Con las candidaturas definidas, la política argentina entró en modo electoral para los comicios de medio término. Los jefes estratégicos del oficialismo, Alberto Fernández y Cristina Fernández de Kirchner, se reparten tareas y se apresuran a disimular heridas en función de un almanaque con dos citas: el 12 de setiembre tendrán lugar las primarias obligatorias y el 14 de noviembre, las elecciones para renovar parte del Congreso.

A su vez, con su mentor, Mauricio Macri, recluido en Suiza por las restricciones de la pandemia, la principal oposición encara la pelea con la mirada puesta en las presidenciales de 2023 mientras salda cuentas de un ensayo que terminó, dos años atrás, con el país al borde del abismo.

Chocan dos mundos, aunque no deja de haber hojarasca en la disputa. Uno de ellos, liderado por la centroizquierda peronista, contiene también a diversas tribus progresistas y a gran parte del movimiento fundado por Juan Perón, que adquiere un tinte conservador popular en algunas provincias. En el campo opuesto, la alianza entre la Unión Cívica Radical (UCR) y el Pro (Propuesta Republicana) de Macri, en esencia liberal-conservadora y no peronista, alberga en los márgenes a progresistas, derechas variopintas y, por supuesto, peronistas.

Los trazos discursivos parecen nítidos. Unos reivindican la igualdad de oportunidades gestionada por el Estado y ampliación de derechos; los otros, agrupados en la coalición rebautizada Juntos, alertan que las libertades y la república están en peligro y apuntan contra la “irracionalidad” del Ejecutivo, “que no hace lo que tiene éxito en el resto del mundo”, con Luis Lacalle Pou como ejemplo. En los argumentos de ambos bandos resuena la campaña presidencial de 2019, como si no hubiera pasado nada. Pasó una pandemia que dejó 105.000 muertos hasta ahora, caída de 10% del PIB en 2020 y otro empujón a la pobreza, que se acumuló sobre el salto de 9% durante los últimos dos años del gobierno de Macri.

En duelo

Desde que asumió Alberto Fernández, Cristina habló en público una vez cada tres meses, cuidando las palabras al extremo para no alimentar la acusación omnipresente de que la que manda es ella, no él. En una de esas apariciones, puso en palabras una verdad que se callaba a gritos: “Hay funcionarios que no funcionan”.

Hasta sus más encarnizados enemigos le reconocen a Cristina capacidad de lectura del escenario político. La jefa del kirchnerismo ve el escenario de setiembre-noviembre con preocupación. Lo dejó claro durante la presentación de las candidaturas legislativas del Frente de Todos, el 24 de julio, cuando eligió un tono sobrio. Propuso a los suyos debatir “con datos”, “racionalmente”, “porque el marketing y el coaching no van más, con saltitos y risitas no vamos a ninguna parte”. Apuntó al estilo proselitista del macrismo, pero también aplicó un correctivo a los propios. Cristina pareció hablar a un pueblo que transita un duelo.

El gobierno peronista alcanzó a aplicar paliativos con asistencia a millones de familias, congelamiento de tarifas y restitución de presupuestos educativos y sanitarios. Se animó a un impuesto de emergencia a las grandes fortunas con el que recaudó unos 2.500 millones de dólares. Atendió demandas feministas (ley del aborto, cupo laboral trans, DNI no binario), puso en pausa la matufia de inteligencia y judicial potenciada durante el gobierno de Macri y sostuvo una política exterior que satisface a gran parte de la izquierda. No alcanza. El corazón del voto a los Fernández está herido.

La promesa de 2019 se centró en que Argentina se pondría de pie de la mano del trabajo, alejada de dogmas liberales. En gran parte debido a la pandemia, pero también por decisiones propias y con una clamorosa dificultad para llevar a cabo anuncios, los salarios siguieron perdiendo terreno contra la inflación. El Gran Buenos Aires, hogar de 12 millones de personas, donde los Fernández lograron una victoria decisiva que superó el 30% en algunos partidos (municipios), padece 12% de desempleo y un altísimo empleo precario. El panorama es desolador en ciertos barrios.

