50 años después del final de la Guerra de los Seis Días, millones de palestinos siguen siendo víctimas de la ocupación israelí. Una historia de muros, vallas y puestos fronterizos, pautada por la desidia de la comunidad internacional y un proceso de paz que sigue colapsado.
Cuando desde la ventana del avión miramos los altos rascacielos, las anchas autopistas llenas de tráfico de Tel Aviv y sus alrededores, flanqueados por el mar Mediterráneo, no podemos más que admirar lo que vemos. Un país que con tan sólo 69 años de vida ha logrado mucho. El esfuerzo de su gente, el apoyo de las comunidades judías del mundo, y mucha ayuda internacional han permitido que Israel se convierta en una potencia hi-tec a nivel mundial, un país en el que la tecnología y la investigación no conocen límites y donde la cantidad de ganadores de Premios Nobel es totalmente desproporcional respecto de la cantidad de personas que viven allí. Una nación start up.
Quien visite Israel podrá disfrutar de la cosmopolita ciudad de Tel Aviv, viajar por sus costas mediterráneas, pasear por el florecido desierto del Negev, visitar la hermosa Galilea y caminar por la mística e histórica ciudad de Jerusalén, lugar sagrado para las tres principales religiones monoteístas.
Posiblemente en su recorrido se expondrá a las cicatrices de la guerra y del conflicto sin fin, pero nada lo detendrá de degustar un rico hummus, un falafel lleno de condimentos milenarios o una de las tantas cervezas artesanales, tan de moda estos días.
En una corta estadía en Israel, difícilmente se pueda profundizar sobre la sociedad israelí, su complejidad y sus diferencias, las relaciones entre los diferentes grupos sociales y las tensiones con sus minorías, que tienen muchos derechos pero también sufren discriminaciones.
De hecho, quien visite Israel tal vez no entienda de qué hablan los noticieros y qué informamos los corresponsales, las cadenas y las agencias internacionales. Un instinto de supervivencia borra rápidamente las cicatrices superficiales de los brotes de violencia en las calles de Israel, dejando sólo huellas identificables para quien vive aquí y esconde lo que ocurre del otro lado con muros y vallados, puestos fronterizos y miles de soldados.
La tecnología, la ayuda militar internacional, el servicio militar obligatorio y el arduo entrenamiento han constituido al Ejército israelí como uno de los más fuertes de la zona. Desde su creación, las Fuerzas de Defensa de Israel han protegido a su población en las guerras; se trata además de una maquinaria bien aceitada que lleva adelante, desde hace 50 años, una de las ocupaciones más largas de la historia.
Para entender el conflicto entre israelíes y palestinos hay que escuchar ambas narrativas. Y hay que tomarlas como lo que son: las verdades subjetivas de dos pueblos que cuentan la historia desde su propia experiencia, que, como es obvio, son dramáticamente opuestas.
Al escuchar la narrativa israelí, es imposible ser indiferente ante la historia de un pueblo que tras el Holocausto buscó un hogar, regresó a la tierra de sus ancestros, luchó contra los ejércitos árabes y ganó, aunque pagando un alto precio en vidas, en las guerras y en atentados, que son recordadas cada año antes de celebrar la independencia.
Dicen que la historia la escribe quien gana, pero eso significa también que existe otra historia. Para escuchar la narrativa de quien perdió, hay que cruzar la línea verde, adentrarse en Palestina y escuchar historias sobre el día de la Nakba (o “la catástrofe”), y el precio que tuvieron que pagar los palestinos en expulsiones, despojo, muerte y exilio tras la creación del estado israelí. Cruzar esa frontera permite además conocer ese lugar que, tras la Guerra de los Seis Días, Israel ha convertido en su patio trasero.
El 7 de junio de 1967, las Fuerzas de Defensa de Israel publicaban el primer comunicado en el que anunciaban “la toma del gobierno en territorios ocupados” y se hacían “responsables de la seguridad y el orden en la zona”. 50 años después, los territorios ocupados siguen bajo régimen militar.
En un documento clasificado de secreto máximo (liberado hace ya varios años), con fecha 14 de setiembre de 1967, el asesor legal de la cancillería israelí, Teodoro Meron, hacía referencia a los territorios ocupados por Israel meses después de la Guerra de los Seis Días. Citando el artículo 49 de la Cuarta Convención de Ginebra, advertía sobre “la prohibición categórica de la ley internacional” de poblar dichos territorios ocupados con población civil.
