El germen fue el maíz. Corría la década del 40, ANCAP tenía en carpeta explotar esa materia prima y quería promover su consumo masivamente. Así que organizó una ambiciosa actividad en lo que era entonces el Subte Municipal, donde cuentan que durante 15 días desfiló una multitud para asistir a las demostraciones de cocina. De paso, los visitantes se llevaban un sucinto folleto sujeto con un rulo. El ente estatal había solicitado asistencia a las profesoras del Instituto Crandon para esas tareas y la directora del departamento de Economía Doméstica, miss Lena May Hoerner, vio el filón que podía unir su misión comunitaria con la tarea educativa. Así que para 1957 estuvo preparada la primera edición del Manual de Cocina, un trabajo femenino de equipo, ya que nunca figuraron nombres propios, más que el de la institución.
La edición aniversario —azul con letras blancas y doradas— es un homenaje a aquella que muchos aún conservarán entre las tazas y los cubiertos. La portada era bordó en símil cuero, y fueron 5.000 los ejemplares que salieron de Impresora Colombino, a la que se recurrió durante muchos años. Luego fue publicado por Mosca y después por Ediciones B, sello que adquirió Penguin Random House, su actual distribuidor, que lo comercializa a 1.490 pesos.
Sólo en Uruguay
“Es un producto netamente uruguayo que la gente suele llevar al exterior, porque es parte de nuestra identidad, pero no está en otros mercados, y es un libro sostenido en el tiempo”, observa Gabriela Cabrera Castromán, responsable de Comunicación del Instituto Crandon. Esa vigencia es constatable en los tirajes prácticamente anuales de entre 5.000 y 7.000 ejemplares, que redundan en los más de 200.000 libros vendidos a lo largo de seis décadas.
Un clásico que no amedrenta; por el contrario, es manoseado, subrayado y salpicado; un bestseller que se hereda o se recibe como regalo, un básico hogareño. Para alcanzar ese sitio, que no ocuparon predecesores como La cocinera oriental (1925), o eventuales competidores como los recetarios de la marca Royal o de la compañía Swift (1950), el libro fue acompañando el paso del tiempo con el agregado de recetas cuando se consideró necesario, o la quita de otras cuando algunos productos se dejaron de usar en plaza —como los sesos—, incorporó congelados, microondas. En esta edición hay un capítulo sin azúcar, están identificadas recetas sin gluten y además hay 60 preparaciones que tienen el sello aniversario; entre ellos, obviamente, los escones.
Manual, no recetario
Aunque la mirada se desvíe hacia las tentadoras imágenes de tortas glaseadas y carnes estofadas, este libro no es estrictamente un recetario sino un manual, que, de acuerdo a los especialistas, introdujo modificaciones en la narrativa y en el discurso culinario de su momento. La más importante es su público específico, que en 1957 era explícito: el ama de casa, a la que se le enseñaba a cocinar desde un huevo duro hasta una torre de bombas, a tender la mesa y armar el plan de un menú, y a hacer conservas, para que no fuera cuestión de “pan para hoy, hambre para mañana”.
No tiene vocación gourmet ni le habla a los profesionales. Apunta a una comida sencilla y a que, siguiendo las instrucciones, todo salga bien. A fin de cuentas, de eso se trata la famosa economía doméstica (o home economics) que impulsaban las misioneras estadounidenses, de formación metodista —sabían de química o habían trabajado en fábricas de alimentos, además—, de tal modo que munida del manual la buena ecónoma pudiera aprovechar sus recursos, de forma sencilla, para abrir la heladera y cocinar con lo que hubiera.
Cabrera Castromán, que investiga el tema y entrevistó a las autoras que siguen vivas, dice que los libros de cocina de fines del siglo XIX y principios del siglo XX no estaban pensados para este destinatario, sino para mujeres que eran intuitivas y sabían cocinar. “Entonces, si analizás esos recetarios y los comparás con el manual, ves que las otras recetas son mucho más vagas en la forma en que están escritas y en el uso de los ingredientes. El manual introduce el famoso ‘método Crandon’. Es un formato que muestra la receta con el paso a paso: las distintas etapas se van describiendo por medio de un verbo sin conjugar y, en paralelo, van los ingredientes. Es un discurso muy prescriptivo, escueto, sin nada florido, sólo te dice lo que tenés que hacer. Además, utiliza el sistema imperial de medidas, de uso anglosajón también, que resuelve casi todo en tazas, cucharadas y cucharaditas. Esa también es una innovación; el detalle de los ingredientes y presentar el paso a paso mediante las fotografías”. La primera edición tenía 250 fotos en escala de grises y ocho a color en algunas portadas de capítulo.
Cuatro canteras alimentaron la tanda inicial de recetas. Un gran conjunto proviene de libros en inglés con los que las autoras enseñaban en el entonces colegio de señoritas. Hay un porcentaje de cocina francesa, porque esa tendencia todo lo impregnaba. Figura un pequeño aporte de las Américas, producto de sus viajes, y algunas preparaciones criollas. Desde coliflor a la polonesa hasta pan sueco, “hoy podemos decir que el manual de 1957 refleja lo que se comía en el momento”, asegura Cabrera Castromán. “Era un libro bastante equilibrado, que en la edición de 1961, con el primer gran cambio, ya ahonda un poco más en carnes, porque la carne en Uruguay pesaba mucho en aquel tiempo”.
Una de las docentes le resumía el manual en dos palabras: método y disciplina, “porque la receta es un instrumento para que tú aprendas, por eso no tiene razón que estén todas. El manual de 1957 tiene muchísimas menudencias, pero no las tiene en la parrilla; enseña a preparar de otra manera algo que la gente ya come”, explica.
Método y metodismo
Con el tiempo, aparte del recetario, hubo otras apuestas dentro del Instituto, que actualmente comprende Crandon Gastronómico, la escuela de cocina técnica que forma gastrónomos y reposteros profesionales. Y el libro coral de mujeres, el Manual de Cocina que nos ocupa, admitió incorporaciones masculinas, aunque la coordinadora siga siendo una mujer.
Cuando se escindieron las misioneras, las docentes dejaron de anteponer el “miss” a sus nombres, si bien Crandon continúa siendo una institución metodista. Apunta la investigadora: “El libro refleja de alguna forma el protestantismo, una forma de ser. La gente no se da cuenta, pero el concepto está detrás: llegar a los hogares con algo práctico. Este fue un instrumento de trabajo social. Implicó que en la primera edición de 5.000 se comprometieran a que 1.500 ejemplares los iban a colocar en el colegio, entre alumnos y ex alumnos, pero el resto había que venderlo. Era una inversión, y fue un éxito”.