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Apegé

/ Foto: Javier Calvelo · Foto: Javier Calvelo
Nacional

Garitos sin veda

Basta haber caminado esta ciudad y sentido su frío cojonudo o su brisa veraniega y de alivio por las noches, para entender una poética o una necesidad que definitivamente están peleadas con cualquier normativa: el placer de beber en las calles y pagar poco por esa mínima libertad que en los últimos años nos han expropiado. Solo o con amigos, con promitente amante, en una plaza, en el cordón de una vereda, despacito por las piedras o de cuatro buches largos y profundos como para ahogar las penas o calmar el día.
Foto: Javier Calvelo
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Será noviembre

Me subo al primer “100” que pasa y me siento al fondo en el asiento de los bobos (a veces me gusta asumirlo). Voy en busca de 8 de Octubre con una percepción previa, diurna, de un ruido insoportable y de un deambular humano que nos devuelve otra cara arruinada de esta ciudad, la de una avenida flechada a dos manos pero con una única dirección, la de comprar, vender, consumir.
Foto: Javier Calvelo
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Tango hippie

A ciertos lugares que nunca visitó, uno va con imaginarios previos. Una milonga joven, alternativa, descontracturada, lejos de la ornamentación o la sacrosanta pose compadrita, me habían dicho. Sin el firulete ni el cabeceo, sin mujeres que en el fondo esperan ansiosas o angustiadas a los hombres que proponen y disponen.
Foto: Javier Calvelo
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Sin ir más lejos

Esta noche no hay luna y todo está más bien oscuro, y la calle Mariano Estape es testigo o víctima, límite, del tiempo: el proyecto urbano es derruir sus casas pobres y practicar los famosos realojos. A unas cuadras y hacia la derecha, el hipódromo; hacia la izquierda y sobre la calle Centenario, la parte paqueta, de viejísima elegancia; detrás, un mundo de pobreza, delito o estigma.
Foto: Javier Calvelo
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(No) es otro país

Parado sobre Agraciada, con 19 de Abril a sus pies, uno no puede más que asomarse, en primera instancia, de las narices y por los ojos, a una dimensión aristocrática de Montevideo. Sobre 19 de Abril hay mucho dinero, claro, pero está asociado a un gusto cultivado por décadas, bien distinto del que produce esas casas de riqueza petulante, excesiva, la verdadera decadencia terraja de los ricos carrasquenses. Acá las casas también valen fortunas, pero se salvan un poco del enunciado que alienta toda lucha de clases, gracias a la convicción de su estilo, a su arte.
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La herida del dron

Mientras sueño con mi dron, espero sentado en una azotea. Hay miles en Montevideo y no todo el mundo la tiene, claro, pero siempre se puede pedir prestada. Desde la casa de un amigo, mirar la bahía entera; desde otro punto, la sucesión interminable de techos blancos (y decenas de claraboyas); ropas colgadas; la ciudad que cambia de color en un momento preciso, exacto, ese momento en que primero se prenden las luces públicas (dos segundos antes de que llegue la noche) y enseguida los vehículos encienden sus ojos y diez minutos después miles de ventanas o patios interiores que despiertan del sueño del día para cobijar a los miles de empobrecidos que con o sin odio, pero siempre con dignidad, llegan embrutecidos a sus casas.
Foto: Javier Calvelo
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Límites profusos

El 494 entra sigiloso al pueblo Santiago Vázquez. Casi nada voy a decir de ese pueblo porque me parecen un atentado o una ofensa esas visitas médico-periodísticas que hablan de los pueblos o del interior con el sueño bucólico del capitalino, pero siento la necesidad de decirlo: el interior trae cierta calma, pero también es profundamente sórdido, oscuro y represivo. Este pueblo no es exactamente el interior (es más, es un pueblo de Montevideo), pero porta un misterio, tiene calles, casas y recovecos encantados.
Foto: Javier Calvelo
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Los suplicantes

Hace meses o años que me juro ir a esa iglesia roja, o más bien anaranjada, y que de lejos parece un castillo majestuoso. Desde distintos puntos de la ciudad se la ve enclavada allí, en el punto alto del Cerrito de la Victoria, como una dama antigua y fastuosa, lejana, que mira desde arriba a todos los mortales. Siempre deseé invertir la mirada y ver cómo se despliega la ciudad ante sus pies.
Foto: Javier Calvelo
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Cuando existimos

No sé, es difícil hablar por todos, nombrarnos, decir que esto que me pasa con la lluvia chorrea en otros. Por eso, a veces, el yo excesivo y la afirmación rotunda: Montevideo se encuentra consigo misma, con uno de sus estadios más genuinos, cuando llueve. Esas cosas naturales (su lluvia, su viento, su luz) que develan una correspondencia improbable pero posible entre uno y su entorno. Quizá sea al revés, es cierto: que este clima emputecido sea el que nos determina el carácter.
Foto: Javier Calvelo
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Distintos destinos

El punto medio del 104 nos dice mucho, nos ofrece una sucesión de imágenes que componen una ciudad de escalas. Ya en Malvín uno entra en otro estadio y no sabe elegir muy bien en qué casa ajardinada viviría. Otro sueño que alguna vez en la vida todo montevideano tuvo: una de esas casas, todas esas calles, ese silencio, el cielo abierto y limpio sobre un techo digno. Pero de pronto llegamos a Punta Gorda y como quien no quiere la cosa, en un abrir y cerrar de puertas, estamos en Carrasco, su lenguaje (carteles casi exclusivamente con servicios de lunch, bank, high) y su opulencia. La arquitectura desaforada, las mansiones y sus muros altos, el gusto terraja, también, de los nuevos o viejos ricos.
Foto: Javier Calvelo
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Mismísima fe

Una mujer treintona reza circunspecta a un costado de los pies de una estatua de Cristo, y una señora rubia y de calzas ajustadas se fuma un pucho antes de ir a besárselos. Una muchacha joven embarazada y su novio encienden una vela entre la desconfiada (esa sonrisa delatora) y la fe. Suben por una escalera y bajan por otra no pocos creyentes en esta patria laica. Un hombre rengo, otro joven y fornido, casi todos extraídos de esta tierra por la convicción interna -se ve en sus rostros- de sus plegarias. Estoy tentado de robar una de las velas apagadas y pedir algo, pero no siento la necesidad interior de una herejía tonta.
Foto: Javier Calvelo
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Ignorancia china

Llego a esa esquina que tantas veces transité. Intento verla con ojos nuevos. Algo ya sé del SODRE, ese edificio inmenso, copetudo, de alfombras rojas y butacas cómodas, salas de acústica notable, bronce, el ballet, Julio Bocca, la música de cámara y la primera vez que escuché a Schubert en uno de esos auditorios exquisitos mientras se me escapaban, independientes, las lágrimas por una conmoción desconocida; todo de un cogote excelso que me produce orgullo y a la vez me inquieta; esa tensión entre lo clásico y lo contemporáneo, ese monstruo cultural inserto en una atmósfera -real, material- de oscuridad y abandono. Pero quiere, la zona quiere exhalar otro aire.