En ese documento Meron menciona que, según Israel, dichos territorios no son ocupados por haber sido conquistados a una fuerza ocupadora, Jordania. Y agrega: “Debemos saber que los organismos internacionales no han aceptado la posición israelí de que los territorios en Cisjordania no son ocupados”. Además, parte de los actos llevados a cabo por Israel no están de acuerdo con la definición de que Cisjordania no es territorio ocupado; por ejemplo, el 7 de junio de 1967, el jefe del Ejército israelí en Cisjordania emitió una orden en la que afirma que “el juzgado militar y la dirección de la corte militar cumplirán con la Convención de Ginebra sobre la protección de civiles en tiempos de guerra”. Cuatro días más tarde, en un memorándum a la oficina del primer ministro, Meron concluía que “la población de civiles en los territorios bajo nuestro control contradice en forma específica las ordenes de la Cuarta Convención de Ginebra”. Casi 50 años después, el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas llegaba a la misma conclusión, en una resolución, la 2.334, apoyada por la mayoría de países miembros y con una abstención.
Ellos y nosotros
Unos 2,7 millones de palestinos viven actualmente en Cisjordania bajo régimen militar israelí; allí hay también unos 470.000 colonos en dos sistemas legales diferenciales totalmente separados. Al no anexar los territorios y mantener el régimen militar, la Justicia tiene dos regímenes para los territorios ocupados: uno para palestinos y otro para colonos israelíes. Incluso quienes viven en la zona A bajo el control de la Autoridad Palestina están sujetos a innumerables limitaciones vitales debido a la ocupación israelí: restricción de movimiento, incursiones militares diarias, control de entrada y salida de mercadería, recursos de agua, etcétera. No importa el nombre que se le ponga, son hechos indiscutibles. A pesar de las voces de ultraderecha que llaman al gobierno a anexar parte de los territorios e incluso cambiar el sistema legal, oficialmente Israel sigue diferenciando entre ambas entidades. No fue esa la suerte de Jerusalén, donde hoy viven 200.000 palestinos y 220.000 israelíes, ya que en 1980 el gobierno israelí anexó unilateralmente la zona este de esa ciudad, imponiendo el sistema legal israelí para toda la población. La comunidad internacional sigue calificando de ilegal la anexión de Jerusalén, y por eso las embajadas de las representaciones en Israel no están en esa ciudad.
El patio trasero de Israel tiene paisajes completamente diferentes, a los que se accede cruzando muros, vallados y puestos fronterizos. Las cicatrices del conflicto están a flor de piel. Los veo una vez más en mi camino desde Jerusalén a Ramala, donde la legisladora Hanan Ashrawi, líder y referente palestina, describe cómo es vivir bajo ocupación: “La vida bajo la ocupación es una vida sin derechos, es una vida sin libertad, una vulnerabilidad total; la ocupación es un acto de agresión total, intrusa en cada aspecto de tu vida. Israel ha creado una devaluación de los derechos y de la vida de los palestinos”.
Para Ashrawi, en la vida cotidiana resulta difícil saber qué puede pasar: “Israel tiene cientos de puestos de control en Cisjordania; además, estamos rodeados de un muro, una de las horrendas manifestaciones de control que nos roba el horizonte, y que evita cualquier tipo de intercambio entre israelíes y palestinos. Los puestos de control no permiten que entremos en nuestra tierra. Estamos, también, rodeados por decenas de colonias, y nuestro movimiento es limitado: ya no se puede llegar a Jerusalén, que ha sido cortada completamente de la vida palestina. Personas que no tienen documentos de identidad jerosolimitanos no pueden entrar a la ciudad a rezar, a llevar a cabo la vida cotidiana, ir a eventos familiares”.
A todo esto, según la legisladora, hay que sumarle un sistema completo de control, sin imputabilidad. “Ellos controlan el espacio aéreo, las aguas territoriales, todos los puntos de entrada y salida; ellos controlan la economía, no podemos importar o exportar libremente; ellos controlan dos recursos fundamentales: el recurso humano y el recurso de la tierra. Israel controla nuestro Registro de Población, y decide quién puede venir y quién no, ya que no podés tener un documento si Israel no acepta hacerlo, y lo mismo con la tierra: han confiscado la mayor parte de las tierras de Jerusalén”. Otro problema son los permisos de construcción: “Ellos no te dan permisos, y si construís sin permiso te demuelen lo construido y te cobran unas sumas astronómicas por la demolición; algunos palestinos terminan demoliendo sus propias casas para evitar pagar a los israelíes. Este es uno de los sistemas de ocupación y control más draconianos que existen, sin imputabilidad, y los palestinos han sido dejados sin ningún tipo de protección o consideración humana”.
