desigualdad social, la desigualdad –analizada críticamente por los economistas Tony Atkinson y Thomas Piketty– sería todavía mayor a la que es. Por lo demás, sin movimientos radicales no habría leyes laborales ni Estado de bienestar ni Primero de Mayo. Sin feministas que transgredieran las normas, tomaran las calles y manifestaran sus proclamas en una escena que las excluía, la mujer como “negro del mundo”2 continuaría sin derechos de ciudadanía civil, política y cultural.
Si los movimientos radicales de masas no hubieran perforado los límites, la humanidad estaría poblada de una cantidad de “nadies absolutos” incomparablemente mayor a los de hoy. Son conocidas las letanías contrarias a la radicalidad por parte del “partido de la apatía”, que postula la pasividad ciudadana como freno al recalentamiento del sistema político –Samuel Huntington– o como insumo para la sustentabilidad de la democracia –Lipset–. Más allá de lo que ese partido postule, varios historiadores han mostrado que sin partidos y movimientos de alto voltaje no habría siquiera estos escasos metros de profundidad democrática actualmente vigentes… en menos del 10% del mundo: tales las “democracias plenas” en el índice de democracia de The Economist.
Mínima
El último cuarto del siglo XX reinauguró con éxito una paradoja clásica del pensamiento liberal: para mantener la democracia es preciso menos democracia, no más. Por eso, se debe hacer todo lo posible por cerrarles el paso a los movimientos en demanda de derechos, sobre todo sociales, que expanden el gasto público, recalientan el sistema político y producen ingobernabilidad. Esta terapia pertenece a tres sociólogos políticos que elaboraron el informe de la Comisión Trilateral de 1975: Michel Crozier, Huntington y Joji Watanuki.
Ese discurso minimalista, que limita la democracia al mínimo institucional y al quietismo de la acción social, fue paradójicamente adoptado por la izquierda. La “izquierda tercera vía” puso fin dentro del laborismo inglés a los derechos sociales sin contraprestaciones, apoyando las políticas de workfare de la derecha thatcheriana: cargas laborales a cambio de subsidios públicos a quienes fueron expulsados del mercado de empleo.
Además de esta izquierda noventera, algunas socialdemocracias europeas actuales, del segundo y tercer decenio del siglo XXI, llevan adelante un “chauvinismo del bienestar” que niega a los inmigrantes el derecho a ser asistidos por la salud pública y a que sus hijos acudan a las escuelas estatales.3
Por su lado, hay otro tipo de miniaturización de la democracia. La izquierda comunista del Komintern sepultó los derechos civiles y políticos junto al derecho penal liberal, también en aras de construir la democracia, en este caso “democracias populares” que no sólo no resultaron democracias sino que además fueron antipopulares.
Parecería más razonable, pues, basarse en la evidencia empírica: más y mejores derechos no erosionan, sino que asientan la democracia sobre raíces más profundas. Es claro que habrá conflictos para transitar por este proceso, y también que vale la pena apostar por él. La historia así lo sugiere; de lo contrario, los trabajadores no tendrían salario social, las mujeres no votarían y los “locos” continuarían encerrados como delincuentes y tratados con electrochoques.
Alternancia
La alternancia entre partidos políticos no es un requisito de la democracia liberal en el plano electoral. El requisito de la democracia electoral se resume en garantizar tres ítems: la competitividad entre partidos políticos distintos, elecciones periódicas sin fraude, y escrutinio en manos de una institución independiente o plural en su constitución. De estar presentes, entonces, lo mismo daría que exista o no alternancia partidaria. Suecia fue una de las primeras democracias en la historia en construir una plataforma completa de ciudadanía, incluyendo la ciudadanía social mediante un Estado benefactor para todos por igual, con prestaciones homogéneas dentro del territorio y de una calidad imposible de alcanzar por instituciones privadas.
En ese país la socialdemocracia gobernó por más de 40 años corridos, de 1932 a 1976, y ninguno de los demás partidos objetó que hubiera atisbos autoritarios. Al contrario, la oposición de centroderecha continuó con el conjunto de la política pública impulsada por la socialdemocracia hasta al menos la década de 1980. No la objetó porque también comenzó a abrazar el modelo de bienestar como parte de la identidad sueca y además porque la socialdemocracia durante ese lapso obtuvo en los comicios legitimidad de origen: surgió de elecciones limpias, competitivas y controladas por organismos públicos confiables.
