Hasta hace poco, si alguien me preguntaba sobre el nivel de desarrollo de Uruguay en comparación con países cercanos, digamos, por ejemplo, con respecto a América del Sur, respondía sin titubear que estábamos en un lugar de privilegio. Que teníamos muchas cosas para mejorar, que había dimensiones insatisfactorias, es verdad, pero que, en términos generales, estábamos un escalón por encima. Y podía sostener esta afirmación con una amplia batería de indicadores que mostraban cómo Uruguay era más rico, más desarrollado, más igualitario y menos pobre que el resto.
Sin embargo, hace poco me surgió una pequeña duda que, como un virus, se fue expandiendo progresivamente. La paradoja del desarrollo uruguayo, presentada hace unos meses en clave temporal (ver Interpelación del progreso: la paradoja del desarrollo uruguayo),1 puede replicarse en la dimensión espacial. Como un déjà vu, un cambio de perspectiva con énfasis en el margen nos revela una conclusión desconsoladora: es posible sostener empíricamente que Uruguay es actualmente el país menos desarrollado de América del Sur.
El set tradicional de indicadores para medir el desarrollo
Comencemos por el primer set de indicadores, tradicional, canónico: producto interno bruto (PIB) per cápita, índice de desarrollo humano (IDH), índice de Gini e índice de pobreza.
El primer indicador, que da una idea de la capacidad productiva de cada país, es el PIB per cápita. El Banco Mundial tiene datos estandarizados para todos los países del mundo, en los que Uruguay aparece con 34.000 dólares anuales de PIB per cápita ajustado por paridad de poderes de compra. Somos los más ricos de América del Sur.
El IDH, que calcula y sistematiza el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), es el indicador canónico que usamos para medir el desarrollo. Mezcla en un indicador, que va entre 0 y 1, tres variables: economía, salud y educación. Uruguay tiene un valor de 0,830 y es sólo superado por Chile y Argentina. Por lo tanto, en desarrollo humano también conseguimos una medalla, la de bronce.
Para quienes consideramos que la distribución del ingreso es importante para el desarrollo, el índice de Gini es un indicador fundamental. Va entre 0 y 1 y cuanto más bajo su valor, más igualitaria la sociedad. Nuevamente la base de datos del Banco Mundial nos ayuda para la comparación internacional. Uruguay aparece con un índice de Gini cercano a 0,40, parecido al de Argentina, Bolivia y Perú. Somos el segundo país más igualitario de América del Sur.
Finalmente, la pobreza es el cuarto indicador de nuestro set tradicional de desarrollo. Si bien cada país tiene su propia metodología, existen organismos internacionales que hacen mediciones alternativas en las que utilizan un criterio único que permite la comparación internacional. La referencia que recojo aquí es la de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal), que en su cálculo nos ubica con una pobreza de 4,3%. Somos el país sudamericano con menos pobreza.
En los gráficos que acompañan este texto ordené los cuatro indicadores de forma tal que los mejores aparecen arriba y los peores abajo, como un ranking. Uruguay aparece arriba en los cuatro indicadores: primero, tercero, segundo y primero, respectivamente.
Un último paso que hice fue hacer una medida resumen. Utilicé un criterio súper simple: hacer un promedio de los lugares en cada indicador. De esta forma, el mejor valor del ranking resumen es el 1 (que se da sólo si un país está primero en todos los rankings) y el peor valor es el 10 (si es último en todos los rankings). En este indicador resumen del set tradicional Uruguay se ubica en primer lugar.
Por lo tanto, somos los mejores de América del Sur. Orgullosos, henchidos de nacionalismo, el set tradicional de desarrollo nos muestra a Suiza en el espejo. Suenan de fondo aquellas estrofas del Cuarteto de Nos: “No me jodan más / no somos latinos / no me jodan más / no somos latinos / yo me crie acá / en la Suiza del sur”.
El set alternativo
En su momento, persiguiendo una disonancia y decididos a buscar respuestas en otros lugares, optamos por cerrar y guardar los libros de economía. El estante de la literatura nos dio otras perspectivas, y de la mano de Fiódor Dostoievski, Victor Hugo y Dante Alighieri habíamos llegado a un set de indicadores diferente, alternativo, para medir el desarrollo. La propuesta fue observar a los presos, las personas en situación de calle, los homicidas y los suicidas, sacarlos del margen para ponerlos en el centro. Aparentemente arbitrarios, descubrimos que estos indicadores podían unirse normativamente y justificarse como métrica del desarrollo a través de la teoría de la justicia de John Rawls, para quien el avance de una sociedad debe medirse por el avance de los últimos de la fila.
