En setiembre se inició una disputa armada en Casavalle entre dos clanes “familiares”. Rebasaron el límite de lo conocido por vecinos y autoridades políticas, que intervinieron el 20 de diciembre. El barrio era silencio, miedo y violencia multiplicándose. Aterrorizaron cada casa. Hoy, la violencia a simple vista desapareció, el miedo está en retirada pero latente, y el silencio sigue.

La escuela era el último territorio neutral en Casavalle, uno de los barrios más jóvenes y con menos oportunidades de Montevideo (ver recuadro). Pero durante todo noviembre, llena de niños escolares y madres, recibió balaceras salpicadas. Las más graves fueron entre los días 13 y 14. Un adolescente fue herido en una pierna a las 12.45, en pleno cambio de turno. Los proyectiles golpearon al jardín de infantes y la escuela. El día 17, a las 16.30, otra ráfaga por Leandro Gómez y Martirené, sobre el patio de la escuela. El 28 los impactos llegaron al fondo de la escuela.

Rápido, furioso y salvaje: genealogía del conflicto

Para el Ministerio de Interior (MI), el desembarco de diciembre en Casavalle fue el “problema de seguridad más grave desde 2005”, explicó un alto funcionario de la secretaría de Estado. La causa tendrá una acusación fiscal el 20 de febrero.

Los integrantes de “la familia uno”, que no fueron detenidos en el operativo, están requeridos. Debajo de ellos tenían una columna de adolescentes (y no tanto) que salían entre motos y metralletas por trabajo sucio: extorsión, desalojo violento, rapiñas, hurtos y otros delitos. Además, tenían un “laboratorio” para cortar cocaína y cinco kilogramos de cocaína que, vendidos al menudeo en Montevideo, significarían casi 90.000 dólares.

La “otra banda”, un numeroso clan, creció en octubre de 2015 al asesinar a Welligton Tato Rodríguez Segade, un referente de la barra brava de Peñarol. Se metió en el barrio 40 Semanas, donde, según la Policía, competían por algún pedazo del mercado de distribución de pasta base. Esta banda se alió con Luis Alberto Betito Suárez para el tráfico, la extorsión y todos los “negocios” conexos.

El 16 de octubre de 2016 apareció el cuerpo calcinado de la esposa de Segade dentro de un auto. Había sido secuestrada en Sayago frente a sus hijos y un sobrino.

El sobrino delató a los asesinos (los de “la otra banda”) y se fue a Italia, donde, según una fuente del MI, administraba el tráfico de cocaína desde Uruguay a aquel país y también la trata de personas. Al año del secuestro y del asesinato, el sobrino fue asesinado bajo la misma modalidad: en junio de 2017 volvió de Italia y el mismo día lo prendieron fuego junto a un amigo y una conocida adentro de un auto, abandonado en Casavalle. Los de “la otra banda” se sintieron más poderosos.

El 25 de setiembre, cuando unos fueron por las armas de los otros, empezaron la guerra, los desalojos y los tiros en el barrio las 24 horas. A dos años y medio del inicio de los conflictos, la Policía les adjudica 23 asesinatos.

En diciembre se divulgó un video en el que jóvenes disparaban armas de grueso calibre y amenazaban. Fueron quienes asesinaron, cuatro días después de la difusión del video en redes sociales, a un integrante de la “otra banda”, dijeron fuentes del MI.

Desde el MI se explicó a la diaria que los negocios de estas bandas incluyen tráfico de drogas, extorsión, hurtos y rapiñas en bandas organizadas.

Algunas de las personas desplazadas de sus hogares, que al principio no querían colaborar con la investigación judicial, pasaron al sistema de testigos protegidos.

La seccional 17, duramente criticada por los vecinos, cambiará toda su cúpula y buena parte del personal en los próximos días, informaron desde el MI. En el operativo no participó nadie de la seccional.

Antes de la agresión a la escuela, las balas ya habían cruzado la cancha de básquet de la plaza pública y habían silbado en dirección al Centro Cívico, ubicado al lado de las escuelas 248 y 178. También se incrustaron en la vecina 319. Primero circularon audios de Whatsapp amenazantes. “Ojo, negra, que van para ahí. Están todos armados, van a tirotear la comisaría”, decían anónimos impunes. Aunque el asalto no ocurría, el audio circulaba y generaba estado de alerta, dimes y diretes.

Del miedo al vacío

En Casavalle prefieren no hablar. “Mantenerse al margen”, dice alguien. “Nadie comenta nada, hablar hace daño”, dice otra persona. “Antes, si teníamos que señalar a un chorro, lo hacíamos. Ahora no podés”, comenta un poblador con 25 años en el barrio.

“Acá no pasó nada”, hace de avestruz una vecina sentada en la sombra de la plaza que increpa a sus hijas con la mirada. Las niñas en silencio, sin mover el labio, ni el párpado, ni el pómulo, ni el cuello, niegan mirando para abajo y tratan de volver a lo que hacían con sus manos.