El principal riesgo que corren los candidatos oficialistas es que la amplia mayoría de los jóvenes que apoyaron al peronismo hace dos años ahora elijan quedarse en su casa. Que el agobio, la desilusión o el simple desinterés le ganen a la voluntad de participar o alienten un “voto bronca”, y con ello, que la ventaja que obtendrá el bloque opositor en la Ciudad de Buenos Aires y la provincia de Córdoba le alcance para empatar o perder por poco ante la predecible victoria peronista en el norte y en la Patagonia. Difícil, pero factible.

El gobierno trata de exhibir como un logro la reestructuración de la deuda con los acreedores externos por 66.200 millones de dólares, arreglo que supone un ahorro de 35.000 millones de dólares por menores tasas durante la próxima década. Este año toca la segunda parte. El ministro de Economía, Martín Guzmán, negocia la reestructuración del préstamo récord de la historia del Fondo Monetario Internacional por 44.000 millones de dólares, del que los papeles firmados por Macri un año y medio antes de dejar el cargo dicen que habría que pagar unos 20.000 millones de dólares en 2022 y otro tanto en 2023.

Incluso si Fernández tiene éxito en ese plano, haría falta que se enteren los bolsillos de las familias, por más que la economía crecerá entre 6% y 8% en 2021. Casi sin darse cuenta, la administración peronista podría haber consumido dos tercios de su mandato en refinanciar préstamos. Mientras tanto, los sueldos, que medidos en dólares eran los más altos de América Latina hace no tanto, hoy permanecen por debajo del promedio. Si se trataba de redistribuir, resultó que no había qué repartir o faltó decisión.

Mientras tanto, el kirchnerismo duro se ata a sus credos originarios y defiende a capa y espada un congelamiento masivo de tarifas de luz, gas y agua que beneficia por igual a quienes viven en La Matanza o en Recoleta. Así, un departamento valuado en medio millón de dólares puede pagar apenas unos 30 dólares mensuales de electricidad. Por esa canaleta se pierden centenares de millones de dólares en subsidios anuales, que son solventados por emisiones masivas de pesos del Banco Central. Resultado: más inflación y más pobreza para las familias de La Matanza.

Mundo Pro

La alianza opositora vive su propia aventura. El (ex)macrismo encara la campaña con su (ex)jefe emitiendo mensajes por redes sociales y firmando solicitadas con líderes de derecha continental. Macri viajó a Suiza a ocuparse de la opaca tarea que le asignaron en la ultraopaca FIFA y quedó allí varado.

El jefe de gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, Horacio Rodríguez Larreta, muestra una vocación presidencial arrasadora. Su metódica construcción le alcanzó para imponerse en el armado de las listas legislativas casi sin pestañear. Los pocos macristas que se rebelaron y la jefa de los halcones, Patricia Bullrich, terminaron sacándose una foto de la paz en un cafecito al aire libre. Lo suyo pareció más una retirada táctica que una rendición. La victoria de Rodríguez Larreta es por ahora nominal. A fuerza de votos, deberá probar si puede ejercer liderazgo real en un espacio en ebullición.

“Todo el partido [Pro] fue construido a imagen y semejanza de Macri, y quedó afectado por la suerte de su fundador”, dice a la diaria el sociólogo Gabriel Vommaro, coautor de Mundo Pro y autor de La larga marcha de Cambiemos. Antes, las candidaturas de la formación conservadora obedecían a “un manejo muy centralizado de la marca”, afirma el investigador de la Universidad de General Sarmiento. “En función de la compatibilidad con la marca” surgieron dirigentes que sumaron capital político al de Macri, como la exgobernadora de Buenos Aires María Eugenia Vidal, la exvicepresidenta Gabriela Michetti y el propio Rodríguez Larreta.

