El proyecto de ley presentado por los tres senadores de Cabildo Abierto para “reinstalar” la ley de caducidad es tan grosero en lo político como en lo jurídico, pero expone orientaciones que vale la pena identificar con claridad.
Sus primeros artículos son propuestas desconcertantes. Por ejemplo, la de declarar, a esta altura, que los “sucesores y familiares” tienen derecho a buscar los restos de detenidos desaparecidos, o que se mantendrán las reparaciones otorgadas a las víctimas de “los excesos que se hubiesen cometido antes del 1 de marzo de 1985”. Pronto se ve que es una miserable oferta mercantil, a cambio de la impunidad.
La exposición de motivos –que parece de un redactor diferente– resulta más interesante, ya que debajo de las expresiones ampulosas es posible distinguir, desnuda y desagradable, a la ideología cabildante.
Se retoma la idea de que es necesaria una “pacificación definitiva” del país. ¿A qué conflicto se refieren los tres senadores? En primer lugar, al que afirman que existe entre “la mayoría del pueblo uruguayo” y quienes hablan “solamente del terrorismo de Estado, sin reconocer la existencia de los desbordes violentos del movimiento guerrillero”.
Desconocer que son sustancialmente distintas la violencia que utiliza los recursos del Estado y la guerrillera es un recurso retórico de baja calidad, incluso en los peores debates mediante redes sociales.
El nacionalismo de baja estofa alinea el proyecto de CA, paradójicamente, con una corriente internacional: la del “antiglobalismo” reaccionario, que tiene como portavoces a personajes como Donald Trump y Jair Bolsonaro.
La ciudadanía acepta y financia el monopolio estatal de la violencia con la contrapartida, indispensable, de que sólo sea usado para asegurar el cumplimiento de la Constitución y las leyes. Emplear el aparato represivo institucional para arrasar con los derechos y garantías es una perversión que no puede ser justificada ni tolerada, porque dinamita pactos básicos de convivencia social. Este es un motivo profundo por que el terrorismo de Estado nunca deba ser amnistiado ni escapar a la Justicia.
Es relativamente reciente el acuerdo internacional acerca de que el paso de los años no extingue la necesidad de juzgar y castigar los delitos de lesa humanidad. Sin embargo, nadie tenía antes derecho a permitirse “excesos” tan repugnantes como torturar a una persona presa, con el argumento de que no estaban tipificados en el Código Penal o sólo implicaban responsabilidades transitorias.
Los tres senadores presentan la cuestión en otros términos, y postulan la existencia de un segundo conflicto, entre la soberanía uruguaya y la Corte Interamericana de Derechos Humanos (pasando por alto que esta forma parte de un sistema integrado voluntariamente por Uruguay). Es un nacionalismo de baja estofa que los alinea, paradójicamente, con una corriente internacional: la del “antiglobalismo” reaccionario, que tiene como portavoces a personajes como Donald Trump y Jair Bolsonaro.
El final de la exposición de motivos sería ridículo si no fuera tan siniestro: se arguye que esta iniciativa nos protege de la concepción ideológica que inspiró la “guerra contra el terrorismo” estadounidense, negándole garantías y derechos al “enemigo”. O sea, la misma concepción del terrorismo de Estado que se quiere dejar impune.