Comencemos por los presos. Encontré en el portal prisonstudies.org una sistematización de indicadores por país. Uruguay tiene 424 presos cada 100.000 habitantes, siendo el único país sudamericano que supera el umbral de los 400 presos. Somos el peor país de Sudamérica en el ranking de prisionalización.
La tasa de homicidios de Uruguay se ubica en el entorno de los diez homicidios cada 100.000 habitantes. La comparación, que podemos hacer con datos de la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNODC), nos ubica en un lugar intermedio entre Bolivia, Chile, Argentina, Perú y Paraguay, que tienen menos homicidios, y Brasil, Colombia, Venezuela y Ecuador, que tienen más homicidios. En este ranking nos ubicamos en sexto lugar.
El tercer indicador es la tasa de suicidios. Los datos de la Organización Mundial de la Salud muestran que todos los países de América del Sur tienen un valor inferior a 10 cada 100.000 habitantes, menos uno. ¿Cuál? Nuestro bendito país, en donde deciden quitarse la vida anualmente 21 personas cada 100.000. Somos los más suicidas de América del Sur.
Nuestro cuarto indicador son las personas en situación de calle. A diferencia de los otros siete indicadores, para los cuales, con paciencia y Google, es posible encontrar algún lugar que tiene datos sistematizados, la estadística internacional sobre personas en situación de calle me resultó un terreno desértico. Fuera del perímetro de las encuestas de hogares –la calle no es un hogar–, la estadística no llega naturalmente a quienes duermen a la intemperie, y no encontré un repositorio con datos de comparación internacional.
Sin embargo, me molestaba dejar un casillero vacío, más aún el de personas en situación de calle, así que me arremangué e intenté construir la estadística por mi cuenta. A partir de diferentes estudios, censos y noticias, elaboré un indicador de personas en situación de calle para siete ciudades sudamericanas: Montevideo, Buenos Aires, Río de Janeiro, Asunción, Santiago de Chile, Bogotá y Guayaquil. Si bien estos datos hay que tomarlos con pinzas –desconozco qué tan comparables son las metodologías de cálculo de situación de calle en cada ciudad–, a lo que llegué es que Montevideo tiene 200 personas en situación de calle cada 100.000 habitantes, siendo la peor ciudad de las siete para las que conseguí información, que en este indicador andan en el entorno de las 100 personas cada 100.000 habitantes.
Por lo tanto, en el segundo set Uruguay se encuentra último, sexto, último y último. De forma análoga al set tradicional, con el set alternativo también podemos calcular un ranking resumen: en este caso Uruguay se ubica en el último lugar.
Por lo tanto, somos los peores de América del Sur. Golpeados, hundido nuestro orgullo nacional, el set alternativo de desarrollo nos muestra otra imagen en el espejo, más cercana a Biafra que a Suiza. Suenan de fondo aquellas estrofas que Ruben Rada cantaba en Tótem: “Mientras que Biafra estaba muerta, / muerta de sol y sin pan, / sus crías estaban blancas, / blancas de peste mortal”.
La dimensión continental de la paradoja del desarrollo
Teniendo los dos rankings resumen, una última tentación nerd era ponerlos juntos en un mismo gráfico. ¿Qué sucede si combinamos en un mismo gráfico el set tradicional de desarrollo (PIB per cápita, IDH, Gini, pobreza) y nuestro set alternativo (presos, personas en situación de calle, homicidios, suicidios)?
El gráfico, que también acompaña este texto, es elocuente. Además de mostrar a Uruguay en un extremo, como ya vimos, llama la atención cómo quedan los demás países. La nube de puntos se organiza en una línea descendente: un mejor lugar en un ranking implica un peor lugar en el otro ranking. La paradoja del desarrollo cobra dimensión continental.