Mejor no hablar
50 años de ocupación han cambiado a la sociedad israelí, su política y su terminología. De hecho, la ocupación es invisible para la mayoría de los israelíes que viven dentro de la llamada “línea verde”, el nombre con que se denomina a la frontera acordada en el armisticio de 1949. Mediante un lenguaje visual como medio de separación que incluye muros, vallas, zanjas, carreteras paralelas, carreteras de seguridad, torres, barricadas y puestos de control, la ocupación ha desparecido del horizonte. Los muros, los vallados y las barricadas obstruyen el campo de visión, convirtiendo al otro lado en invisible, falto de identidad. Los obstáculos físicos han creado una nueva frontera, tras la cual la responsabilidad individual de cada uno de los israelíes finaliza.
Pocos son los israelíes sin uniforme que entran a los territorios ocupados, salvo los 400.000 colonos que viven en los asentamientos, para quienes los obstáculos físicos son un símbolo de soberanía israelí.
Justificando cada acto por “razones de seguridad”, los israelíes han aceptado la separación física absoluta. Quien visite el “patio trasero” descubrirá rápidamente que el conflicto en este lugar no es simétrico: hay un ocupante y un ocupado, hay un pueblo fuerte y otro débil. Descubrirá, además, que este no es un conflicto entre “buenos” y “malos”, sino algo mucho más complicado. En su camino se topará con colonias judías, fáciles de distinguir por sus techos rojos y sus verdes jardines en lo alto de las colinas; sus habitantes, en su mayoría religiosos nacionalistas, dicen haber recibido de Dios la promesa de estas tierras, y por eso están decididos a luchar sin fin para cumplir con ese supuesto mandato divino.
“No hay ninguna posibilidad de que un estado árabe se establezca en la Tierra de Israel. Cuando impongamos la soberanía sobre Judea y Samaria [la forma israelí de llamar a Cisjordania], crearemos asentamientos adicionales allí y traeremos a cientos de miles de colonos más. Los árabes se darán cuenta de que es irreversible, de que su sueño ha terminado. Tampoco queremos destruir la esperanza nacional árabe de un estado entre el mar Mediterráneo y el río Jordán simplemente porque disfrutamos destruyendo las esperanzas de los demás. Nos vemos obligados a hacerlo, porque su aspiración nacional está en conflicto con la nuestra, y en el plano práctico están intentando destruirnos. Nos vemos obligados a hacerlo porque es ellos o nosotros y, dada la elección, sin lugar a dudas elijo nosotros”, escribió en una columna del diario Haaretz el parlamentario Bezalel Smotrich, integrante del partido nacional religioso El Hogar Judío, uno de los elementos más radicales dentro la derecha israelí. Smotrich es vicepresidente del Parlamento israelí y cuenta con el apoyo de la gran mayoría de los jóvenes colonos.
Llevamos años de confrontaciones y dos levantamientos populares; la última intifada, entre el año 2000 y 2005, fue particularmente violenta. El proceso de paz ha colapsado, y las decenas de intentos por retomar las negociaciones entre ambas partes, también. El drástico crecimiento de las colonias israelíes en Cisjordania ha sembrado una desconfianza total entre ambos pueblos. La comunidad internacional ha perdido su credibilidad al no lograr encaminar a las partes hacia una solución permanente del conflicto. Mientras tanto, la ocupación se acentúa, se institucionaliza y, como recuerda un viejo eslogan israelí, “la ocupación corrompe”. Palestinos e israelíes siguen contando sus muertos y sus heridos.
Los israelíes debaten estos días sobre su futuro. ¿Podrá Israel mantenerse como país democrático y judío, respetando a las minorías y poniendo fin a la ocupación? ¿O elegirá el camino de la anexión y el control absoluto de los territorios ocupados y de la población palestina? El camino de la ocupación eterna lo convertiría en un país judío pero no democrático, ya que mantendría dos sistemas diferentes para dos pueblos, de ciudadanos con y sin derechos. Mientras exista una ocupación y un pueblo controle a otro, la “única democracia” del Medio Oriente se tambalea.
En una reunión atestada de gente en la pequeña galería de arte Barbour, en Jerusalén, en apoyo a la organización de ex combatientes Rompiendo el Silencio, el ex jefe de los Servicios de Seguridad General (el Shabak, cuerpo responsable de la inteligencia interna) Carmi Guilon afirmó: “La ocupación es simplemente un cáncer. Por suerte desarrollamos una quimioterapia que nos permite vivir; la situación económica es buena, la vida continúa. Hay más terror, menos terror, pero el público es indiferente, y mientras tanto, la ocupación nos está haciendo perder nuestra humanidad, nuestros valores”.
La guerra de 1967 fue una de las más cortas de la historia de este país, y la victoria es un hito. Sin embargo, sus consecuencias persiguen a los israelíes 50 años después. Una guerra que duró seis días pero que ha dejado a los israelíes trancados en el séptimo día con el mismo dilema: ¿qué hacer con el patio trasero?