La plaza inaugurada en 2014 se vació en setiembre. Estaba todo el día llena de niños, jóvenes, madres y abuelas. Una de ellas aprovechaba para rezarle a su virgencita. A partir de setiembre, esa plaza que se construyó dentro de un plan gubernamental “por la vida y convivencia” fue escenario de conflicto. Pasó a ser uno de los campos de amedrentamiento elegidos por los clanes convencidos de que todo se arregla a los tiros.

Un puñado de jóvenes se paseaba con metralletas en moto, revólveres en la cintura tirando a troche y moche, día y noche. Durante más de 85 días, los vecinos se encerraban en sus casas, sobre todo de tarde, cuando empezaban las ráfagas de la metralleta.

“He visto de todo. Que prendan fuego quioscos, autos, que increpen al policía. Que anden a los tiros arriba de los techos, que rodeen casas. Pero como esos días, nunca”, recuerda una señora que trabaja como empleada doméstica.

“Una especie de venganza” se apoderó del barrio, explica alguien que, como casi todos los entrevistados, no quiere su nombre en este artículo. “Era por el territorio y quién mandaba más en el barrio”, cree un hombre que nació en Casavalle y hace años se mudó porque no soportó la violencia creciente. “Mucha gente buena se fue del barrio. Muchas familias no quisieron volver”, se lamenta una doña.

“Con una señora se ensañaron, era parienta de uno de las bandas. Le sacaron las cosas para afuera varias veces”. Asustaban armados, entraban, gritaban, pateaban electrodomésticos y muebles en casas de humildes trabajadoras que se hacen cargo de toda la prole. La señora es una abuela que mantiene a sus nietos. Menos a uno, que eligió el aparente camino fácil. “Los propios vecinos les dijeron que la corten y no le rompan más las cosas. A veces no lastimaban, pero rompían todo”, dice alguien todavía en desconcierto.

Tiros no, metralleta

Los pistoleros en moto le decían al caminante que se corriera. “Vecina, cierre que se va a dar”, peseteaban en un tono fanfarrón pretendidamente amable. La doña se encerraba y al rato: ¡Tra! ¡Tra! ¡Tra! ¡Tra! ¡Pah! ¡Tra! ¡Tra! ¡Tra! ¡Pah! Tiraban “todo tipo de proyectiles que no sé descifrar, pero eran varios”, recuerda una persona.

“No eran tiros. Eran metralletazos. No se tiraban con tiros. Sentías aquello y un tendal de madres corrían a buscar a las criaturas, a los chicos que venían del liceo, o iban a esperar a los hijos bajar del ómnibus”, dice una añosa vecina.

“Un día mi hijo salió a sacar la basura, empezaron los tiros y salí desesperada. Había llegado una moto y como si nada les disparaban a tres muchachos que estaban en la plaza”, dice la madre de un hombre adulto. Los vecinos se sentían desarropados. “Creíamos que todo estaba en calma y no: había que salir corriendo”, evoca, adusta, una abuela casavallense. “Vivimos unos días bastante feos; de repente tenía que ir a buscar a mi nieta a la escuela porque tenía miedo. Ella salía a las cuatro y media de la tarde y se oían tiros. Las madres salían a la escuela y los sacaban antes de hora. En (algunas) escuelas (privadas) llamaban por teléfono para que fueran a buscar a los chiquilines”, enfatiza, con bronca, una jubilada del trabajo doméstico. Cuando sonaban las descargas, las abuelas intentaban despistar a los nietos, distraerlos para disimular el miedo.

Vecinos y vecinas no iban al almacén o daban tremenda vuelta con tal de no pasar por la plaza, donde además vive una de las familias conflictivas que recibían y echaban balazos a cada rato. Los vecinos no salían a charlar. Ni sacaban la sillita al zaguán.

“Entraban por acá, salían por allá con metralleta. Gurises. Son gurises y son los menos. Pero inspiran miedo y terror. No te digo que viviera aterrada, tenía más miedo por mi nieto, a veces lo sacaba de casa para meterlo en lo de una tía”, dice, todavía preocupada, una abuela matrona.

Otro Casavalle es posible

Casavalle concentra el mayor número de homicidios no aclarados del país, según cifras del Ministerio del Interior de 2017. Las relaciones laborales y la vivienda están signadas por la precariedad. El barrio está hacinado, además tiene la mayor cantidad de personas por hogar de la capital (3,9), y concentra la mayor cantidad de ex presos del país.

Casavalle es un barrio humilde como cualquier otro, donde más de la mitad de sus habitantes no cuenta con otro medio de transporte que sus pies, según la Memoria del Plan Casavalle en 2015. Uno de cada cuatro de sus habitantes fue violentado por robos o hurtos, 75% en su propio barrio. Uno cada cinco sufrió un robo en su propia casa. El desempleo entre varones y mujeres de 14 a 19 años alcanza a uno cada tres. Más de la mitad de los casavallenses no cree poder hacer algo para modificar su entorno.

