La propuesta de imponer un impuesto al 1% más rico de Uruguay ha generado una controversia sobre la utilidad de dicho tributo, su oportunidad, y sobre la estructura tributaria del país. Este debate, lejos de ser improductivo, es relevante para cualquier sociedad que pretenda abordar responsablemente los desafíos que le impone gobernar en un mundo cada vez más complejo e incierto.
Los estados tienen dos instrumentos fundamentales para hacerse cargo de los problemas comunes: el crecimiento de la riqueza producida por la sociedad y los impuestos que recauda. Un tercer elemento podría ser la legitimidad del gobierno, pero en un estado democrático como el nuestro esto está relativamente resuelto.
Como en toda controversia sobre un tema relevante, rápidamente se conforman diferentes espacios de opiniones en función de valores e ideas, y proclaman sus convicciones como paradigmas incontrovertibles. Así aparecen los que sostienen que los impuestos desestimulan la inversión y la productividad, los que pretenden soluciones impositivas mágicas para la resolución de problema complejos, y los que centran sus argumentos en la oportunidad de la medida.
El destino del eventual dinero a recaudar no amerita mayores controversias: uno de cada tres niños en nuestro país es pobre, y el egreso de la educación media apenas supera el 50% de los jóvenes. Estos datos son dramáticos y, en buena medida, explican los problemas de convivencia y seguridad, pero también los magros índices de crecimiento de nuestra economía.
En un país cuya situación demográfica es crítica, ya que los nacimientos están por debajo de la tasa de reemplazo, la discusión sobre cómo abordar esta problemática está lejos de ser banal.
Los que ponen el foco en los asuntos macroeconómicos y en la necesidad de hacer crecer la economía por medio de la inversión fundamentan que las soluciones impositivas hay que manejarlas con cuidado, para no terminar conspirando contra el crecimiento económico y, por lo tanto, aportando poco a la resolución de los problemas estructurales que se pretende abordar. Se sostiene que muy probablemente aquellos que eventualmente estarían abarcados por las medidas tributarias adoptarían conductas evasivas que terminarían impactando negativamente en el crecimiento y en empleo.
Es absolutamente verificable que nos encontramos en un mundo cada vez más desigual, donde el 10% más rico de la población es propietario del 85% del bienestar económico y el 50% más pobre accede al 1% de la riqueza. Si pensamos que el bienestar de ese 50% más pobre de la población mundial se va a resolver por vía del crecimiento económico, o somos muy ingenuos, o verdaderamente unos irresponsables, ya que en la actualidad nos enfrentamos a límites ambientales para tal crecimiento.
A partir de la era industrial, la fuente de energía que ha sostenido nuestra expansión es el petróleo. La disponibilidad de esta fuente de energía no sólo llevó al aumento poblacional, sino a que el consumo de energía de una persona en la actualidad sea unas 200 veces superior a la de un cazador recolector.
Como todos sabemos, los combustibles fósiles son una fuente de energía no renovable, decrece su disponibilidad y aumenta progresivamente su costo de extracción. Esta fuente de energía eficiente y barata se viene agotando.
El debate tributario, lejos de ser improductivo, es relevante para cualquier sociedad que pretenda abordar responsablemente los desafíos que le impone gobernar en un mundo cada vez más complejo e incierto.
Los países desarrollados han quintuplicado su deuda pública entre 1980 y 2020. En otros países, como Chile, el Estado se ha retirado de áreas estratégicas, dejando en manos de privados la provisión de bienes públicos como la educación, la salud y las pensiones, mientras que el salario de los trabajadores cayó 50% en las últimas décadas; esto no ha pasado sólo en Chile, sino en países desarrollados como Estados Unidos.
Parece que hace rato que comenzamos a transitar una etapa de declinación de las posibilidades materiales de seguir apostando a un crecimiento perpetuo que, por otra parte, es la esencia del modelo capitalista; esto explicaría por qué se evita tanto esta perspectiva en la discusión.
Los más optimistas abogarán por soluciones tecnológicas a los problemas actuales. Sin embargo, la desigualdad y el deterioro ambiental no dejan de crecer, socavando la convivencia. Una consecuencia directa de esta desigualdad es la afectación de la cooperación entre las personas, que en definitiva ha sido una de las fortalezas principales de nuestra especie y que explica en buena medida nuestra capacidad evolutiva.
Sobre la base de estos elementos descritos, quizás el debate impositivo podría tener una vuelta de tuerca y situarse en el plano de la moral y la ética. Si, como todo indica, la especie se encuentra frente a una encrucijada civilizatoria, la perspectiva ética de este debate se sitúa en si las eventuales salidas nos involucrarán a todos o sólo a algunos.
La psicóloga y filósofa argentina Silvia Bleichmar nos dice que para que mis obligaciones éticas se constituyan frente al otro yo tengo que tener una noción de semejante que sea abarcativa. Cita el ejemplo de los oficiales alemanes de los campos de concentración que les escribían cartas amorosas a sus hijos y cotidianamente mandaban a otros niños a los hornos crematorios; es claro que para estos individuos la noción de semejante se restringía a sus entornos familiares y poco más.
Difícilmente tengamos la capacidad de abordar con éxito los principales problemas que nos aquejan si no incorporamos una visión cada vez más abarcativa de aquellos que consideramos como nuestros semejantes.
Martha Nussbaum en su libro La fragilidad del bien estudia la relación entre la ética, la tragedia y la filosofía griega. Por ejemplo, Platón en su diálogo Protágoras afirmaba que por naturaleza no hay nada justo o injusto, sino que es el parecer de la comunidad lo que lo hace verdadero. Propone la téchne política como la solución a los dilemas trascendentales; sólo el conjunto de ciudadanos puede encontrar una salida más adecuada que el individuo aislado. La persona a reivindicar no es la especie ni el individuo, sino el ciudadano, la ciudadana, el integrante de una comunidad que se transforma en un nuevo sujeto ético capaz de alcanzar una visión más inclusiva de los valores plurales que constituyen el “pegamento” de una sociedad democrática.
Demos este debate, asumamos la encrucijada civilizatoria a la que nos enfrentamos, y elaboremos propuestas y soluciones que no dejen a nadie por el camino, y mucho menos a los más vulnerables, a los desamparados.
Marcos Otheguy es integrante de Rumbo de Izquierda, Frente Amplio.