Cristina Fernández de Kirchner y Mauricio Macri reinan en la política argentina desde hace 15 años. A las puertas de la campaña presidencial, ambos dirigentes –entre los de mayor nivel de rechazo en la opinión pública, pero con núcleos decisivos de apoyo en los tercios antagónicos del electorado– revalidan un peso suficiente para delimitar el rumbo de sus respectivos espacios.
Al cabo de dos mandatos presidenciales con logros socioeconómicos cuantificables, Cristina dejó la presidencia en 2015 con síntomas nítidos de agotamiento en su modelo político y de gestión. La abogada peronista de centroizquierda regresó en 2019 como vicepresidenta, cargo desde el que se dedicó a librar una batalla sin cuartel contra Alberto Fernández, a quien ella propuso como candidato presidencial del Frente de Todos, para luego arrepentirse. A Macri, en tanto, le bastó un período presidencial (2015-2019), el primero para un político argentino de la derecha liberal electo por voto popular, para dejar como legado un desmoronamiento en todas las variables de la economía y una deuda externa que requerirá varias décadas para ser pagada.
Lo más probable es que los nombres de Cristina Fernández y Macri no figuren en las boletas electorales de las primarias obligatorias previstas para el 13 de agosto y las generales del 22 de octubre. Tras recibir, el 6 de diciembre, una condena a seis años de prisión e inhabilitación perpetua para ejercer cargos públicos en un caso de presunta corrupción en la adjudicación de obras viales en la Patagonia, la vicepresidenta argentina se consideró proscripta y anunció que no peleará por ningún cargo este año.
Ese renunciamiento es equiparado por La Cámpora, la agrupación que comanda el hijo de la vicepresidenta, Máximo Kirchner, a la proscripción que excluyó a Juan Domingo Perón de la vida pública entre 1955 y 1973.
Según la ley, Cristina podría participar en las elecciones, ya que la inhabilitación entraría en vigor una vez que fuera confirmada por la Cámara Federal de Casación Penal y la Corte Suprema, lo que podría demorar años. El cristinismo sostiene que, si su líder decidiera participar, las instancias del Poder Judicial acelerarían el proceso para bloquear la postulación, como ocurrió con Luiz Inácio Lula da Silva en Brasil en 2018.
Aunque no tiene motivos fundados para declararse proscripta, la vicepresidenta encuentra amplio espacio para denunciar la parcialidad de los jueces federales que la condenaron y los fiscales que la acusaron. Documentos, filtraciones, viajes, fotos, actuaciones de Inteligencia ilegal, y designaciones y desplazamientos llevados a cabo por el gobierno de Macri aportan pruebas de que la decena de expedientes que tienen a Cristina en el banquillo ha sido llevada a cabo por jueces y fiscales que coordinaron sus acciones con la coalición de derecha. Las irregularidades habilitaron a Cristina a denunciar persecución incluso en los expedientes con indicios serios de una relación espuria entre la familia Kirchner, sobre todo de Néstor, y contratistas del Estado, como el que la acaba de condenar por haber creado “un caballo de Troya” para esconder la corrupción en la causa Vialidad, según el argumento de la sentencia difundido el jueves.
La vicepresidenta está debilitada. Su actuación como opositora interna del actual gobierno le vale una desconfianza tan extendida como soterrada dentro del peronismo, pero conserva la adhesión de al menos 25% del electorado. Entre los pobres ese apoyo crece al doble o más. La lealtad de un cuarto de los votantes, con escaso margen para crecer, no le alcanzaría a Cristina para ser electa presidenta, pero resultaría suficiente para ganar cualquier interna peronista a dilucidarse en primarias obligatorias.
No obstante, una cosa es Cristina en la boleta y otra es un hombre o una mujer de La Cámpora auspiciado por ella. El hijo de la vicepresidenta, Máximo Kirchner, bate récords de imagen negativa, y ninguno de los “camporistas” que abrazaron al kirchnerismo hace 15 años, cuando eran jóvenes, alcanza relieve como candidato.
El anuncio de Cristina de que no participará en la elección, que algunos atribuyen a una decisión arrebatada, desconcertó al peronismo. Sin alternativa, La Cámpora agita la bandera de la proscripción y organiza actos para convencer a la vicepresidenta de que se postule.