En 1959 la Intendencia de Montevideo construyó la Unidad Casavalle. 540 casas. Eran soluciones habitacionales transitorias que terminaron siendo para siempre. En algún momento los residentes dejaron de pagar alquiler, luz, agua. Algunas familias que habían recibido las casas de algún político, de manera poco clara, las fueron “vendiendo” o permitieron que alguien construyera al lado.

Los violentos desalojos tienen un ancla en la “no formalidad de un título de propiedad. Nadie puede demostrar que es dueño de esa vivienda. Lo que parece una cuestión delictiva nace de una cuestión irregular”, explicó a la diaria la alcaldesa del Municipio D, Sandra Nedov. La solución para el barrio pasa en gran medida por atender a los niños que viven en hogares donde las estrategias de supervivencia probablemente atenten contra su desarrollo pleno, sostiene. “El Estado tiene que atender a esos niños y adolescentes para que esa realidad no se reproduzca. Si esos niños quisieran vivir otra realidad, ¿tienen la posibilidad?”, pregunta la alcaldesa. Habla de innovar en Casavalle en educación, en capacitación para el trabajo, en urbanismo. “Hay cosas que se pueden pensar solidariamente”, opina sobre la necesaria voluntad política para ensayar una salida.

Pensando en salidas fue que las maestras decidieron abrir la escuela durante el operativo del 20 de diciembre. “Nunca cerramos, la escuela tiene que abrir y trabajar. Cuando hay dificultades salimos y vemos la manera de construir la mejor escuela”, dice la directora de la escuela 168, Shirley Young.

Para la directora y las maestras, que deciden lo grueso en colectivo, el objetivo es buscar caminos para que la escuela “sea un espacio distinto, que refuerce las oportunidades”.

La vecina dejó de ir a rezar el rosario a la plaza y relojear a los gurises entre cuenta y cuenta. “Los chiquilines no podían estar afuera. Era una desolación total el barrio. Llegaba la tardecita y no veías un alma”, recuerda una comadre. Los muy jodidos “no respetaban nada”, dice una señora mayor. Tenían una “actitud de no me toques porque te denuncio”. Los pistoleros en motocicleta mandoneaban impunes: “¡Correte!”, “¡Andá para el costado!”. Los pocos peatones que caminaban por la calle Gustavo Volpe se hacían a un lado y silbaba la metralla en la oreja y sentían vibrar el caño de escape acelerando en el esternón. “No había hora, podía ser al mediodía o durante la noche. […] No se sabía cuándo iban a disparar”, recuerda otra persona.

Balas y propaganda

“La balacera fue para crear un efecto de amedrentamiento, de propaganda. Llegaban las ráfagas y todo el mundo se iba para adentro, era como la campana del recreo”, compara Shirley Young, directora de la escuela 168 de Casavalle.

El barrio se movía o no en función de la metralla. Era “una situación de miedo, shock y vaciamiento de los espacios públicos”, destaca la directora.

Los enfrentamientos armados decantaron en el desalojo forzoso de 77 personas en 25 hogares entre setiembre y diciembre pasado, por el simple hecho de tener algún grado de parentesco con alguien de la barra opuesta. El 20 de diciembre, el operativo más grande que recuerde la historia de la Policía democrática llegó a Casavalle con 68 órdenes de allanamiento y tres fiscales coordinando la intervención. 600 efectivos por aire y tierra hicieron más de 70 detenciones, sin tirar un solo tiro. “Porque ellos no tiraron”, aseguró un alto funcionario del Ministerio del Interior a la diaria.

Una calma tensa, pero calma al fin, parece haberse apoderado de la plaza. Los vecinos empiezan a recuperar su espacio. En la tarde del sábado, alguien le contó a alguien más que la plaza parecía la de antes por la cantidad de vecinos que había. Aunque no esté llena las 24 horas, los vecinos de a poco se sienten con confianza.

Desde el 20 de diciembre, sólo “un sacadito” tiró unos cuetazos que se escucharon una tarde. Enseguida llegó la Republicana y se terminó la pavada. Ahora hay dos policías en la plaza y el PADO dando vueltas. “Antes no había ninguna seguridad, ni siquiera con la Policía ahí enfrente de la plaza”, dice un vecino.

Una empleada doméstica de día libre se conecta al wifi del Centro Cívico sentada en su reposera. Whatsappea bajo la sombra de un joven fresno en la plaza. No quiere hablar. Excepto para decir: “No sé qué vocero de la Policía dijo que no se van a ir. Le tomo la palabra. Le voy a creer. Ojalá que no se vayan”.

Una señora admite que al haber “más patrullero”, la cosa está tranquila. “De a poco, si Dios quiere, va a volver la normalidad”, confía la señora, que todavía no pudo volver a rezar en la plaza.