Para comprender más profundamente las experiencias populistas que se desplegaron en América Latina es necesario construir un marco teórico, en clave populista y republicana, que abandone el legado por el cual se piensa al pueblo como “lo otro” del Estado y que permita pensar una recíproca interpelación. Para ello resulta de utilidad adentrarse en algunos debates clásicos entre populismo y socialismo y en otros más recientes entre populismo y autonomismo, con la finalidad de revisitar el rol del Estado y las instituciones al pensar la emancipación y la autodeterminación popular.
Las tensiones entre el socialismo y el populismo en América Latina han moldeado los principales debates políticos latinoamericanos de izquierda en la década de 1980. Tras la crisis del paradigma comunista de los años 60 y 70, la izquierda latinoamericana se vio en la necesidad de replantear en profundidad el modo de comprender la transformación social y el sentido de la emancipación popular. En muchos casos, este replanteamiento se tradujo en el intento de recoger lo mejor del legado de la izquierda en clave gramsciana y en la voluntad de incorporarlo dentro de un proyecto hegemónico de carácter democrático. Podría decirse que es en el interior del debate sobre la hegemonía y la democracia donde nace esta disputa entre el socialismo y el populismo. Ambas corrientes coinciden en concebir la hegemonía como aquella forma de organización capaz de construir una voluntad colectiva alternativa al bloque dominante. Es decir, una propuesta organizada en el seno del mundo plebeyo para transformar la naturaleza de la forma nación. Si el bloque dominante se configuraba bajo la forma de Estado-nación, la hegemonía plebeya debería constituirse bajo la figura de lo nacional-popular. Y la construcción de lo nacional-popular se consolidaría mediante una articulación entre el pueblo y los intelectuales –en sentido amplio–, vínculo que permitiría diferenciar las sedimentaciones conservadoras de las posibilidades transformadoras propias de toda experiencia popular. Pero para que esta transformación tuviera lugar, era necesario delimitar el verdadero origen de las relaciones de subordinación. Podríamos decir que precisamente en relación con este problema –cómo definir el origen de las formas de dominación y los tipos de antagonismos a los que estas dan lugar– se produjeron las principales tensiones entre el populismo y el socialismo latinoamericano de corte gramsciano.
En los debates de los años 80, mientras el socialismo identificaba al Estado como la forma originaria de la dominación capitalista, el populismo hacía de la forma estatal un espacio para la irrupción plebeya y un instrumento de conquistas populares. Alrededor de la cuestión del Estado girará, entonces, uno de los mayores desencuentros entre estas dos corrientes de pensamiento latinoamericano. Si para muchos socialistas el Estado funciona como un arquetipo de dominación, resulta evidente caracterizar el populismo como un movimiento de traición a lo popular.
Tanto el socialismo como el populismo acuerdan en asumir la crisis de la oligarquía como la oportunidad para activar y organizar a los sectores populares bajo la forma de una voluntad colectiva y para que el pueblo recupere el sentido y la percepción de la nación que había sido capturada bajo la forma Estado-nación. No obstante, desde el punto de vista socialista el populismo habría propiciado esta recuperación de lo nacional para luego expropiarlo, es decir, contribuiría a liberar lo nacional para luego apropiarse de su sentido y ponerlo, otra vez, bajo la custodia de un Estado antipluralista. Por tanto, desde esta interpretación se piensa la irrupción del populismo como una recomposición del Estado (que estatiza lo popular), y así se deja por fuera la posibilidad de leer tal irrupción como una transformación (aparición de una nueva forma de poder) de la naturaleza de lo político ante la crisis de las oligarquías, mutación que también alcanza al retorno del Estado.
La lectura sobre la “traición del populismo al pueblo” solamente tiene sentido si partimos de una premisa: que el pueblo y el Estado son dos producciones sociales antagónicas y autocontenidas. Si el Estado es asumido como un tipo de poder monolítico y cerrado sobre sí mismo, una forma universal inmutable y destinada por naturaleza a la opresión, entonces sí tendría sentido pensar al pueblo como su contraparte. Pero si, en cambio, lo consideramos como una producción social porosa, como el lugar en el que los distintos actores políticos pujan por darle forma para determinar su orientación institucional y los tipos de acumulación y distribución, entonces resulta más complicado asumir sin más esta dicotomía. ¿No hay acaso en este movimiento de crisis y recomposición estatal la reiteración de un acto fundante de derecho ejercido mediante una profanación popular?