El más popular en el campo cristinista es el exministro de Economía y gobernador de la provincia de Buenos Aires, Axel Kicillof. Este político de izquierda, percibido como dogmático, gestor racional y honesto, tiene capital político para ser reelecto, pero no supera el exigente paladar de Máximo. Con ese adversario solapado, Kicillof podría ser empujado a una candidatura presidencial de éxito muy improbable y quedarse sin nada.
La opción que le queda al cristinismo es sellar una alianza con un peronista dialoguista. Descartado el presidente Alberto Fernández, a quien La Cámpora desprecia de todas las formas posibles, queda algún gobernador o el actual ministro de Economía, el pragmático Sergio Massa. Este ya anunció que la oposición de su familia y su responsabilidad como ministro acechado por múltiples problemas económicos tornan incompatible una postulación presidencial. Nadie le cree.
Massa es un político hábil, ávido de poder, que pagó caro en el pasado su eclecticismo y precipitación. En los últimos años pudo mostrar una cara más sosegada y midió mejor sus pasos. Desde que estalló la relación entre Alberto y Cristina, Massa se dedica a tender puentes entre ambos.
Cuando asumió el cargo de ministro, en agosto, y la inflación mensual rondaba el 7%, Massa fijó como meta reducirla a la mitad en abril de 2023. En el río revuelto del peronismo, era uno de los pocos con algún horizonte para ofrecer. Con la economía en crecimiento y la desocupación cerca de su piso histórico, una desaceleración de los precios podría mitigar el principal problema del Frente de Todos, que es la no recuperación del salario real, desplomado por los años de Macri y la pandemia.
Con un repunte en los precios en el primer bimestre del año de hasta 6% mensual, el sueño presidencial no declarado de Massa está en veremos. Si no se postula, el titular de Economía le ahorrará al cristinismo tener que abrazarse a una candidatura de quien hace media década se mostraba acuerdista con Macri y el Grupo Clarín, aireaba sus nexos con halcones de la política estadounidense y prometía “barrer con los ñoquis de La Cámpora”.
Más cerca en el tiempo, la organización de Máximo Kirchner acusó a Alberto y al exministro de Economía Martín Guzmán, un discípulo de Joseph Stiglitz, de emprender un ajuste continuista del de Macri. Los números objetivos indican que la política de Guzmán fue expansiva y, por el contrario, la de Massa está siendo retractiva, con razones justificadas en la ausencia de crédito y la escasez de reservas. En el relato endogámico de La Cámpora y su red de medios afines, la descripción es inversa. Idas y vueltas que exponen al cristinismo ante el problema de haber cambiado de estrategia a mitad de camino. En 2022, de buenas a primeras, Cristina y su hijo pasaron a rechazar cualquier acuerdo con el Fondo Monetario Internacional, al que Argentina le debe 44.500 millones de dólares, pero queda menos claro cuál es el plan alternativo que proponen.
Con la vicepresidenta excluida por el frente judicial y Massa acechado por la inflación, Alberto Fernández cree ver una ocasión para reincidir. El mandatario se apoya en un crecimiento de 10% del producto interno bruto en 2021, 5,2% en 2022 y una nítida recuperación en la industria, el turismo, las exportaciones agrarias y segmentos del comercio. Argentina no crece tres años consecutivos desde 2006-2008.
Los frentes de tormenta para el mandatario argentino son severos. En primer lugar, entregará el gobierno sin descenso en la pobreza con respecto a 2019, porque la inflación erosionó todavía más el ingreso de la población más humilde y la informalidad laboral creció, escenario que afecta a la base electoral del peronismo. Fernández podrá decir que en ningún país los trabajadores lograron recuperar los salarios reales previos a la pandemia y la guerra en Ucrania. Es probable, pero su principal promesa electoral, crucial para su victoria, fue la reversión del deterioro de los años del macrismo en la Casa Rosada. Tras una década de estancamiento o recesión, deficiencias básicas en los servicios públicos, la calidad del empleo, la vivienda y la seguridad siguen dañando la vida de los hogares más pobres. Sus integrantes no tienen ánimo para discernir por qué los problemas siguen ahí.
El segundo gran obstáculo para el anhelo reeleccionista del presidente es su falta de liderazgo para superar el desafío que supuso la oposición interna de Cristina. Fuentes del círculo presidencial narran que Alberto demoró dos años en reconocer el rechazo irreductible de Cristina. En el camino, postergó políticas, malgastó tiempo y presupuestos, y perdió a funcionarios de su máxima confianza como intentos vanos de reconciliación.