Desconfiando ya de nuestra brújula, de nuestra batería tradicional de indicadores de desarrollo, y abandonando el temor de decir cosas incorrectas, cabe ahora preguntarnos: ¿hay un problema intrínseco en nuestro modelo de desarrollo, ya no el uruguayo, sino el sudamericano? ¿Por qué cuanto más ricos y desarrollados somos, más nos matamos, nos encerramos y dormimos en la calle? Conseguir las respuestas es una tarea que excede las posibilidades de este artículo. Quedan las preguntas hechas, como invitación a quienes les interesan y estudian los problemas del desarrollo.
El Uruguay de Schrödinger
Si hace unos meses hablamos de la paradoja del desarrollo uruguayo en términos temporales, hoy nos toca hablar de esta paradoja en términos espaciales. Aquí también aparece una anomalía. Así como en los últimos 25 años mejoramos y retrocedimos al mismo tiempo, en América del Sur somos los mejores y los peores también al mismo tiempo. Vivimos en un país de Schrödinger que puede tener simultáneamente dos estados aparentemente contradictorios. La física cuántica se posa sobre la teoría del desarrollo, el tiempo y el espacio se curvan sobre la pradera suavemente ondulada, se hace difícil saber dónde es el adelante, dónde es el atrás.
En este artículo de interpelaciones y dualidades, me gustaría cerrar dejando planteadas tres reivindicaciones: de la economía, del desarrollo y de Uruguay.
Primero, una reivindicación disciplinar. Es cierto, por deformación profesional los economistas buscamos relaciones causales fundamentales y en esa búsqueda separamos lo principal de lo accesorio, nos quedamos con lo central y descartamos lo marginal. Esta aproximación metodológica, muchas veces virtuosa, genera problemas en algunos terrenos y nos hace entrar desvalidos en la selva de la marginalidad, en donde otras disciplinas se mueven con más naturalidad y herramientas superiores. Sin embargo, desde nuestra pobreza herramental hay un aporte que podemos hacer quienes miramos la realidad con los lentes de la ciencia económica: resaltar la importancia de la métrica. “No basta con decir que los metales se dilatan con el calor, hay que decir cuánto”, dijo al pasar una vez un profesor de Historia Económica que tuve, y me conquistó. Sin métricas no hay avances ni retrocesos, no hay direcciones ni objetivos. Sin métricas hay anécdotas, pero no políticas públicas. Este artículo es involuntariamente un ejemplo de esta premisa, el ingreso con cautela en un terreno que la disciplina económica no maneja con naturalidad, pero al cual ingresa con la búsqueda de métricas como norte para entender y dimensionar el problema.
Segundo, una reivindicación del desarrollo. El crecimiento, el avance simultáneo en salud y educación, la distribución y el combate a la pobreza siguen siendo elementos fundamentales para evaluar nuestra marcha, objetivos deseables. El problema con los indicadores tradicionales no es que no sean necesarios, es que no son suficientes. El punto, entonces, no es tanto negar las métricas tradicionales, sino buscar nuevas e insertarlas en el corazón de la evaluación del desarrollo.
Tercero, una reivindicación de Uruguay. Un amigo me señaló alguna vez que la historia económica uruguaya es muy sencilla: simplemente son ciclos de 20 años entre crisis y crisis. Luego de la crisis de 1982 logramos transitar por años de crecimiento económico, pero con retrocesos en la equidad. Aprendimos que no había una relación automática entre ambos objetivos, y en el ciclo posterior a la crisis de 2002 logramos crecer y al mismo tiempo distribuir, porque dirigimos una batería de políticas públicas que explícitamente apuntaron a ambos objetivos, que formaron parte de una política económica concebida en sentido amplio. Fuimos ejemplo por poder crecer –de forma ininterrumpida y más resiliente a shocks externos– y al mismo tiempo lograr bajas abruptas de la desigualdad y la pobreza –quienes estudian temas distributivos a nivel mundial se sorprenden con lo que pasó con el índice de Gini uruguayo entre 2008 y 2013, buscan entender cómo se logró: son cosas que no suelen pasar en el mundo–. El gran desafío de este nuevo ciclo, posterior a la crisis de covid-19 y que según mi amigo se prolongará hasta 2042, será cómo combinar ya no sólo los objetivos de crecimiento y equidad –extremadamente desafiantes en sí mismos–, sino crecimiento, equidad y margen. Sólo podremos considerar que avanzamos hacia el desarrollo, que mejoramos con respecto a nosotros mismos y con respecto a nuestros vecinos, si logramos encadenar avances de forma simultánea en estas tres grandes áreas del desarrollo.