En ese sentido, resulta más interesante invertir la cuestión y preguntarse por el tipo de movimiento teológico que autoriza a pensar algo así como lo nacional “liberado” de la “enajenación” estatal y recuperado por el “pueblo”. Es como si el socialismo viniera a subsanar la herida de la comunidad causada por la irrupción del Estado, como si de manera inconfesada perviviese una especie de nostalgia sustancialista. Cabría decir que es esta forma de liberación lo que viene a poner en cuestión el populismo, puesto que no habría algo así como una “sustancia nacional” secuestrada por el “Estado” para fines privados. Tampoco habría un pueblo dado como realidad previa, a la espera de su liberación. Si algo permite pensar el populismo es que el Estado no tiene por qué ser, en sentido estricto, una forma de enajenación, sino que puede convertirse en un modo de mediación de lo popular. La confusión estaría en creer que toda forma de mediación es un modo de enajenación que oprime una materialidad dada. Y aquí vemos cómo el problema de fondo no es otro que la ilusión de inmediatez. Es decir, asumir que existe algo no mediado que es sustraído al pueblo y que solo en el retorno a lo espontáneo estaría la clave de la emancipación. Si el Estado oligárquico era la expresión elitista de una determinada forma estatal, eso no significa que toda forma estatal se reduzca a esto. O dicho de otra manera, era la oligarquía la que convertía al Estado en la propiedad de unos pocos. Por tanto, por qué no pensar que quizá sea el acto de profanación popular el que convierte a las instituciones en un espacio de litigio para cualquiera. Y es aquí donde hallamos la gran originalidad del populismo: arriesgarse a construir una forma estatal en sintonía con la irrupción de las masas populares en la política.
Esto nos lleva, entonces, a la cuestión de si el populismo es compatible o no con la democracia. La afirmación de que es contrario a la democracia solamente tiene lugar cuando aceptamos una noción restringida de esta, una noción que hace de la democracia un procedimiento formal, consensual y alejado de cualquier tipo de conflictividad popular. Una de las grandes dificultades de nuestro tiempo es el predominio de esta concepción y el olvido del sentido original de la palabra democracia: ‘poder del pueblo’. La figura de un pueblo activo no solo ha desaparecido de cierto registro democrático contemporáneo, sino que además se postula muchas veces como una amenaza para la democracia. A diferencia de lo que suelen afirmar los defensores de este tipo de democracia, podríamos decir que el populismo es una de las pocas experiencias políticas que mantiene viva la figura de un pueblo empoderado. Por eso, en lugar de decir que el populismo es antidemocrático, habría que ver si reactiva la dimensión constitutiva de la democracia. Más aún, el intento de neutralizar el vínculo entre populismo y democracia obtura todo un campo reflexivo sobre el rol del Estado en nuestro presente.
Si tratamos de conectar el problema del Estado con la democracia, habría que indagar sobre el tipo de institucionalidad que propicia el populismo. ¿Acaso es solamente una forma de poder que se rige sin más por la figura dominación-subordinación? ¿No es posible hablar de una institucionalidad populista que no coincida ni con el Estado oligárquico ni con el Estado liberal-conservador europeo? El pensamiento político latinoamericano se encuentra aún hoy atrapado en la respuesta a esta pregunta. Por eso resulta tan importante poner en relación el populismo con la tradición republicana. Cuando hablamos del republicanismo oligárquico nos referimos a la forma de gobierno que hace del derecho un mecanismo de conservación de privilegios. Es decir, una manera de restringir el campo de oportunidades de los de abajo y de ampliar el sistema de privilegios de los de arriba. Las instituciones, por tanto, operan como una forma de dominación y perpetuación de las desigualdades sociales. El republicanismo plebeyo, por el contrario, lejos de invisibilizar la dimensión conflictual de las instituciones, apela a ella como mecanismo de ampliación de derechos. Aquí, las instituciones son concebidas en su dimensión igualitaria como el espacio propicio para la expansión de derechos y la desarticulación de la frontera material entre los de arriba y los de abajo.