Si no son Cristina, ni Massa, ni Alberto, ni Kicillof, aparecen algunos nombres en el horizonte, como el gobernador de Chaco, Jorge Capitanich, el de Tucumán, Juan Manzur, y los ministros Wado de Pedro (La Cámpora) y Gabriel Katopodis (albertista). La proyección de cualquiera de ellos es incierta, salvo por el hecho de que el peronismo, cuando parece perdido, sabe darse otra oportunidad.
La interna de Juntos por el Cambio
Juntos por el Cambio, la coalición entre el Pro fundado por Macri, la centenaria Unión Cívica Radical (UCR) y la Coalición Cívica liderada por la liberal-cristiana Elisa Carrió, se cocina en su propio fuego. El mayor factor perturbador de esa alianza cada vez más volcada a la derecha tiene un nombre: Javier Milei.
El fin del ensayo liberal, en 2019, pareció agotar la vida política de Macri, pese a que se fue de la Casa Rosada con un piso alto, de 40% de los votos. El expresidente de Boca Juniors asumió su derrota con enojo. “El peronismo se transformó en el partido de los que no trabajan”, arriesgó el exmandatario, lapidario con el votante.
Dirigentes como el jefe de gobierno de Buenos Aires, Horacio Rodríguez Larreta, y la exgobernadora de la provincia de Buenos Aires María Eugenia Vidal se movieron en un primer momento para dar vuelta la página. “Me quisieron jubilar”, razonó Macri un tiempo después.
A tres años de aquello, lejos de haber logrado su objetivo, hoy Vidal y Rodríguez Larreta –ambos precandidatos presidenciales– parecen encorsetados por el discurso de quien fuera su mentor y no dudan en viajar miles de kilómetros para conseguir una foto con él.
Una vez más, Macri demostró su capacidad de lectura del escenario electoral. Ya antes de dejar la presidencia percibió un giro a la derecha que excede con creces a Argentina y se despojó de los resabios de la moderación que habían construido sus estrategas. El Macri del trimestre final de su gestión en la Casa Rosada se reencontró con el empresario ultraliberal y conservador que se había hecho famoso en los 80 y 90, le sumó su talento como líder y logró evitar su desmoronamiento.
El expresidente vive gran parte del año de vacaciones. Pasa largas temporadas en Cumelén, un barrio de lujo en Villa La Angostura, paraíso de la Patagonia. Torneos de bridge, conferencias sobre liderazgo y valores democráticos, tours de ensueño con su familia, reuniones de negocios y actos protocolares de la enigmática Fundación FIFA que preside llevan a Macri a girar por el mundo durante todo el año. Sus alianzas judiciales lo mantienen protegido de investigaciones sobre su patrimonio y el de sus hermanos repartidos por cuentas offshore.
El fundador del Pro difícilmente interrumpirá esa vida para pelear por la presidencia argentina, aunque no habría que descartarlo. El mayor factor desalentador para esa aventura es que Macri es el dirigente importante con menor imagen positiva dentro de Juntos por el Cambio. Se da una situación en espejo con Cristina. Sus posibilidades de triunfo en unas eventuales primarias de la derecha son altas, pero luego podría crecer poco en una primera vuelta y caería derrotado en un balotaje.
Con dos libros publicados en 2021 y 2022 –Primer tiempo y Para qué–, Macri se autoindultó de su fallida experiencia de gobierno (dijo que no fue todo lo resolutivo que habría necesitado y se arrepintió del “gradualismo”) y trazó un camino para lo que viene. En resumidas cuentas, el exmandatario cree que hay que ir a fondo: todos los despidos que sean necesarios en el Estado “de manera urgente e inmediata”, privatización o cierre de empresas públicas, privatización parcial del sistema jubilatorio, flexibilización laboral, reducción de planes sociales, reducción de impuestos a la riqueza, eliminación de las retenciones a las exportaciones, fin de los aranceles a la importación y mano dura contra la protesta social y la delincuencia. Con diferencias tenues en los acentos y velocidades, esa receta recorre todo el espinel de Juntos por el Cambio.
En el mismo terreno que Macri se mueve Patricia Bullrich. Esta experonista revolucionaria en los 70 se instaló en la última década en el sitial de la derecha dura antiperonista.