Tampoco ocurrió en Uruguay, a pesar del reiterado triunfo del Partido Colorado en gran parte del siglo XX. Ni siquiera en 1994, cuando ese partido se impuso por menos de un punto al partido blanco y poco más de un punto a la izquierda, hubo desconocimiento de los resultados por parte de los actores.
Confianza
Cuando en una sociedad donde la mayoría de sus miembros confiaban en su Policía, enviaba sus hijos a la educación pública y se atendía en la salud estatal comienzan a desertar de la enseñanza pública, se afilian a seguros privados de salud y contratan seguridad privada, entonces esa sociedad transita por una crisis de confianza que no sólo quita sostén financiero, social y simbólico a los servicios públicos, sino que corroe la democracia como régimen. Por esto es importante mantener el más alto stock de confianza posible en una democracia.
Sin embargo, también surgen problemas cuando se habla de confianza asociada con democracia. En primer lugar, los especialistas han dicho mucho y probado poco sobre las relaciones causales entre democracia y confianza.4 En segundo lugar, se pone énfasis excesivo en que las democracias deben reposar en la confianza de la ciudadanía. La teoría y los hechos indican que cierto grado de confianza en las instituciones es un activo de las democracias, pero que firmar un cheque en blanco sería inconveniente: una confianza excesiva deja a la ciudadanía inerme frente a las negligencias –y desbordes– de los gobiernos, como es el caso recurrente del deterioro de los bienes públicos. Por esto Albert Hirschman en su clásico Salida, voz y lealtad sostiene que frente al desgaste de servicios públicos, la ciudadanía tiene dos mecanismos: la voz, es decir, la acción colectiva en procura de mejores servicios, y la salida, esto es, la opción por bienes privados. Activar ambos mecanismos implica al menos suavizar la confianza de base en las instituciones, aunque sólo el primero pretende mejorarlas.5
A resguardo de las pasiones
La pulsión democrática a veces insiste a pesar de los regímenes democráticos excluyentes, la ciudadanía de baja intensidad, las élites conservadoras camufladas de liberales o las estrategias de marketing en las que el discurso oculta los sótanos del poder. Y a pesar de las dictaduras. Algunos han ilustrado esa pulsión democrática desde el arte. Leonard Cohen, en su canción “Democracy”, dice que la democracia está llegando a Estados Unidos, que llega de “las noches de Tiananmen”, del “dolor de la calle”, de los homeless, de las “orillas de la necesidad”, de las “cenizas del gay”, de los últimos, de los casilleros vacíos. La democracia llega desde abajo y desde el costado.6
Donde suele arraigar la iniciativa democrática una vez resueltos los problemas de la acción colectiva es entre los excluidos, no entre los integrados: entre aquellos que carecen de derechos y quieren tenerlos. También suele ocurrir que, dada la estructura abierta de las expectativas, las primeras conquistas de derechos tendrán una alta valorización, pero sucesivas conquistas empezarán a saber a poco hasta resultar insípidas, siguiendo una ley de rendimientos decrecientes en términos de satisfacción. Esta escalada de conquistas de derechos con satisfacción menguante tiene como supuesto la porosidad de las instituciones democráticas, que no debe darse por descontada a la luz de las restricciones fiscales, de los partidos del recorte y de los ciclos privados. La democracia por momentos mantiene su suelo y su cielo a baja temperatura.
También suele activarse la energía ciudadana cuando los gobiernos dan señales de transformarse en cajas de resonancia para un conjunto de demandas insatisfechas. Ocurre también cuando liderazgos carismáticos logran polarizar el cuerpo ciudadano en torno de su persona por la vía de identificarse con el pueblo. Es el caso de los liderazgos populistas que suelen instaurar “regímenes eléctricos” sobre la base de una movilización masiva desde el poder, ganando en penetración popular lo que se pierde en pesos y contrapesos institucionales. El populismo como “régimen de la emoción”, en la fórmula de Pierre Rosanvallon, logra alto voltaje. Pero acaso lo que importe a efectos democráticos sea que las pasiones sirvan para institucionalizar dimensiones que amplíen el portafolio de derechos y ayuden a democratizar la democracia, no que los derechos sean vividos como dádivas de un demiurgo de la política.
Entre los ejemplos más recientes de pulsión democrática en la región con logros de inscripción institucional se cuenta el caso de Chile. Con el diario del lunes sabemos que esa pulsión sufrió una reacción de ultraderecha, con el triunfo en mayo de 2023 en las elecciones para elegir a los consejeros constitucionales. Igualmente, Chile desde las protestas callejeras de 2019 mostró cómo una pulsión democrática pudo escalar a pesar de la pandemia e ingresar en un proceso de institucionalización del cambio, que enriqueció el repertorio de temas, amplió su base de sustento y no sufrió menoscabo emocional al corto plazo. El análisis de lo que ocurrió después cae fuera del tema.