“La gran novedad para esta elección es que esa sinergia se rompió, en parte porque se rompió ese diseño centralizado de la marca que indicaba el predominio casi completo de Macri”, dice Vommaro. Hoy, Michetti se apartó de la política activa; Vidal, venerada por periodistas, actores y empresarios hasta su derrota contundente en 2019, parece sumar poco por sí sola por encima de la marca. Queda Rodríguez Larreta, el armador.

El jefe de gobierno porteño elude definiciones ideológicas tajantes y guarda distancia de la retórica más encendida de su coalición. Pero los duros que se subieron a la ola de derecha dan batalla en las calles, las redes y los canales de noticias. ¿Palomas y halcones? “No hay una diferencia en términos ideológicos y de programa, sino de estrategia”, resume Vommaro.

Rodríguez Larreta cruzó a Vidal de la provincia de Buenos Aires a la Capital Federal para encabezar la lista, y anotó al vicejefe de gobierno porteño, Diego Santilli, al frente de la boleta en la provincia.

Esa construcción “paloma” enfrenta dos problemas inmediatos. Uno es la mudanza de Vidal. Casi todos los gobernadores de Buenos Aires de este siglo habían sido antes candidatos a algo en la Capital Federal, y hay ejemplos a la inversa. Ocurre que Vidal ya había transitado ese camino en 2015, cuando dejó de ser vicealcalde de la Ciudad. En aquella campaña, se filmó emocionada visitando al carnicero de su infancia en Morón y luego juró y perjuró que se quedaría a dar batalla en la provincia. Ahora, Vidal se ve en la necesidad de explicar que nació, creció y estudió en la Capital Federal. La razón de fondo de la mudanza encierra una debilidad: otra derrota en la provincia que alberga a 37% del electorado argentino tornaría muy improbable una candidatura presidencial en 2023, algo que tarde o temprano tendrá que negociar con su mentor y jefe, Rodríguez Larreta.

Los colosos de la reacción

El segundo obstáculo tiene raíces más profundas. Rodríguez Larreta y Vidal deben contener a dirigentes y, lo que es más importante, una parte atendible de sus votantes que se pasaron los dos últimos años combatiendo a la “dictadura K”, “populista” o “comunista”; que equipararon las restricciones de movilidad de la pandemia con los grupos de tarea de la dictadura o Corea del Norte, y que sospecharon que la vacuna rusa Sputnik era un líquido inservible o directamente veneno. A la cabeza de esas batallas se ubican dos colosos: los multimedios Clarín y La Nación.

Rodríguez Larreta cedió algunos lugares en las listas a referentes de la alt right; otros anotaron alianzas propias con la expectativa de alcanzar acuerdos con Juntos en un futuro. En los primeros días de campaña, el aporte de esos advenedizos y conservadores de la vieja guardia fue instalar un debate sobre si las Malvinas son argentinas, o si en la Argentina hubo un “enfrentamiento interno” en lugar de terrorismo de Estado, como determinaron los tribunales.

“Los hardliners internos, entre quienes se encuentran intelectuales, publicistas, influencers, actores y directores de cine, fueron grandes motores de componente reaccionario, en el sentido de reacción antikirchnerista. Ahora quedaron un poco acorralados y desorientados en la coyuntura de 2019”, analiza Vommaro.

Por sobre todo, sobrevuela la anormalidad de la pandemia. Serán elecciones “como nunca hemos vivido”, graficó Cristina. Los números indican muertes de coronavirus en el promedio de América Latina (es decir, una tragedia) y una política de obtención de vacunas bastante pragmática y de resultados aceptables, pese a un ruido ensordecedor al respecto.

Algunas voces indican que la elección será a todo o nada y resultará determinante para la próxima década. Puede no ser tan así. El kirchnerismo perdió las legislativas de 2009, 2013 y 2017, y ganó las presidenciales de 2007, 2011 y 2019. La única derrota, el balotaje en 2015, fue por sólo dos puntos. Ganen o pierdan, los Fernández tendrán dos años para demostrar si son capaces de revertir un ciclo económico abrumador.

Sebastián Lacunza, desde Buenos Aires.