Si prestamos atención a las formas de institucionalidad y a los usos del derecho posibilitados en las experiencias populistas contemporáneas, ¿no es posible encontrar casos en los que pareciera materializarse un republicanismo plebeyo? Esto implicaría revisar algunas de las premisas actuales de la teoría populista que, al haber identificado al populismo con una lógica de lo político de carácter rupturista, presenta algunas dificultades para pensar el vínculo entre este y las instituciones. La cuestión es si acaso la lógica rupturista del populismo no puede hacerse extensiva a una determinada forma de institucionalidad que combine dinámicas instituyentes de los gobiernos populares con decisionismo y movilización popular. Para ello es preciso abandonar el prejuicio por el cual se considera que las experiencias políticas populistas habrían descuidado el papel de las instituciones, dado más peso a la figura de los líderes y desmantelado la división de poderes propia de las repúblicas. Lo que cabría preguntarse aquí es si esta imposibilidad de pensar una articulación entre populismo e instituciones no se debe a una concepción de las instituciones todavía heredera de la matriz liberal y procedimental. Posiblemente sea una lectura “cosificada” de las instituciones lo que nos impide abordarlas desde otras perspectivas. La dialéctica entre poder instituyente y poder instituido, algo que atravesó las experiencias populistas de los países andinos de esta última década, abriría las puertas para desarrollar una matriz de institucionalidad diferente de la clásica liberal, y podría generar un marco de análisis para pensar el juego entre lo instituido y lo instituyente en las instituciones populistas. En lugar de concebir los afectos y liderazgos políticos –dos elementos claves de la lógica populista– como obstáculos para la institucionalidad, habría que preguntarse cómo intervienen en su construcción. O también cómo los conflictos colectivos van gestando, a través de una concepción plebeya del derecho, formas de institucionalidad que no pueden ser concebidas desde la matriz liberal del individuo posesivo.
Las instituciones mismas pueden ser concebidas, en términos gramscianos, como un campo de fuerzas, donde el problema de la hegemonía adquiere toda su importancia analítica para pensar la república en su dimensión conflictual. Así, también aparece una dimensión consensual, pero inseparable del conflicto. Esta vía conflictual para pensar las instituciones sienta las bases para que pueda empezar a tejerse un vínculo analítico entre los estudios del populismo, el republicanismo y las instituciones. Esta articulación entre la dimensión práctica y la dimensión teórica nos podría ayudar a explorar cómo han funcionado las instituciones en las experiencias progresistas latinoamericanas.
La pregunta que puede hacerse aquí es por qué la ampliación de derechos que propicia el populismo no puede ser leída como una forma de autonomía, en términos de capacidad de autodeterminación de un pueblo a partir de sí mismo mediante el uso del derecho. Una forma de autonomía que contribuiría, aunque sea formulada desde arriba –algo que se vuelve paradójico cuando es un líder indígena, un profesor universitario o un líder social quien accede al gobierno–, a la emancipación (posibilidad de autorrealización de nuestras capacidades), la horizontalidad (todos somos iguales en derechos) y la democratización (ampliación del poder popular). Que una medida sea tomada desde arriba, ¿supone necesariamente subalternizar lo plebeyo? ¿Por qué, entonces, determinadas conquistas sociales, muchas veces logradas mediante la articulación entre Estado y movimientos sociales –como lo fueron la ley de medios o el matrimonio igualitario en Argentina, la nacionalización del agua en Bolivia o la regulación de las empleadas domésticas en Ecuador– no pueden ser comprendidas desde el autonomismo como pasos hacia la autodeterminación y la emancipación de ciertas formas de opresión popular?
Si la actual crisis del neoliberalismo –entendida como un nuevo pacto posdemocrático– se expresa como una distorsión del sentido de la democracia y aleja cada vez más a los sectores populares del acceso a los derechos y las instituciones, quizá resulte sumamente provechoso detenernos a pensar cómo los usos populares del derecho, dentro de una matriz populista-republicana, ayudan a imaginar una alternativa a este escenario. Es claro que muchas veces los populismos no han estado a la altura de esta sinergia entre las demandas populares y la ampliación de derechos, pero hacer del vínculo entre las demandas y el Estado la quintaesencia de la opresión no nos habrá hecho avanzar un ápice en las reflexiones sobre las formas realmente existentes de emancipación social y, menos aún, en las posibilidades que esta articulación abre para seguir radicalizando la democracia en nuestra región.
Valeria Coronel y Luciana Cadahia
Este artículo fue publicado originalmente en la revista Nueva Sociedad, aquí incluimos una versión resumida.