Racional
La democracia demanda radicalidad, pasiones y también racionalidad de sus actores. Esta condición no sólo forma parte de la teoría democrática contemporánea, sino también de la praxis de las polis griegas, a la que debemos una versión de democracia directa, participativa y de debate público nunca adoptada por la modernidad política. En su discurso Acerca de la paz, el ateniense Demóstenes, tras haber apoyado durante diez años la guerra frente al impulso imperialista de Filipo de Macedonia, defiende la paz desde la misma tribuna donde había abogado por la lucha armada. Y lo hace porque, a sabiendas del desbalance entre la coalición macedónica y una Atenas aislada, pretende salvar a su ciudad-Estado de un derramamiento masivo de sangre. Para esto hubo de superar los impulsos belicistas, patrióticos y demagógicos que hubiera tenido cualquiera en su lugar, el de orador influyente. Así fue que, conociendo su verdad íntima y las previsibles consecuencias de la guerra, desplegó un discurso favorable a la paz, en medio de abucheos, para convencer a la asamblea que, si bien nada heroica, consideraba mejor opción que continuar la guerra.7
Esta racionalidad, que es también hablar con la verdad propia, no suele abundar y a veces puede desaparecer: “La posibilidad de la muerte del discurso verdadero, la posibilidad de la reducción al silencio del discurso verdadero, están inscritas en la democracia”, sostenía Michel Foucault en sus clases abiertas antes de morir.
No me refiero a esa racionalidad ajustadora, la que insiste en diferir gratificación ad eternum porque supone que en el largo plazo vamos a estar mejor… aunque muertos, acotaba Maynard Keynes. Me refiero a la racionalidad de conjugar los cortos con los largos plazos o la política diaria con las políticas públicas intertemporales, a la política que conjuga conocimiento popular y técnica. Me refiero a una política que piense en escalas múltiples, la pequeña, mediana y grande; a una política de tiempos múltiples para no reducir la democracia al mecanismo desesperado de “salir del atolladero” mediante políticas de parches. A una política que diseñe políticas públicas sobre la base de amplios pactos fiscales y generosos acuerdos sociales, y que use el saber experto y el saber experimentado como complementos. A regímenes democráticos fluidos, sin manías ni achaques. A eslabonar logos y eros en la demanda por ampliar los derechos.
Apuntar a una democracia sin prejuicios ni puntos fijos, salvo a mayor democracia y mejor plataforma de derechos ciudadanos. A actores que coloquen su mirada en los fines y que no deifiquen los medios: ya hubo exceso de desequilibrios al desregular la economía y privatizar los bienes públicos, o estatizar todos los medios de producción y de cambio. La democracia demanda racionalidad y también pasión democrática y fluidez cívica. “Yo sugeriría un poco más de respeto por la vida, un poco menos de camisa de fuerza para el futuro”, escribió Albert O Hirschman.
Fernando Errandonea es sociólogo y profesor de Historia
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Se ha hecho caudal del siguiente pasaje: “Hay dos tipos principales de gobiernos. El primero [democrático] consiste en aquellos de los cuales poder librarnos sin derramamiento de sangre, por ejemplo, por medio de elecciones generales […]”. Popper, Karl. La sociedad abierta y sus enemigos. 2017. Barcelona: Paidós, p. 140. ↩
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“La mujer es el negro del mundo” (“Woman Is the Nigger of the World”) es una canción compuesta por John Lennon y Yoko Ono para el álbum Some Time in New York City, de 1972. ↩
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Jon Henley. “No, adoptar políticas de derechas no ayuda a la izquierda a ganar votos”. El Diario-The Guardian. 21 de enero de 2024. ↩
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Refiero a Robert Putnam. Para una crítica de este enfoque, ver Tilly, Charles. 2007. Democracia. Madrid: Akal. ↩
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El alcance del libro es mayor; también refiere al desgaste de partidos en el poder tanto como al mundo de las mercancías. ↩
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“La democracia está llegando a los Estados Unidos / Está llegando del dolor en la calle / Los lugares santos donde se encuentran las razas […] De los pozos del desengaño / Donde las mujeres se arrodillan para rezar / Por la gracia de Dios aquí en el desierto / Y el desierto lejano”. ↩
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La batalla de Queronea en el 338 a. C. terminó con la Atenas democrática. ↩