Bullrich Luro Pueyrredón, llamada a vivir una vida más lujosa que la de Macri por sus apellidos, va al choque, desorienta, dobla la apuesta (no condenó el intento de magnicidio contra Cristina) y conecta con la calle. En ese sentido, aventaja al expresidente, ya que es una figura culturalmente identificable, por sus gestos, su picardía y sus arrebatos, con una parte de la clase media de Buenos Aires.
Con improvisación, a los empujones y sin equipos de gobierno, Bullrich se anotó en la carrera presidencial. Como Macri, la exministra sabe interpelar al votante de Milei, pero la ventaja de surfear la rebeldía de derecha supone una desventaja, ya que divide el voto.
El archienemigo de Bullrich es su antítesis, Rodríguez Larreta, quien ya lanzó su postulación para las primarias de Juntos por el Cambio. El jefe de gobierno de Buenos Aires se viene preparando para la presidencia desde hace una década. Se vale de la vidriera que le da una ciudad como Buenos Aires, coordina equipos, cosecha dirigentes de la derecha dura con el generoso presupuesto estatal y mide puntillosamente sus pasos con el manual del marketing. Nada de eso reemplaza el carisma que le falta, pero todo ayuda a disimular la ausencia.
A Rodríguez Larreta lo agarraron desacomodado la avalancha político-cultural de Milei (quien lo odia y lo acusa de haber intentado comprarlo) y el giro de Macri. Es un centroderechista pragmático que no se siente cómodo con los discursos extremos, pero en los últimos años se vio empujado a sobreactuar posturas, consciente de que sus posibilidades de ser electo presidente requieren el apoyo de quienes voten por Bullrich, Macri o Milei en las primarias o en la primera vuelta.
En el último giro, Rodríguez Larreta lanzó su candidatura el 22 de febrero con un pulido video filmado en el kilómetro cero de la ruta 40, que nace en el extremo sur de la Patagonia y termina en la frontera con Bolivia. Allí acusó, sin nombrarlos, a quienes apuestan por la grieta –Cristina, pero también Macri y Bullrich– de ser “unos estafadores”. Es improbable que la sangre llegue al río. El expresidente y el intendente tienen una sólida relación histórica, por lo que no habría que descartar que, a la hora de la verdad, el primero termine levantando el brazo de su sucesor como candidato presidencial.
La batalla más probable dentro de la coalición de derecha es Bullrich-Rodríguez Larreta, en condiciones que los encuestadores señalan como de paridad. Vidal, quien parece manejarse sin norte desde que perdió la gobernación de la provincia de Buenos Aires, afirma que participará en las primarias salvo que se presente Macri, de quien hoy se muestra incondicional. Dos dirigentes de la UCR también se anotaron en la carrera electoral, sin chances.
La política argentina se ha venido debatiendo en las últimas elecciones entre un novedoso bloque de centroderecha y el peronismo hegemonizado por el kirchnerismo, con desprendimientos de ambas coaliciones que demostraron tener pocos votos y alcance. Por fuera de ellos, el Frente de Izquierda y los Trabajadores, de inspiración trotskista, se consolidó en torno a 4% de los votos.
Este año, la disputa suma a un nuevo actor que combina la ola de derecha extrema que recorre el mundo y el personalismo del economista anarco-capitalista Milei. Las encuestas le otorgan entre 10% y 25% de los votos al diputado y consultor económico, lo que le deja chances de acceder a la segunda vuelta.
“Milei dejó de ser un fenómeno urbano y juvenil”, dijo a la diaria Gustavo Córdoba, director de la consultora Zubán & Córdoba. Sus registros y los de otras empresas de opinión pública ratifican que el apoyo al economista se extiende por el país y se muestra indemne a opiniones chocantes como proponer la comercialización de órganos y rechazar programas para detectar y tratar enfermedades complejas en las infancias.
Sin estructura ni presencia territorial en las provincias, rodeado de personajes provenientes del negocio financiero y una derecha oscura, Milei podría someter al sistema político a desafíos impensados. Quizá no le alcancen los votos para desplazar a los dos principales bloques de la segunda vuelta, pero su presencia en el debate público ya está forzando la agenda del peronismo y el macrismo. A cuatro décadas del fin de la dictadura, se ponen en tela de juicio temas relacionados con los valores democráticos, la convivencia social y el valor de la vida humana.
Sebastián Lacunza, desde Buenos Aires.